Aceptó con evidente regodeo las muecas divertidas pero algo embarazadas del Príncipe y el Doctor.
– Me parece que cuando os lo cuente vais a llevaros una decepción. De modo que, a lo mejor, será preferible que no os diga nada más. ¡Son tan bonitos los enigmas y tan tristes las soluciones que los aclaran! -Se rió con malicia aunque sin perder la cordialidad-. Pero no, tranquilos, no voy a pasarme de misterioso. Eso sí, tendréis que dejarme que cuente la cosa a mi manera. También yo tengo derecho a disfrutar un poco… Para empezar, ¿qué sabéis del azar?
Como resultaba evidente que no esperaba ninguna respuesta convincente, el Príncipe se limitó a hacer un amable gesto de sorprendido desconcierto. El orador se esponjó de gusto, dentro de lo que sus limitaciones físicas permitían tales engrandecimientos.
– Primero, un poco de erudición. A ratos me gusta la pedantería… aunque sean ratos cortos, que nadie se asuste. La palabra «azar» viene del árabe. Unos dicen que su origen es el nombre del castillo de Hasart, que allá por el siglo XII se elevaba en algún lugar de Siria, cerca de Alepo. Los castellanos debían de ser gente muy aficionada a juegos y apuestas… Vamos, digo yo, porque en realidad sólo conozco el nombre del lugar. Claro que no faltan quienes suponen que la etimología de la palabra hay que buscarla en otro término arábigo, al sar , que significa «el dado». De modo que vale la conjetura de que en el castillo de Hasart se jugaba a los dados y así todos contentos, ¿no?
Salvo Lucky, que parecía estar pasándoselo en grande aunque debía de haber escuchado ya la lección más de una vez, el resto de los contertulios presentaba a esas alturas un aire de cortés resignación. El improvisado conferenciante alzó un dedito admonitorio.
– Pero venga de donde sea la palabra azar, la idea o, si preferís, el concepto que expresa es desde luego mucho mas antiguo. Probablemente uno de los más antiguos de la humanidad y sin duda el primero con el que los incrédulos se enfrentaron a la tradicional creencia en los dioses, sus designios y su providencia. Porque hablar de azar, de la casualidad, la suerte, el hado o la fortuna… todo son formas de negar que haya razón o propósito divino, y mucho menos justificación moral, en lo que acaece en nuestras vidas.
– Si no recuerdo mal, también la Fortuna y el Hado fueron dioses… -arguyó el Príncipe.
– ¡Vamos, amigo mío! Tampoco habrá olvidado que los impíos revolucionarios jacobinos desalojaron el altar mayor de Notre-Dame de sus hostias y vírgenes para entronizar a la diosa Razón, representada por una actriz ligera de ropa. Para ser eficaces, los comienzos de la lucha contra lo establecido y tradicional deben adoptar formas superficialmente semejantes a lo que combaten. Los humanistas del Renacimiento no paraban de invocar a la diosa Fortuna a fin de hacer menos patente que no sentían devoción por ninguna otra divinidad de las realmente veneradas… ¡salvo por aquella que las desmentía a todas!
El Doctor se sentía evidentemente un poco incómodo envuelto en tanta mitología.
– Pero ¿no era el azar o la suerte una especie de predestinación para los antiguos? Algo así como la causa que invocaban cuando no sabían qué causa invocar. Y creo que hoy sigue funcionando igual para nuestros contemporáneos más supersticiosos…
El Hermano Mayor enano le interrumpió con brusquedad y bastantes malos modos. Era evidente que disfrutaba mucho más dando lecciones magistrales que contestando objeciones.
– ¡Ni mucho menos, nada de eso! ¡Como si los grandes maestros del pasado fuesen imbéciles! ¿Acaso era imbécil Lucrecio, para quien sólo la noción de azar acaba con la superstición porque excluye todas las razones fundadoras y cualquier ordenamiento intencional del mal llamado cosmos? ¿O Pascal, que atinadamente consideraba la opaca y ciega casualidad el reverso infernal de Dios? Señor mío, se diría que confunde usted lo radicalmente aleatorio con el horóscopo de las revistas o la buenaventura de las gitanas…
Se había encrespado tanto que se le erizaba la copiosa barba y parecía lanzar chispas, como si estuviese sometida a electricidad estática. De modo que el Príncipe optó por suprimir la polémica y pasó a interesarse mansamente por la doctrina.
