Antonio Gala - Los papeles de agua
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Y recuerdo a Eugenio en aquella casi noche en que yo lo besé y él se dejó besar y yo corrí y él me alcanzó después de superar su sorpresa y me adelantó y se volvió de pronto y me tendió los brazos con los ojos muy abiertos y me asió por los míos y me besó en la mejilla izquierda y luego echó a correr como un loco de atar ya desatado…
Ni que decir tiene que sigo sin saber jugar al epostracismo. Jamás he intentado aprenderlo. Me ha sucedido siempre igual con todo. El milagro de conducir los rebotes de una piedra no era un milagro: no hay milagros aquí en ninguna parte. Y el que más se aproxime muere de muerte prematura.
En la infancia siempre hay una mañana en que parece que se entreabre un resquicio y asoma como un atisbo del futuro. Así supe yo que tenía que escribir. No, no que me gustara, ni que pensara que sería ése mi modo de vida, ni tampoco que lo considerase esta vez elegante y distinto, ni que fuese mi modo de salir del pozo en que me parecía haber nacido: un pozo lleno hasta arriba de estrechez y escaseces que marcan para siempre… No, más bien como otro sueño que tuve, no despierta como aquél, no hace mucho, ya en mi plena desgracia. Un sueño plácido, bondadoso, lleno de resplandor, de una felicidad ultraterrena y jamás presentida. Son regalos que la vida te hace, probablemente para compensar, o acaso para joderte más cuando salgas del sueño y veas la sangre empapando tu almohada.
No sabría decir ahora cuándo se abrió esa puerta enigmática que da a una habitación llena de cadáveres como en el cuento de Barba Azul. Porque para mí escribir era contar dolores, sólo dolores y desasosiegos. Esa idea me asaltó en forma de deseo de hacer algo yo sola. Sola y a solas: tiene mandanga el gran proyecto. Quizá intuí que toda vida, para ser verdadera, tiene que dirigirse a algo o a alguien… Algo secreto que no necesitara compañía de nadie ni aprobación de nadie. Algo que me volvía hacia mí misma, fuera de la pobretería que cada vez resultaba alrededor más evidente. Necesitaba irme, volar, salir. Y escribía mis idioteces de noche, entre mosquitos y ladridos de perros, que eran mi única verdadera compañía. Una hija de un guardia civil, ¿a qué otra cosa podría llegar más que a maestra de pueblo si es que se decidía a vivir por ella misma con decencia? Salvo que se dedicara a ser criada…
Mi adolescencia fue terrible. Como todas. Pero la mía, más. (Claro, no podía ser de otro modo: yo soy el centro del orbe. Qué equivocada estaba y sigo estando.) Todavía escucho -ahora como si tuviera puestos unos tapones de cera en las orejas- los gritos de la casa cuartel, las peleas y reproches entre las vecinas por cualquier incidente, los escándalos a causa de lo malo o de lo bueno que sucediera, los chismes y las aviesas miradas… Una noche, en mi cuarto, a solas y en voz alta, me juré que mi vida no sería así. Aunque tuviera que matar, que venderme, que prostituirme, que traicionarme, que vivir aparte como una leprosa para siempre… No, no quiero pensar en todo aquello.
Recuerdo, sobre todo, los veranos, porque entonces los encontraba inusitados, y lo eran. Y, no obstante, ahora me parece que todos formaban un solo verano interminable, lleno de eras y de parvas, de bieldos que aventaban la paja sobre el grano. Con unos mediodías demasiado deslumbrantes y unas noches muy breves. Ya no distingo bien entre lo sucedido y lo inventado a través del recuerdo: nunca lo he distinguido. Todo parece un letargo muy largo y a la vez repentino, irrespirable casi, del que no debería haberme despertado… Y evoco cosas mínimas: una mancha sobre una alfombra en una casa que no era la nuestra; yo la contemplo sin poder despegar los ojos de ella, mientras me están riñendo. Creo que soy la causante de la mancha. Es la hora de la siesta. Yo prometo limpiarla. Mis padres, que debían de ser quienes me reprochaban, desaparecen. Mientras, de rodillas, froto con agua tibia la alfombra, que era sólo de esparto, escucho unos extraños gemidos. Vienen desde la habitación donde duermen mis padres…
O evoco una noche, en que todo se había reducido al blanco y al negro. Y en la que alguien gritó.
