Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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Por fin una señal de prohibición. Eccetto autonezzi autorizzati . Se recomienda entrar por la puerta central. Corro o procuro correr. Entro. Me llaman la atención el cristal y la madera abuhardillada del techo: un dato humano. Desaparecerá cuando el autor del Guggenheim de Bilbao reforme el edificio… Pero tengo demasiada prisa. A la derecha, el ristorante Brek ; a la izquierda, los mostradores de chequeo. Me he dejado -no estoy segura, pero qué si no- la tarjeta de embarque, junto a los somníferos, en el camarote del barco. Lo sé. Lo sabía: no puedo viajar sola, soy una pobre desgraciada. Todo es un puro lío en italiano, lleno de dobles tes y dobles zetas. Me pelotean de una en otra ventanilla, de una cara aburrida a otra más aburrida. Y en domingo. Por fin, la compañía que ha de llevarme: «Dará la comunicación en el mostrador de tutti vuoli .» Mi avión está llenándose. Tendrán que sentarse todos los pasajeros y ver si existe un hueco. Mi maleta está embarcada ya: se encargaron, claro, los del barco. Los de aquí se verán obligados a hacer recuentos, a llamar al pasajero al que pertenece, o a bajar la maleta, en último extremo. El avión anuncia su salida sin embargo… No sé por qué me fijo en el anuncio de un banco. Es un piano tocado a ocho manos: « Ció que sappiamo fare bene da solí, lo faviemos meglio Ínsteme .» Pienso que acaso tienen razón. Sin embargo, en alto, muy en alto, digo: «Una mierda como una catedral.» Habría preferido que, al llegar yo, el avión ya hubiese despegado; quedarme con esa sensación de que ha acabado el tiempo, de que ha acabado mi obsesión, mi oportunidad, una etapa de mi vida, quizá mi vida entera… ¿Qué hacer con el tiempo sobrante, tan escaso hasta ahora? Pero no: ahora me espera una larga serie de preguntas, de diligencias, de desesperaciones. Comencé, muy despacio, por la primera: la gestión de enterarme de qué había sucedido… Como si no lo imaginara.

El avión lleva dos horas y media sin salir. Están embarcados todos los pasajeros menos uno. Mi equipaje no ha sido identificado. Forma parte del conjunto del crucero. Y sólo una maleta lleva mis datos; la otra, con las cosas de última hora compradas ayer, no. Dan mi nombre por los altavoces: Asunción Moreno Morales. Aquí nadie me conoce por él. Ni por ninguno. Además, a estas alturas, yo no me atrevo a decir que soy yo. Mi seudónimo se iría a tomar por culo. De pronto mi seudónimo, Deyanira Alarcón, me parece una idiotez sin límites. Y no tengo gana además de quedar como una gi-lipollas. Entro en unos servicios. Me miro fijamente al espejo. Tropiezo tan fuerte con mis ojos que me pongo a llorar…

Por fin mi avión sale. Tratándose de Italia estoy segura de que no soy yo la única causa del tremendo retraso. Por fin sale sin mí. Yo estoy secándome la cara con unos trozos de papel higiénico. Arriba, en unos aseos no muy limpios. En el espejo lo que se refleja es una cara sin maquillar que me parece completamente ajena. Una tez oscura, quizá el sol del crucero. Unos ojos negros demasiado grandes, un óvalo y un cuello demasiado delgados, una boca innecesariamente bien dibujada sobre una barbilla a la vez rotunda y suave… ¿Ésa soy yo? ¿Así he sido yo siempre? Qué horror. O no, quién sabe.

En el fondo, la realidad era que no me salió del coño volver. ¿Qué hacía yo en Madrid después de todo lo que se había montado? ¿No salí huyendo de eso?

Anoche me dormí reflexionando: «Muerta en Venecia.» Pero ¿cómo morirse aquí salvo que te pegues un tiro en la sien o haya una peste, sin declarar para que no se le estropee el negocio? Arrojarse a un canal no sirve para ahogarse: sólo para salir, o que te saquen, llena de lodo e inmundicias que prefiero ignorar… Sin embargo, sé que ya estoy de más aquí.

