Siguió explayándose sobre el asunto, de manera incontenible. Era evidente que había repetido el sermón mil veces y siempre con el mismo íntimo regusto. La Hermandad carecía de rituales, salvo una cena semanal en la que cada uno de los miembros relataba los casos más deslumbrantes de buena suerte que habían llegado a su conocimiento. Por eso, para buscar material, solían frecuentar lugares en que la suerte se manifiesta de manera más obvia: casinos, paritorios, la Bolsa de valores, competiciones deportivas, cualquier tipo de sorteo…
– Aunque, claro, la buena suerte puede darse en todas las circunstancias de la vida humana. Por ejemplo, hemos estudiado durante meses las incidencias que rodearon los atentados terroristas en Nueva York, Madrid y Londres. ¡Deslumbrante! La gente que el once de septiembre no fue a trabajar a las Torres Gemelas o perdió en el último momento el avión asesino donde ya tenían plaza reservada. Los que el día de autos no pudieron tomar el tren de Atocha como hacían cada mañana porque estaban con gripe o llegaron a la estación de Russell Square en el metro anterior al que fue dinamitado… ¡los elegidos de la buena suerte!
El Doctor, que llevaba un rato removiéndose inquieto en su asiento, creyó llegado el momento de formular su objeción:
– Pero todo eso son meras casualidades, ni más ni menos. No indican nada ni creo que haya en ellas nada que celebrar. En todos esos casos, la buena suerte de unos fue malísima para los demás, por decirlo con su propio lenguaje…
El Hermano Mayor le miró casi con conmiseración, sin irritarse siquiera.
– Usted lo llama casualidad y sin duda lo es, pero se trata de una casualidad buena, favorable, salvadora. Ya sabemos que la mayoría de los azares, empezando por nuestra propia venida al mundo, son aciagos y letales. Pero de vez en cuando brilla con luz propia uno redentor y glorioso, como un diamante medio enterrado en un montón de estiércol. A nosotros sólo nos interesa ése y nos regocija saber que está ahí, a pesar de todos los pesares, y que volverá a manifestarse cuando menos lo esperemos, una y otra vez…
– En cualquier caso no me parece posible hablar de «elegidos» de la buena suerte, porque el salvado hoy puede ser destruido mañana por otra casualidad.
– Desde luego, somos conscientes de ello. Empecé por decirles que hablar de «elegidos» era una forma antropológica de expresión, en el fondo inadecuada. Pero aun así puede constatarse que hay personas en las que la buena suerte parece complacerse especialmente, mucho más de lo que les corresponde por simple estadística… -Alzó otra vez la manita, reclamando especial atención, y luego señaló disimuladamente a un hombre alto y elegante de mediana edad que en ese momento cruzaba con paso decidido el salón rumbo a la mesa de la ruleta-. ¿Ven a ese caballero? No sé cuál es su nombre real, nosotros en la Hermandad le llamamos Narciso Bello, ya saben, como ese primo tan afortunado del Pato Donald. Pues bien, ese tipo es un caso extraordinario de buena suerte, al menos en lo tocante al juego. No creo equivocarme si les digo que gana siempre, y yo mismo, en los últimos tres meses, he presenciado cómo saltaba la banca otras tantas veces en este local. En cuanto le ve acercarse a la ruleta, el crupier se pone a transpirar…
Miró al Príncipe con provocación maliciosa e hizo un gesto de invitación como cediéndole el paso.
– Adelante, si no me crees puedes comprobar personalmente lo que afirmo. Te apuesto lo que quieras a que Narciso Bello gana también esta noche. Y créeme si te aseguro que para hacer esta predicción no confío en la buena suerte (a mí nunca me acompaña, soy igualmente desdichado en el juego y en el amor), sino que tan sólo acepto lo que sencilla pero inapelablemente me ha enseñado la experiencia.
El Príncipe le devolvió la mirada y luego se encogió de hombros. Durante un segundo, brilló en los ojos azules la chispa del reto que se acepta, el fulgor del desafío.
