Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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Elías Canetti es un judío machista. No lo digo como insulto, sino como definición. A pesar de que los judíos están hechos a ser más insultados que nadie, por más tiempo y con una incomparable abundancia, por sus propios profetas. Si hablo de Canetti es porque traje conmigo un libro de sus Apuntes . Hoy he encontrado éste: «La escritora dice: He pedido prestadas cada una de mis líneas. Todos los que las prestaron me quieren. Me he vuelto famosa. Fue sumamente fácil. Basta con no decir nunca nada que no sean las líneas prestadas. El silencio es poderoso. ¡Cómo estas líneas halagan a quienes me las prestan! Nunca les parezco aburrida. Me prestan su importancia. Quien conoce la munificencia de la vanidad jamás se equivoca.

«También he estado en varios lugares. Eran lugares selectos, como la gente a la que pedía los préstamos. Todos esos lugares constituyen mi biografía. No pueden ser demasiados. Son lugares célebres que todos recuerdan fácilmente. Su fama ha pasado a mi nombre.»

¿Podría referirse a mí? No lo creo. Está escrito en 1966, recién nacida yo. O casi. Claro, que a los judíos, tan hechos a sus profetas y por sus profetas, tan hechos al «maldito fuego fatuo» de su mesías, a lo mejor algo se les contagia. De todas formas, en esas líneas no me reconozco; pero ya no me reconozco en ningún texto, ni en los míos siquiera. Tampoco en un espejo. Me encuentro desdoblada y hundida si es que las dos cosas son a la vez posibles. Sé que hay escritores -quizá también yo en algún momento- que se cumplen sólo escribiendo, que se desahogan escribiendo, que sustituyen el fervor y la palpitación y el riesgo de la vida por aquello que escriben: es más cómodo y menos peligroso. Pero también sé que muchos hay que opinan que vivir no es sólo una cosa para nuestros criados, sino que puede ser, al contrario de lo que se cree con mayor frecuencia, un sustituto osado y temerario de escribir o pensar… Ignoro todavía cuál es mi caso, y ahora ya no tengo la menor curiosidad por comprobarlo. Pero, lo mismo que hay cirujanos que se jubilan por no sentirse ya capaces de actuar en el quirófano, o toreros que se retiran porque su valor o sus facultades han decaído casi sin percibirlo, o trapecistas sin red que se apean y ponen para siempre en el suelo los pies, también podría haber escritores que se apartasen de su vida ficticia, que no es otra cosa que transcribir la vida verdadera… Es lo que he hecho yo. Ahora estoy sin ninguna. Al contrario de lo que creían los románticos, ningún verdadero escritor ama ese riesgo, esa zozobra mortal que es la vida. Ni Byron ni mucho menos Hemingway. ¿Tiene bastante el escritor auténtico con la angustia y el riesgo de escribir? Ahí está su peligro, su arena, su trapecio, su quirófano. Y también su tentación de retirarse a descansar. O a vivir sin tener que contarlo. O a amar sin tomar nota de una declaración de amor que hace, y le parece buena para ponerla en boca de un personaje suyo. Porque se corre el riesgo de que aquel a quien amas, o lo crees, te dé por celos una bofetada. Por celos de la literatura, qué sandez.

Sin cesar se repite que una imagen vale más que mil palabras. Como si no fuesen las palabras quienes suscitan la imagen, y ésta, sin aquéllas, un fogonazo que pronto se diluye. Como si la reiterativa frasecita, para existir, no necesitase siete breves palabras. Un objeto, sin la palabra que lo nombra ¿qué es? Algo huérfano, intransmisible de una a otra mente salvo a través de una morosa descripción que requiere a su vez más palabras… El idioma es un vehículo, sí, pero algo más también: un sistema circulatorio de raíces y arterias que nos incorpora la antigua sangre de que descendemos. Una vía de comunicación, sí; pero también una vía de conocimiento. Y una compañía infinita. ¿Por qué, si no, me alimento y me protejo trazando palabras, sin saber bien cuáles ni por qué, en estos papeluchos?

