Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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– Porque parece que le deben y no le pagan.

Había, sin embargo, personas más explícitas.

– Esta niña es una meona -afirmó convencido un niño de mi clase. Y aquello me dolió.

– No, peor: es una pobre mema -aclaró otro. Y aquello me dolió más todavía, sobre todo porque se largaron dándose uno a otro empujones y soltando carcajadas.

Un par de meses después, casi al finalizar el curso, el que me había llamado mema no pensaba lo mismo. Me pidió que fuésemos juntos, solos, a la feria, para montarnos, acaso de la mano, en algún cacharro o entrar en alguna atracción de las que daban miedo y provocar así una proximidad acentuada. Fuimos. Yo, imaginativa y abundante, necesité convencerme de que me amaba. «Teníamos once años / y la palabra abril significaba / igual para los dos», pensaba yo, como lo escribió una vez, qué potra, Antonio Gala.

Él tenía un dinerillo ahorrado, y me invitaba a todo. Me invitó hasta a una horchata. Al pagarla, un golfillo que había junto a nosotros en el mostrador alargó la mano y le quitó un duro de la vuelta. Mi enamorado, que se llamaba Ambrosio, se lo exigió sin levantar la voz:

– Dame mi duro -dijo.

El otro ya se alejaba riéndose. Mi compañero fue tras él como un mendigo, o eso me pareció.

– Dame mi duro -repetía con la mano tendida. A mí me dejó sola en el puesto de las horchatas. «Dame mi duro, ladrón, dame mi duro», escuchaba cada vez más lejos… Comprendí que no me amaba. Si me hubiese amado, agarraría al ladrón por el cuello, le partiría ante mí, en honor a mí, la cara. Para lucirse como mi caballero fuerte y valiente delante de su dama… No; no lo hizo. Yo me fui sola de la maldita feria. No volví a dirigirle la palabra.

Ahora sé lo que era: una fantasiosa desacertada. No sé si fue entonces o algo después cuando me colocaba sombreros de mi padre, que me sostenía con un moño para que no me tapasen los ojos. O faldas antiguas de una tía muerta muy joven, que nadie se había atrevido a colocarse por pasadas de moda y por ser de una muerta. Consideraba la vida como un permanente carnaval. Gracias a que de todo eso no quedan testimonios en esta colección de fotos familiares y, por tanto, aburridas… En realidad, mucho de cuanto escribí después tiene una relación con eso, con ese fingimiento, con esa mascarada: no quería ser yo. Aspiraba a envolverme, a forrarme como un libro, a ocultarme tras apariencias inventadas… Y cuanto he escrito me parece ahora falso, porque me estaba falseando yo. Lo que sucedió es que los demás, Gabriel Roelas incluido, y también yo por añadidura, preferíamos al nuevo personaje, más llamativo y recompuesto, y respetábamos más a la ficción que a Asun Moreno Morales, que era gris y aburrida como ellos y más redicha que ellos. Preferíamos ya a la futura Deyanira Alarcón, deslenguada y de vuelta, una declasee a la inversa y voluntaria. ¿Cómo no se preguntaba nadie por qué camino se puede ir a menos cuando se viene de la nada? Una declasee auténtica sólo lo puede ser cuando la preceden cinco generaciones opulentas. O a lo peor aquello fue todo una cuestión de marketing. O se dejaron de veras engañar. No lo sé ni me importa. Ya no quiero saberlo. A ellos los cegaba una luz artificial, eléctrica para mayor humillación, que se interponía entre su mirada y la realidad; entre la literatura verdadera, si es que hay alguna que lo sea, y ellos.

De ahí a inventarme un pasado y otra vida no hubo nada. Una familia nueva, una niñez, una falsa y alta posición social que me aburría por ser de nacimiento, una esmerada educación…, es decir, inventármelo todo. Que mi vida fuese mi primera obra de imaginación. Sustituir cuanto me disgustaba. O sea, me puse también por dentro la ropa de mi tía Eusebia, pero con otro nombre, con firmas de modistos, más ajustada, más recargada. El ensayo ya lo había hecho de pequeña. O mejor, de pequeña no había hecho otra cosa que ensayar. Pero todo a la medida de otra, tan falsa ya como mi tía y mi padre y mi madre imaginarios. Ahora ya no sé si lo siento o no lo siento. Ahora es que ya no sé quién es la verdadera. Desde luego yo, no. Ni falta que me hace.