No sólo en Venecia, sino en todo este puto mundo. Esta mañana leí algo que había escrito la semana pasada en un papel rayado: nunca había usado uno así. Con mi pésima letra, pequeña e incomprensible, pero sin una tachadura. Quizá en otro momento me habría alegrado. ¿Por qué? ¿Por confirmar que tengo facilidad para escribir y soy una escritora? ¿Y eso qué leche significa ya? Yo estoy de más; pero mi cadáver, tan innecesario como yo por lo menos, también estaría de más en un sitio como éste en que nadie (he insertado arriba: o casi nadie) me conoce. Escribo esto y me da algo de pena. Soy idiota perdida. Luego me compadezco con una breve sonrisa tímida… ¿Qué harían con un cuerpo que sobra, con un cuerpo que no reclama nadie, que sólo acarrea el trabajo de liarlo en una sucia sábana y enterrarlo en una fosa común, o dejar que los peces se lo coman en el canal de la Giudecca…? El canal de la Giudecca:

Tu voz me suena dentro

como el lejano mar suena en la caracola.

Yo te he dado mis sueños,

de los que tú eres el aire y los colores.

Mis sueños, de los que eres tú el amo,

el origen y el fin.

Rimbaud lo dijo mejor; no intentaré imitarlo: «He batido mi sangre. Me dispensaron de cumplir mis deberes. Es preciso no seguir soñando en eso. Soy verdaderamente de ultratumba. Basta de encargos ya.» Qué cierto es que los poetas -y sólo los mejores, los demás no lo son- sólo te sirven cuando un momento tuyo coincide con otro por el que ellos pasaron. Qué cierto; pero, en ese caso, te sirven de manera absoluta.

Creo que me estoy volviendo loca como una cabra. Nada de lo que escribo tiene la menor razón de ser. Quizá sí la palabra sueño. Porque la serenidad la había perdido ya antes de llegar a la Serenísima. Todo empezó en un sueño reciente.

Lo tuve la noche última en el barco. Soñé, con una claridad justificada, que no era querida. Por nadie. En absoluto. Luego vacilé, me estremecí dentro de una inimaginable tristeza (en la realidad la tristeza y el miedo siempre son menos grandes que en los sueños) que lo llenaba todo. Quizá era la certeza de la muerte: es su certeza, no la muerte en sí misma, lo que nos pone tristes… Y a continuación volví a soñar. Pero esta vez soñé que era no querida, y fue peor. Me angustió y me obligó a sollozar. Desperté. ¿Dónde estaba? Aquella pequeña habitación, aquella mínima terraza tras las cortinas que abrí… Era sólo mi camarote. Un camarote de lujo de un crucero de lujo. Miré el reloj. Me vino la historia que rehúyo, entera, a la cabeza. Lo mismo que un mazazo. Todo lo que me negaba a recordar, y que me niego aún. Una tristeza, pequeña sin embargo, revoloteó igual que un menudo insecto vibrátil en torno a mí. La aparté de un manotazo, como se espanta una mosca tenaz…

Por el contrario, me alegré, aunque no mucho, al recordar lo más urgente. Eran las siete y media de la mañana. Una mañana de mayo ya firme y muy diáfana. El barco iba a navegar, en consecuencia, por el canal de San Marco y el de la Giudecca. Para mostrarnos la primera imagen, la más teatral y lograda, de Venecia. Volvíamos de las islas del Dodecaneso. Ahí acababa el viaje. El barco entraba ya por el puerto del Lido. Los islotes, la vegetación, las torres, todo hermoso. Más que nada, la luz… Pero yo supe que todo también era una trampa.

No, no es absolutamente necesario seguir engañándose. Ni aquí ni en ningún otro sitito. Ni con Venecia ni con ningún otro pretexto. Lo que sucede no es que me engañe yo, es que siento el imperativo de escribir. Aunque estuviese en una isla desierta sería así. Ya le ocurrió a Robinson Crusoe. Pero él, con la esperanza de descubrir la huella de otro pie humano en la arena; con la esperanza de que alguien lo encontrara y leyera su diario. El hombre y la mujer son su propia esperanza. Nada más que eso. Lo malo es que no hay nada que esperar. En mi caso y en el de todo el mundo. Porque todos están tan deshabitados como yo, sólo que no caen en la cuenta. Ignoro si es mejor o es peor. Acaso morirse tonto sea más ventajoso. Aunque la mejor muerte debe ser la inmediata. Quizá si me hubiese arrojado al mar esa hermosa mañana de hace casi diez días… No, me habrían rescatado creyendo que, al salvarme la vida, me hacían un favor. Todo es una equivocación en la que estamos, vivimos o por lo menos nos movemos; una broma pesada que dura demasiado. Hay un soneto que Blanco White escribió en inglés, y que termina: «La angustia ante la muerte, débil hombre, es inútil. / Como se va la luz del sol, se va la vida.»

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