Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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– ¡Oiga, usted, señor! Parece que este hombre quiere decirle algo…

Los dos policías se acercaron un poco mas a mí, como temiendo que echase a correr. Quizá llegaba por fin la acusación de mi víctima… Me incliné sobre la camilla y el galán de la buena suerte, o si prefieres el adversario de la mala, me cogió el brazo con fuerza. Casi me hacía daño. Tenía los ojos cerrados y habló sin abrirlos, pero otra vez con la sonrisilla irónica a flor de labios, ahora ya más crispada.

– ¡Qué raro es todo, eh! ¿Verdad que todo es rarísimo?

9

TEMPRANO PERO YA IMPOSIBLE

Entrenar un caballo, como criar un niño,

consiste realmente en enseñarle a hacerse

responsable.

J. SMILEY, Un año en las carreras

De madrugada, el entrenador Wallace volvió a orinar sangre. La habitual urgencia que le hacía levantarse para ir al retrete en torno a las tres de la mañana -la hora en que acaban las agonías y empiezan los catarros- había dejado de ser una leve incomodidad, luego compensada por la recuperación de la cama tibia, y se había convertido en una acuciante pesadilla: ¿volverá a pasarme hoy? Y volvía a pasarle, una y otra vez. No sentía entonces ningún dolor (eso venía en otros momentos, como una puñalada en el bajo vientre), ni siquiera el mínimo escozor en el miembro sensible, pero el débil chorro se teñía poco a poco de rojo, cada vez más oscuro, como en aquella fuente que había cerca de la casa donde transcurrió su infancia cuyo surtidor cambiaba por la noche de color mediante un juego de luces. Dentro de la taza del water quedaba después una vaga huella oscura, semejante al rastro del espectro en la foto tomada durante una sesión de espiritismo. Una historia de fantasmas, algo de eso había. Pero ¿qué historia humana no es un cuento de fantasmas?

Lo peor de todo era que, al volver a la cama, Wallace ya no podía recobrar el sueño. Desvelarse es fácil cuando uno tiene que abandonar transitoriamente el lecho a las tres o a las cuatro y sabe que por motivos laborales deberá levantarse definitivamente como muy tarde a las seis. Pero el entrenador estaba sometido a esa disciplina desde hacía más de treinta años y siempre se las había arreglado bastante bien para no perder nunca del todo el hilo de su descanso. Ahora ya no: tras la micción siniestra, contaminada, le resultaba imposible volver a dormirse. El horror de nuevo confirmado giraba con renovada furia en su cerebro como un ventilador atroz que no dispensara aire sino angustia. No es que le agobiara demasiado la inminencia de la muerte, la daba por descontada. Miraba desde hacía tiempo a las personas y las cosas con los ojos de la despedida, como alguien que irremediablemente se marcha: es decir, gracias a su enfermedad había alcanzado en buena parte la actitud del sabio. Pero no del todo. Aún mantenía un vínculo afectivo y por tanto doloroso con el mundo: Espíritu Gentil y la Copa, la gran carrera.

Era el caballo, ese caballo y el reto que tenía por delante, lo que le empujaba a pensar una y otra vez no en su destino fatal, sino en la cuestión del plazo. La Copa habría de disputarse dentro de poco más de un mes. Y los médicos eran imprecisos acerca de cuánto le quedaba de vida. Movían serenamente la cabeza, señalaban que en esas cosas nunca se sabe, que suelen darse tanto las gratas sorpresas como los dolorosos desengaños. El más enérgico de todos, con un tono de resolución viril (a Wallace le recordó a esos valientes que se meten en el mar sin juguetear en la orilla ni rociarse previamente de agua para irse acostumbrando a la temperatura), se atrevió a decirle: unos tres meses. Al paciente le pareció de inmediato una exageración o, casi peor, una bravuconada. Más valdrá reducir ese plazo a la mitad y esperemos que aun así no resulte optimista, pensó Wallace. Y se repetía: ¡qué pronto se hace tarde!, ¡qué pronto se hace tarde! Sin duda la consideración sobre nuestra vida más obvia e inevitable de todas.

