Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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En tres grandes mesas redondas, cubiertas de fichas multicolores y de ceniceros en forma de herradura, tenían lugar animadas partidas de naipes. Los jugadores hacían frecuentes comentarios en voz alta pero siempre risueña, sin ninguna brusquedad en el tono. De vez en cuando se oían bromas y carcajadas más o menos estrepitosas, hasta hubo aplausos irónicos para un afortunado que arrastró hacia sí un buen montón de fichas del centro de la mesa. A uno de los costados estaba la ruleta, especialmente concurrida por apostantes y mirones, de la que llegaban con regularidad las voces tradicionales: «Hagan juego… hagan juego… ya no va más.» También allí el clima era más bien familiar, nada tenso ni dramático, aunque con el justo punto de emoción ocasional que realza el sabor adictivo de ese tipo de locales. En el centro de la sala estaba, sin embargo, la principal atracción de la casa: una especie de carrusel donde giraban en perpetua e inútil persecución mutua una hilera de caballitos metálicos. Cada uno de ellos medía no menos de treinta centímetros y estaban realizados con auténtico primor artesano, diferentes en la posición de galope, en la actitud de los jinetes y en los colores de sus chaquetillas pintadas evidentemente a mano. La carrera circular tenía lugar de cinco en cinco minutos, que los clientes aprovechaban para hacer sus apuestas. Después sonaba un alegre carillón y comenzaba la rueda, de medio minuto de duración, muy rápida al principio y que se iba parando poco a poco: el ganador, naturalmente, era el caballo que quedaba más próximo al poste de la meta, coronado por una lucecita roja. Alrededor de ese hipódromo giratorio había varias parejas jóvenes, que animaban a sus favoritos con gritos y gestos o se besaban para celebrar una victoria. Quizá no fuese el juego que convocaba a mayor número de parroquianos, pero sin duda era el más bonito y servía a modo de emblema del local.

Los cuatro recién llegados deambularon un poco de aquí para allá, inspeccionando con atención manifiesta los espacios de juego y de manera más subrepticia al personal que intervenía en cada uno de ellos. Luego se fueron dispersando. El Profesor optó de inmediato por situarse junto a los caballitos, viéndolos girar y soñando con lo estupendo que sería instalar algo parecido en su cuarto de estar. «Si yo tuviese algo así, ya no saldría de casa», se decía, con arrobo. En cambio, el Comandante fue atraído sin resistencia ninguna por la ruleta y a los cinco minutos ya estaba en posesión de un puñado de fichas y apostaba con entusiasmo, sin dejar de silbar entre dientes «Cita en Las Vegas». En cuanto al Príncipe y al Doctor, tras un breve recorrido se quedaron detenidos junto a la mesa de póquer. Allí llevaba la banca y desde luego la voz cantante una señora enteca y hierática, estrictamente revestida con el luto profesional de las viudas más integristas que solamente aliviaba la doble vuelta de un soberbio collar de perlas. Mezclaba, cortaba y repartía los naipes con una infalible precisión que habrían igualado pocos prestidigitadores y muy raros tahúres. El resto de la mesa la consideraba con un respeto temeroso y también con ese punto de resignación con que acatamos el fastidio de que en todo haya superdotados.

– ¡Vaya dominio! -le comentó con admiración de entendido el Príncipe al Doctor.

– Reconozca que no ha visto nunca destreza semejante. Doña Pía es realmente única.

Quien acababa de hacer este ditirambo era un tipo rollizo y bajito, cuya calva rosácea parecía el culito casi masticable de un bebé. Por supuesto, el Príncipe mostró inmediatamente su acuerdo.

– En efecto, antes de jugarme los cuartos con esa doña Pía, me lo pensaría mucho. No sólo tiene cara de póquer, sino hasta cuerpo de póquer. ¡Y cómo maneja las cartas!

– Con decirle que la llaman Pía Baraja… -El amistoso compadre lanzó una triunfal carcajada, que sus oyentes acompañaron con una risita tan cortés como escasa-. Oiga, ¿por qué no se vienen ustedes a tomar una copa con nosotros? Parece que mi amigo Gaudy le conoce a usted.