– Muy bien, después de todo aún no he hecho ni una sola apuesta en toda la noche. Ya es hora de empezar. ¿Te parecen bien tres de los grandes? -Ante la aquiescencia muda del Hermano Mayor, se volvió hacia la ruleta e hizo un leve gesto con la mano. Aunque el Comandante estaba en apariencia plenamente concentrado en las incidencias del juego, en realidad no quitaba ojo a la mesa de su jefe. De modo que en un momento estaba junto a él, escuchando lo que el Príncipe quiso susurrarle al oído. Después asintió y regresó de nuevo al tapete de juego. Con una leve sonrisa, su patrón se reintegró también como si nada a la charla con Gaudy-. Bueno, ya está. Alea iacta est , como dijo el gran aventurero… un precursor de vuestra Hermandad. Mi amigo nos referirá puntualmente lo que ocurra en la ruleta: puedes estar tranquilo porque en estas misiones su objetividad es total. Y ahora perdona pero hay algo que me resulta chocante. Si quisieras…
– ¡Adelante, adelante! Estaré encantado de aclararte cualquier duda… -De pronto relajado tras ver su apuesta aceptada, el Hermano Mayor era todo mieles y obsequiosidad. Pero seguía con la asquerosa gotita de saliva pegada al labio inferior.
– Pues, francamente, no acaba de encajarme Pat Kinane en todo esto. Me asombra que se haya interesado por cuestiones tan… metafísicas.
– ¿Interesarse? Di más bien que se apasionó en cuerpo y alma. En la última de nuestras cenas a la que asistió, hace dos o tres semanas, intervino contando el caso de un jockey elegido por la buena suerte y fue un auténtico éxito. Comprobamos que tiene esa facilidad céltica para narrar leyendas. En el fondo, todos los irlandeses son más o menos poetas… ¡hasta los jockeys! Lucky, ¿cómo era la historia de ese jinete que nos contó Pat? Seguro que no la has olvidado.
El interpelado dijo que, en efecto, la recordaba muy bien y que tendría mucho gusto en repetirla cuando volviera del excusado.
– Ahora debo ir a hacer algo que nadie puede hacer por mí -aclaró innecesariamente y también innecesariamente pimpante.
Gaudy le miró alejarse y suspiró.
– Como habrás notado, mi amigo Lucky es un imbécil aunque él crea que es humorista y hasta poeta. Pero Lucky no tiene nada de irlandés, pobrecillo… Sin embargo, su memoria es realmente asombrosa. Comprende poco pero nunca olvida nada, ni importante ni trivial. Yo lo utilizo como si fuera mi agenda y no me falla jamás. ¿No has advertido que los tontos suelen tener muy buena memoria? Debe de ser un mecanismo de compensación natural… En cualquier caso, la desgracia es que no saben qué hacer con todo lo que recuerdan.
En cuanto volvió a sentarse a la mesa, Lucky empezó su narración, es decir, la transcripción memorizada de la de Kinane. Resultaba patente que repetía no sólo datos sino giros y expresiones que había escuchado al otro. Hasta los gestos de sus manos gordezuelas y el tono de su voz parecían ajenos, impregnados de una elocuencia que no le pertenecía. Aunque nunca le había tratado personalmente, el Príncipe estaba seguro de que Pat Kinane hablaba precisamente así.
– El jinete se llamaba Johnny Longden y era inglés aunque desempeñó su oficio en Estados Unidos. Realmente uno de los mejores, comparable a Eddy Arcaro o Bill Shoemaker. Su mayor momento de gloria fue cuando ganó la triple corona americana con Count Fleet , en 1943, pero anotó muchos otros triunfos importantes en su palmarés. Montó durante cuarenta años y se retiró en 1966, cuando ya tenía casi sesenta. Había logrado un total de seis mil y pico victorias, lo que le consiguió un puesto en el Hall of Fame del museo hípico de Churchill Downs. Después se dedicó a entrenar, también con éxito: veintiséis años después de haber ganado el Derby de Kentucky como jockey volvió a ganarlo como preparador con Majestic Prince . Nadie ha repetido la hazaña. Por eso la pista de hierba del hipódromo de Santa Anita, en California, lleva su nombre. -De vez en cuando Lucky cerraba los ojos para atrapar el dato que se le escapaba y construía sin fallos las frases, pedantemente, como si las leyera frente a él en una pantalla, escritas por otra mano más culta que la suya-. Pues bien, siempre se dijo que, aparte de sus indudables habilidades profesionales, Johnny Longden gozaba de una suerte realmente asombrosa. Envidiable, desde luego. Y no sólo en los hipódromos. Su buena fortuna llegó a convertirse en una especie de leyenda…
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