Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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Junto al antiguo quiosco, enclaustrado tras una valla, el nuevo: desdeñoso, «municipal y espeso» habría dicho Rubén. Una vieja, por encima de la música, sola, gritaba desesperadamente: «¡Alexandra, Alexandra!» Me empujó una negra pelirroja cogida, agachándose, del brazo de un maduro bajito. El coro había cantado a Monteverdi. Ahora empezaba a cantar «Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca». Estuve a punto de gritar yo, como la vieja humilde. Una pareja, con trajes dieciochescos, posaba ante un fotógrafo ambulante. Otra, esperaba para ponerse los disfraces y a su vez retratarse con miradas idiotas y risas de Goldoni. Se abría paso una manifestación contra la caza en el Véneto. «La cacería uccide l'amore», creo que decían las pancartas numerosas en medio de globos amarillos. Otras, se levantaban a favor de los pájaros migratorios, de las ballenas, de los osos panda, de todos los animales menos del hombre y la mujer. La gente cantaba a gritos y aplaudía, no sé si al coro o a los manifestantes o a los muchachos amigos del difunto. Quizá murió en un accidente de caza… Unos turistas, medio extraviados o bebidos, procuraban no perder del todo a su guía, que levantaba una banderola bermellón, con la que el dulce aire de la tarde jugaba y se divertía. El ataúd fue por fin embarcado. Dos chicos, de unos diecisiete años, se abrazaron llorando. Otros regresaban del canal con rostros descompuestos, atravesando aquella fiesta sin justificación. Alguien dijo a alguien que el que iba dentro del ataúd había muerto en un accidente de moto… Yo necesitaba salir de allí, de aquella turbamulta, de aquel decorado valleinclanesco y terrible… Pero aún tenía que atravesar, sin más remedio, el concurso nacional de cinofilia italiana. Sentí sobre mis hombros las manos de mi perro Mambrú, recién muerto como todo lo que amo: ¿todo lo que amo todavía? Recordé, con ojos mojados, su necesidad de mí; quizá no lo había acariciado de forma suficiente: nunca hice nada bien… Conservo sólo sus medicinas últimas: es todo. Miré lebreles, teckels de pelo duro, perros húngaros con sus lanas de rastafaris, un galgo interminable, un diminuto perrillo despellejado dentro de una bolsa, un sharpei cuya piel parecía otra bolsa aún más grande… El ataúd ya surcaría el canal bajo el Puente de los Suspiros. No sé si lo que yo pretendía era llegar a San Vidal con su modesta torre. No sé tampoco si para oír a Vivaldi, a quien veía anunciado, o para sentarme en silencio y expirar. Lo que no pretendía era contemplar sus mármoles blancos ni sus convencionales pinturas de Pellegrini: todo era un decorado con una buena acústica… Pero aún faltaba por atravesar otro puesto de flores. Nuevamente las flores, la exaltación, el retumbante gozo de la vida. El cebo y el artificio de la vida. Pacíficos, alegrías, gardenias, gladiolos y simientes: las simientes de todo lo que exhibía aquel jardín portátil… No me queda a mí tiempo para simientes ya. Bajo tanta dulzura que levemente palidecía, tanto hervor insoportable de la vida, la vida, la vida, yo me sentí morir. Coloqué mi culo en unos escalones, recliné contra un húmedo muro la cabeza, cerré los ojos, traté de cerrar los oídos también, me defendí de todos mis sentidos y procuré morir. Y procuré morir con todas mis fuerzas. Pero con resultados pésimos.

Sólo mucho después llegué a esta casa. Desangelada y fría, como yo. Por eso sigo en ella. Hay más gente, pero no la conozco.

Ahora todo reposa en un aire casi familiar. Como si nunca hubiese dejado de cruzar el puente delle Maravegie . Como si siempre hubiese frecuentado la librería Toletta, junto al río del que tomó su nombre, y atisbado, por encima de un murete, las madreselvas, las celindas y el tulipero africano que se ocultan a medias tras de él… ¿Todas las calles se asemejan? ¿O quizá es que me parecen a mí todas iguales? Yo aseguré, no sé dónde ni cuándo, que la última ciudad donde podría escribir o refugiarme sería Venecia. Tiene razón quien dijo que hay que callarse antes de haberlo dicho todo, aunque algunos lo han dicho todo aun antes de empezar: yo, por ejemplo. Venecia se parece tanto a sí misma que yo me pierdo siempre si es que voy a un sitio concreto, lo que dudo. Máscaras de carnaval en todas las tiendas, dentro y fuera, souvenirs, más souvenirs, la exhibición indecorosa de recuerdos que no sirven de nada, góndolas, gondoleros, silbidos, aguas sucias, puentes breves y angostos, más Venecia, la mugre, el fasto, la cochambre, el lujo inasequible e incansable, y Venecia otra vez, la misma siempre…