Mi hermano, el guapo de la casa, que era compañero de los niños burlones, se avergonzaba un poquito de mí. O quizá más que un poco. Se llamaba Óscar, no sé por qué, aunque era el nombre que yo le hubiese puesto. Mi padre era José Moreno, y era sargento; mi madre, María, por descontado. Yo, tampoco sé por qué, Asunción. En cuanto pude me lo cambié por el de Deyanira. Un nombre que leí en un libro de mitología clásica. Estaba en la biblioteca pequeña del colegio y nadie lo había abierto jamás.

En esta foto estoy con otro chico de la casa cuartel. Éste quería ser guardia como su padre. Era rubio, con labios muy dibujados y nariz corta. No demasiado alto. Yo deseaba con ardor que me besara, pero él no parecía dispuesto a darse cuenta. En la fotografía lo miro con arrobamiento -tampoco se dio cuenta- mientras él, con el ceño fruncido, está impaciente por darle una patada a la pelota que sostiene en las manos. O quizá a mí.

Una tarde del mes de marzo, lleno el pueblo ya de olor a azahar, de ensayos de la banda para Semana Santa, de cielo terso y de una luz tan clara como si no existiera otra cosa que ella, me decidí a asediarlo. No sé cómo había conseguido que me acompañara a comprar algo al pueblo, a doscientos o trescientos metros de la casa cuartel. Él me miraba actuar, hablar, gesticular y reír de repente, con ojos sorprendidos. Al principio, después ya se asustó. No pude prolongar mucho el paseo. En cuanto comenzó a declinar el sol por los eucaliptos de la orilla del río, salió corriendo sin despedirse siquiera. Se llamaba, o se llama, Gonzalo, lo mismo que su padre y que el general Queipo de Llano. A mí su nombre me parecía aristocrático. A él, no. Ni yo.

– No está bien de la cabeza -le dijo esa noche a su madre-. Esa niña del sargento Moreno está como una chota. Yo creo que se ha querido reír de mí. Eso por lo menos. Pero anda, que va lista.

Aquel día, para atraerlo más, me había puesto un traje lleno de perifollos. Había conseguido que mi madre me lo hiciera con cuatro o cinco retales variados, en contra de la voluntad de mi padre, que me había prohibido ponérmelo.

– María, la niña tiene pendiente de ella a toda la casa cuartel.

– No se lo digas, Pepe, o no tendrá arreglo nunca… Es una niña, tú lo has dicho. Quiere ser ya una mujercita y presumir. Ya se le pasará.

Ninguno de los dos sabía nada de mí.

En el colegio, en Lengua, era yo la primera. Escribía vagos y soñadores poemas de amor en prosa. Eran una copia de Rabindranath Tagore, traducido por Zenobia Camprubí y rehecho a la manera de Juan Ramón Jiménez, es decir, un duermevela. Las ciencias, sin embargo, no se me daban bien: tenía que aprenderlas a fuerza de memoria, sin entender qué era lo que decía. Me parece.

– ¿Qué va a hacer con su vida? -se preguntaba mi padre, que era la personificación de la normalidad.

– Lo que quiera. O lo que la dejen. Como todas, se casará. Será una desgraciada. Se llenará de hijos… Qué sé yo.

Yo estaba escuchando a mis padres desde el pasillo a través de la puerta que habían dejado abierta.

– ¿Eres tú una desgraciada? ¿Te has llenado de hijos?

Mi padre había levantado un poquito la voz. Por la forma de sonar sus últimas palabras, supuse que mi madre le tapaba la boca con la mano. Oí su risa breve y la envidié. A pesar de que, con su luto perpetuo y su melancolía, me avergonzaba algo. Quien me enorgullecía era mi padre: el jefe, el que mandaba, el justo. Incluso después de pasar lo que pasó. No, después más todavía. De momento consideré a mi madre una obtusa desagradecida, que no se daba cuenta de lo que tenía al lado.

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