Hay, sin ir más lejos -y necesito, para no morirme de asco o de pena, repetirlo hoy-, una palabra que resume la mayor parte de cuanto amé y necesité. Es el verbo comunicar: hacer partícipe a alguien de lo que se sabe o se tiene o se echa en falta; manifestarse o descubrirse; conversar, acompañar, contagiar sentimientos a alguien, o tomar su parecer… Casi todo lo que amaba y necesitaba… La comunicación más alta posee el don de despertar en otro el sentido de quién es y contribuir a que se reconozca. Lo mismo que el amor, si es que es algo: un trabajo que contribuye a que otro se realice y que a su vez realiza a quien lo hace. Es ese vaivén recíproco lo que me movía a escribir. Y para eso, para que la comunicación brote, se requieren personas diferentes y, al menos, el asomo de un idioma común. Aquí, fuera del mío, lo percibo más que nunca. Un idioma consiste en mucho más que un vocabulario… Pero qué difícil ordenar el caos de la vida con la mera palabra. Por eso el arte es como la vida, pero no es la vida. Cada escritor la describe a su modo: una realidad ya digerida. Pero ella es múltiple, huidiza, falsa, irrepresentable, superior a nuestros bocetitos. No tiene un sentido ni un propósito que podamos captar. La imitamos y la empequeñecemos para que quepa en el minúsculo guardapelo de nuestras frases. Y el orden artificial que introducimos en ella, como entomólogos, viene dado por la previa intención, o por nuestro método, o por nuestra inspiración, inverosímil en el mejor de los casos.

Hubo un tiempo en que pensé que el ser humano, al inventar la palabra, inventaba a la vez lo que quería decir. O que la necesidad de sentir algo, de introducir una peculiaridad nueva en la vida, requería un sonido o una modulación nunca antes escuchada, un nuevo esfuerzo de la garganta que lo pronunciase. Pensaba entonces que el ser humano era algo sobrenatural: que un náufrago ahogándose en el mar es más grande que el mar, porque el náufrago sabe que se muere y el mar no sabe que lo mata. Eran tiempos distintos para mí: tampoco yo sabía que me ahogaba. Tampoco yo sabía que no poseemos un idioma, como suele decirse, sino que él nos posee. Y que es preciso obedecerlo y abandonarse a él y dejarse utilizar con docilidad por él… No existe otra manera de escribir. Es imposible hacerlo en una lengua por la que no nos sintamos poseídos, transidos, penetrados. Y en la que penetremos a la vez, como en un bosque. Nacimos dentro de él y nos envuelve: lo reconocemos, lo venteamos, lo intuimos… Ahora mismo disfruto perdiéndome entre él… A él estamos habituados, a sus inagotables andurriales, a su regocijo, a su esplendor sombrío y deslumbrante, a sus sorpresas que en ocasiones presentimos y en ocasiones nos desconciertan y conmueven… Fuera, me hallo perdida en un bosque semejante al mío, pero no el mío: el italiano. Quizá por eso me estoy poniendo tan cargante que me aburro a mí misma.

«La escritora dice -escribe Canetti-: He pedido prestadas cada una de mis líneas.» Un corte de manga para Canetti. Y para esa escritora del carajo. Porque cada escritor, como un obrero cualquiera, tiene sus deformaciones profesionales. Sabe o debe saber que escribir literatura no es importante comparado con otras ansiedades. Sabe o debe saber que eso que, con tanta desmedida, llama crear, no es más que un acto de moderación: la vida es un exceso que sólo en el exceso inexplicable puede existir de veras. Y el escritor, infortunado, se propone contarla. Es decir, se pone a cantar lo que apenas sí sabe balbucir. Y, con bastante frecuencia, ha de huir de la vida para verla mejor, para que sus altos verdes árboles no le impidan adivinar el bosque. Ese es mi caso ahora, pero no veo nada.

El escritor, y la escritora también, señor Canetti, sabe que serlo es menos admirable que otra cosa cualquiera, y sabe que lo suyo no es una vocación sino un destino. En otro caso, es tonto del culo. A él se le trajo al mundo, en el que apenas cree, para escribir, no para que además le guste escribir. Tiene la obligación de hacerlo, y de hacerlo lo mejor posible, pero no la de estar orgulloso ni alegre por hacerlo. Sucede como si de continuo una voz le dijera: «Sigue tu camino, deprisa; si no, no llegarás.» «Pero ¿adonde debo llegar y cuál es mi camino?» «Tú, sigue, sigue, sigue…» Y él sigue, como un caballo que ha perdido a quien lo montaba y persiste, no obstante, participando no le importa ya en qué carrera. Se refugia en la vieja leyenda exculpadora: «¿Dónde vas?» Le preguntaron a Itzig, el jinete. «No lo sé -respondió-. Preguntádselo a mi caballo.» El escritor sabe o debe saber-Flaubert lo supo- que la palabra, su único instrumento, acaba por ser sólo un caldero rajado sobre el que tocamos musiquillas para que baile un oso… Cuando lo que queríamos era enternecer a las constelaciones. Vaya un chasco.

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