Por el Sotoportego dei Nobili , después de la calle Lombardos, la Torre de Lombardos, el Campo de San Barnabe, con su desolada iglesia que nadie considera y su puerta hacia la calle de la Boteghe, una ristra de anticuarios inútiles y unos grandes grafitis de todos los colores. Y en la del Fabre o del Capeler o sabe Dios qué nombre, mi taberna do Farrai, donde tomo a veces vino y a veces inicio una aventura que no concluye nunca. Bastante aventura tiene la gente ya con vivir en Venecia… Miro el escaparate de un quincallero de bronces mínimos y polvorientos, siempre inmutable; atravieso el Campielh de Squellini , para salir detrás a la calle de la Madona. Es donde ahora estoy y escribo, cuando me da la gana, páginas incomprensibles como ésta.

Mis dos habitaciones dan a una plaza pequeña y silenciosa. Cinco plátanos les proporcionan sombra a un bar, a una fuente y a dos bancos. Es ése mi paisaje. A él da una calleja sin salida, que tiene el rico nombre de Ramo del Pozzetto . Por el lado opuesto, la Universidad Ca Foscari, con su patio modesto y respirable de rosas de pitiminí, y su restauración correspondiente. Quizá yo sea lo único que en Venecia no se está restaurando… Por descontado, el río Foscari y el puente Foscari. A la izquierda un jardín entrevisto con digitales púrpuras y un árbol de aligustre, un ciprés, dos palmeras. Y la calle Larga Foscari, como para no confundirse con una onomástica excesiva. Quizá se oyen los sones de una guitarra y de un acordeón, pero yo no hago caso: no tengo el coño para ruidos. Por la estricta calle de Dona Onesta , llena de tiendecillas frente a un jardín discreto, el río Fraseada. Y en seguida, la trattoria en la que como mal. Y muy cerca, la calle del Cristo, parda y umbría y gris y desconchada, con otro comercio, la Bomboniere por mal nombre, donde venden, cuando venden, collares, cristales barrocos, que yo no puedo ver a menos de dos metros sin estremecerme… Sale nada menos que al campo dei Frari, con su basílica de Santa Maria Gloriosa, donde se mezclan con habilidad el ladrillo y el mármol rosa o blanco. Sé que el campanile es del siglo XIV, y que esta tarde hubo una boda allí con arroz suficiente como para invitar a paella a todos los que concurrían. Cuando por fin desaparecieron, entré sólo un momento. Quería comprobar una vez más cómo la austeridad del gótico se puede convertir en un barroco funerario. Todo es riqueza entre los frari: tan pordioseros y tan mínimos por los huevos. Tizziano, Vittoria, Canova… Y en el altar mayor, la grande Asuntione, María Gloriosa. Todo entre los frari es humildad, paciencia y escasez. Ya, ya.

Agotada por la pompa y el venecianismo insaciable, me he visto obligada a sentarme en un café: Juan Pesaro Dux. Lo atienden una bellísima veinteañera de ojos verdes rasgados y, misteriosamente, inesperadamente, la camarera generosa del día de mi llegada. Ella me reconoce. Se llama Nadia. Me presenta a su amiga Bianca. Promete ir a verme dentro de muy poco. Observo cómo se miran, de vez en cuando, mientras van y vienen. Percibo físicamente esas miradas: sólidas, expresivas, trashumantes de vez en cuando pero certeras siempre. Las envidio. Si las hubiese conocido antes, cuando pude elegir uno u otro camino… No, no te engañes, Deyanira o como ahora te llames, no te engañes: tú no has podido nunca elegir un camino. Te empujaron, o te empujaste a ti misma siempre: en el oficio y en el corazón. La adolescencia y la juventud no están ya aquí contigo. La prueba es que te sientes obligada hasta tal punto que llegas a amar tu soledad y tu desamor. Sabes que ése es tu oficio, y, si te ofrecieran otro, no sabrías cumplirlo. Tomaste a ciegas, de todo corazón, tu oficio de amante y de escritora. Es demasiado tarde para que aprendas otro. Llevas representando tanto tiempo éste, el de sobrevivir… Te asustaría tener alguien al lado que te ayudara a obtener tu placer. Cualquier placer que fuese: ni siquiera llegaste a saber cuál.

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