De modo que el Príncipe y el Doctor le siguieron hasta una sala contigua, en cuyas mesitas no se jugaba pero se bebía y se tomaban snacks . La más próxima a la puerta, estratégicamente situada de tal modo que permitía vigilar casi en su totalidad el salón principal, estaba ocupada por un barbudo de blanca melena profética y gafas oscuras. Se puso en pie para saludarlos sin que ello aumentara demasiado su estatura porque era un liliputiense, aunque su ancho torso y cabeza patricia no lo revelaban a primera vista. A su lado, incluso el calvo parecía un jugador de baloncesto, lo que no impedía que evidentemente le profesara una indudable veneración.

– Éste es mi amigo Gaudy.

– Encantado, siéntense, por favor. ¿Qué quieren tomar?

Realizadas que fueron las presentaciones y tras haber encargado las copas, el Príncipe tomó la iniciativa.

– Me ha comentado Lucky -tal había resultado ser el nombre de su enlace- que usted me conoce ya.

– ¿Eso le ha dicho? ¡Este Lucky…! No, a usted no tengo el gusto de conocerle, aunque le he visto un par de veces de lejos y sé que se llama Samuel Parvi. Pero a quien traté bastante en cambio fue a su padre. Al Rey… -La voz del enano se hizo más opaca, como si se envolviera en terciopelo negro-. He oído que falleció… Es decir, que le mataron.

– Así es. Hace ya tiempo.

– ¿Una trampa? ¿Una emboscada?

– Más o menos.

Gaudy suspiró, agitando con pomposo fatalismo su envidiable cabellera. Luego, como quien establece un axioma:

– Sin traición de por medio, no hubiera sido fácil liquidar al Rey.

El Príncipe asintió con un leve movimiento de cabeza. Tras un par de nuevos suspiros, Gaudy prosiguió:

– Y dime, Samuel… Porque puedo tutearte, ¿verdad? En nombre de la vieja amistad con tu padre me permito llamarte de tú. Pues dime, Samuel: ¿qué te trae por aquí? ¿Eres jugador? Recuerdo que a tu padre no le gustaban los juegos de azar, sólo apostaba a los caballos…

– Me temo que yo soy bastante más ludópata que él. Siempre estoy a la busca de nuevos antros de perdición…

Lucky se frotó las manos gordezuelas con regocijo y metió baza:

– ¡Las ganas de perdición son lo último que se pierde…!

Probablemente se consideraba un legítimo heredero de Oscar Wilde. La mirada que le dedicó Gaudy demostraba bien a las claras, en cambio, que no compartía un criterio tan optimista.

– Fue un amigo del hipódromo quien me habló de este sitio: Pat Kinane.

Gaudy sorbió un trago de su whisky y luego alzó los ojos al techo, a la vez reflexivo y pulcramente gozoso.

– ¡Ah, el querido Pat! Es buen amigo nuestro. Siempre me ha sorprendido lo articulado y agudo que resulta a veces, a pesar de ser jockey. Bueno, no pretendo menospreciar a nadie, entiéndeme, pero he conocido a bastantes de su gremio y…

– Hoy no le veo por aquí -comentó el Doctor en tono casual.

– No, la verdad es que hace semanas que no viene. Y tampoco asistió a la cena de la Hermandad, el jueves pasado.

– ¿La Hermandad? Perdona, Gaudy, pero… ¿a qué Hermandad te refieres?

Aunque pretendieron disimular su interés, tanto el Príncipe como el Doctor se habían inclinado atentos hacia delante. Lo cual desde luego no se le escapó al gnomo, que los miró con los ojos entrecerrados y prolongó su silencio, mientras sonreía.

– Pues… nuestra Hermandad. Por lo que veo vuestro amigo Pat nunca os habló de ella. Muy discreto por su parte, ¿eh, Lucky?

En tono confidencial y reverente, el calvo apostilló:

– Gaudy es el Hermano Mayor.

– Vaya, Lucky, tú en cambio nunca serás acusado de callarte lo que sabes. ¡Hermano Mayor, qué paradoja! Debo de ser el Hermano Mayor más pequeñito del mundo… -Después palmeó la mesa con sus manitas de marioneta, como para despertar a sus oyentes-. ¡Eh, vamos! No pongáis esas caras de intrigados. Con esto de la moda esotérica seguro que estáis pensando que somos una secta satánica o algo parecido. ¡Uhhh, los templarios, la Santa Compaña, los adoradores de Belcebú…!

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