Pero, ante la inmensidad absoluta y disolvente de la muerte, ¿qué importancia puede tener que un caballo gane o pierda una carrera? Precisamente si algo bueno debemos reconocerle a la cercanía de la muerte es que le dispensa a uno de preocuparse por esas minucias. Sin embargo, también es cierto que resulta más fácil renunciar a la vida que a nuestras verdaderas aficiones. Se cuenta de un monarca inglés que estaba moribundo el mismo día que su caballo disputaba el Derby. El potro venció y un edecán acudió junto al lecho del agonizante, que ya había cerrado los ojos y parecía en coma. De todas formas, el fiel servidor murmuró a fondo perdido la buena noticia al oído de su señor. Sin abrir los ojos, el rey suspiró: «Me siento sumamente complacido.» Fueron sus últimas palabras… A fin de cuentas, puesto que nos sabemos mortales desde que tenemos uso de razón (enseñarnos nuestra finitud es la primera función racional), no está claro por qué deberíamos alegrarnos o entristecernos más de las peripecias del mundo cinco años que cinco minutos antes de morir. Pero quizá la culpa de esta zozobra exagerada la tenga que íntimamente también nos sabemos y experimentamos inmortales, hasta que estamos muertos.

¿Cuántos caballos había entrenado Wallace a lo largo de su vida? Sin duda muy cerca de los trescientos, calculando por lo bajo. Y como es lógico los había visto ganar o perder miles de veces. Algunos le habían decepcionado y otros le habían proporcionado inesperadas satisfacciones. En cualquier caso, casi nunca había llegado a sentir verdadero apego por ninguno de ellos. Permanecía escéptico aunque agradecido ante las victorias, lamentaba con fría objetividad las derrotas (¡lo peor era explicárselas al congestionado propietario!) y se centraba sencillamente en esperar la siguiente carrera. Y así fue siempre, hasta que apareció en su establo Espíritu Gentil . No se trataba sólo de que fuese un buen caballo, un gran caballo, el mejor sin duda que había entrenado jamás. Desde el primer día en que lo tuvo delante, antes de que hubiera participado en ninguna carrera, incluso antes de verlo galopar con torpeza casi pueril por primera vez, el animal le hizo sentir algo distinto y nuevo. «Me estremeció -se decía Wallace a sí mismo, un poco avergonzado de tan insólito énfasis-. Ese jodido bicho me hizo estremecer por dentro, me llegó al alma.» Era algo así como descubrir en un niño que juega en el parque con los demás una aura de majestad casi divina y comprobar luego, con la variable experiencia del tiempo revelador, que ese infante desciende irrefutablemente de reyes y merece una corona. Por eso los triunfos en la pista de Espíritu Gentil fueron para su entrenador mucho más que un éxito profesional: una especie de arrobo, la vocación de su vida legitimada. Y su inesperada derrota le hizo sufrir de un modo desmesurado, ridículo, impropio de alguien tan veterano como él.

No es que el caballo fuese simpático en su trato diario, ni mucho menos. Todo lo contrario, era rebelde y traicionero hasta el salvajismo. Que se lo preguntasen si no al mozo de cuadra que el año pasado perdió el meñique de su mano derecha por un feroz mordisco mientras trataba de colocarle la brida. Cuando menos podía esperarse lanzaba coces y dentelladas, perseguía a sus cuidadores hasta arrinconarlos en la cuadra, se negaba a colaborar durante los entrenamientos, tenía a todo el mundo atemorizado y de vez en cuando en su mirada furiosamente altiva se veía que disfrutaba con ello. Una mala bestia, sin duda. Con todos, menos con Wallace. No es que le mostrase afecto, eso nunca, pero lo aceptaba como a un igual y en ningún momento se permitió el mínimo movimiento hostil contra él. Le consentía acercarse, palparle las patas musculosas y el lustroso flanco, incluso inspeccionarle la boca. Al final de cada jornada de ejercicio, Wallace le calzaba una especie de botas cerradas llenas de hielo para descongestionarle las extremidades. Luego, se las friccionaba con alcohol y se las vendaba cuidadosamente para el descanso nocturno. Y a veces, a la caída de la tarde, en el box lleno de fragante paja fresca recién cambiada, permanecían ambos en silenciosa y reverente compañía, esperando la llegada del sueño. Espíritu Gentil se relajaba, olvidando poco a poco las pesadillas e intemperancias del día. Y Wallace, callado e inmóvil, como ausente, se quedaba allí junto a él, contemplándole vivir, hasta que definitivamente se cumplía el amplio aterrizaje de la noche.

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