– Creo entender por tanto que su Hermandad rinde algún tipo de culto o veneración al azar…
– ¡Pues entiende usted muy mal! -Gaudy se mantenía en pie de guerra, aunque se iba tranquilizando poco a poco-. Mire, sigue usted creyendo más o menos que el azar es para nosotros una especie de divinidad, en vez de lo antidivino por excelencia. Fíjese, hombre, y se convencerá: en el azar no hay nada que adorar o que reconocer porque precisamente el azar consiste en negarse a cualquier adoración, a cualquier reconocimiento y sobre todo a cualquier explicación última. ¡No hay razón de nada, todo es sin por qué o porque sí, como prefiera!
Había alzado agudamente la voz casi hasta el chillido, lo que sobresaltó a un viejo camarero y puso en riesgo de derrumbe las copas y la botella que llevaba sobre la bandeja.
– Pero entonces ustedes… Es decir, esa Hermandad…
– No se apresure en sus conclusiones. Hay más. Ya le advertí que debía dejarme contarle las cosas a mi modo. -El irascible liliputiense había vuelto a tratar de usted al hijo de su viejo amigo, por lo visto como consecuencia del distanciamiento producido en la viva discusión. Pero su tono iba haciéndose de nuevo amistosamente familiar-. Mira, la casualidad o el azar son el marco general de cualquier concepción del mundo no supersticiosa. No se trata de ningún dogma que afirme o justifique nada, sino algo parecido a llevarse el dedo a los labios y decir «¡Chiis…!» a la barahúnda cacofónica de los dogmas vigentes. Sin embargo, aunque uno renuncie a la Providencia o a la Sabia Naturaleza que todo lo planea (y que son lo mismo), todavía queda lo más irrefutable, lo que nadie puede negar aunque carezcan de explicación última: los hechos. Esos hechos azarosos que nos construyen o destruyen, que juegan a nuestro favor o en nuestra contra. -Se agitaba en la silla como presa de picores, mientras sus piernas, que no llegaban ni mucho menos al suelo, lanzaban bajo la mesa patadas al aire-. Y de tales hechos nos interesan, ¿qué digo nos interesan?, nos fascinan unos cuantos en especial, aquellas casualidades que nos salvan de improviso o que nos proyectan a la gloria, esas que representan lo mejor que puede pasarnos, sin vulgares moralismos ni interesadas meritocracias, o sea, por decirlo en dos palabras: la denominada buena suerte. Ahora se lo puedo decir ya: la nuestra es la Hermandad de la Buena Suerte.
Gaudy marcó un silencio solemne, como si acabara de pronunciar una palabra mágica o de realizar un arriesgado juego de prestidigitación con perfecto resultado. Se le quedó, como siempre que acababa de hablar, una visible perla de saliva en el labio, repetida circunstancia que al Príncipe llevaba desagradándole desde hacía rato. Por decir algo y mostrar aplicación, recapituló:
– Vaya, conque se trata de eso. De modo que ustedes consideran que son especialmente afortunados…
Esa observación volvió a encrespar al diminuto Hermano Mayor.
– ¡Claro que no! Entre nosotros hay gente con suerte favorable y otros a los que no les sonríe jamás, como en cualquier colectivo humano. ¿Acaso le parece que yo he tenido buena suerte naciendo con este cuerpo de alfeñique?
– Pues entonces no entiendo…
– Creo que no entiende porque no tiene paciencia para dejarme que le explique las cosas del todo. Nosotros no somos más propicios a la buena suerte que los demás, ni podemos conseguirla ni invocarla en modo alguno. Nos limitamos a celebrarla. La suerte es insobornable y automática: precisamente consiste en el automatismo de un mundo sin por qué. Pero de vez en cuando, todos los días, a cada momento, la buena suerte ocurre. Llega sin mirar a quién le toca, de modo perfecta y gloriosamente amoral. Y nosotros celebramos esa aparición cada vez que podemos constatarla. Ciertos pueblos primitivos rendían culto al sol, que sale cada día para iluminar a los santos y a los canallas, a los tristes y a los felices. Pues bien, la buena suerte es como el sol para nosotros. Algo radiante e implacable. Y de vez en cuando se diría que siente predilección por alguien y le distingue con sus visitas más frecuentes. Es sólo una forma de hablar, naturalmente, algo que intenta expresar nuestra limitada perspectiva antropomórfica…
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