O recuerdo el tozudo acoso de un tío mío, que me mira los pechos aún casi lisos con ojos muy abiertos y una respiración que se acelera. Y yo, asombrada y fría, observándolo; dando un paso hacia atrás cuando alarga las manos grandes, con gruesos dedos de uñas ennegrecidas… No sé si esto es verdad. O turba mi memoria un anochecer junto al mar: el rebalaje en medio de las olas, la retirada del agua, su retorno sobre la arena empapada. ¿Las olas son el mar, me preguntaba, o el mar es sólo lo que apenas se mueve? «La mer, la mer, toujours recomencée», que luego, muchísimo más tarde, leería llorando, como una maribobales.
Y, por encima de todo, recuerdo un sentimiento permanente -o así lo veo ahora- de soledad. Cada noche, mi padre me mandaba al piso de arriba a buscar su arqueta de tabaco de picadura, que él mezclaba y liaba al terminar la cena. Yo subía, no sé si con miedo, cantando en voz bajita. Sola, absolutamente sola, olvidada de todos, dando las luces, alargando la mano a los interruptores con la certidumbre de que mi mano tropezaría sobre ellos con otra mano muerta. Y me liberaba, pero casi me decepcionaba, no encontrarme con ella. Envuelta en mi manto de soledad, demasiado grande para mí, que arrastraba por la escalera, subía y cogía el tabaco y regresaba al comedor y tropezaba con una interrogación en los ojos de mi padre: ¿qué quería decirme? Cada noche. Todas las noches hasta que sucedió lo más terrible.
Hablo de una soledad no siempre imaginada, no interior siempre. Un agosto, en un pinar de un pueblo de Segovia, donde vivían unos primos lejanos de mi madre, me quedé yo olvidada no sé por qué, ni cómo, ni de qué manera. Era muy pequeña. ¿Cómo pudo suceder eso? Oigo ahora, igual que entonces, el sonido semejante al de un retal de seda que se rasga, del vuelo de una torcaz. Casi me dio en la cara… Y la infinita espera, sentada contra el tronco de un pino, debajo de una cazoleta de barro que recogía la miera, la resina manando gota a gota de una herida hecha aposta. Me dormí mientras la noche invadía, de tronco en tronco, toda la pineda, mientras se acomodaban aleteando las palomas… Me despertaron por fin los gritos de quienes me buscaban. Tendría yo cinco años. Soñaba algo agradable. Me acuerdo, más que nada, del fastidio del ruido, la interrupción tan brusca del silencio y del sueño, el alborotado reproche de las palomas… Volví a cerrar los ojos y me dormí sobre el hombro de mi padre. Por eso deduzco que tendría cuatro o cinco años. Nunca volvió nadie a hablar de aquella pérdida, de mi extravío. Se trataba de una cosa sólo mía: no lo habría consentido yo. Después he escrito tanto de tantas cosas que eran tan sólo mías, que, en primer lugar, han dejado para siempre de serlo; en segundo lugar, ya lo confundo todo: no distingo lo que es real de lo que yo he agregado. De ahí que no hace mucho llegué a la conclusión de que, quien está solo, está también muy mal acompañado.
Eso me trae a la memoria un pequeño milagro. Alguien, no sé quién, trajo a un estanque chiquito que cavaron no sé por qué en el patio de la casa cuartel, un pez de color rojo, del tamaño de una mano mía, e incansable. Un año entero poco más o menos dio vueltas solitario dentro de aquella rústica pecera. Mi hermano y yo le echábamos no sé qué porquerías para que las comiese. En verano, en una acequia que bordeaba la casa, encontramos otro pez del mismo color rojo y más pequeño. La acequia hacía una curva leve y se apresuraba, al llegar a ella, la corriente. El pez se resistía mordiendo con sus dientecillos invisibles el verdín de la pared, como si adivinara que allí estaba su destino y traspasar la curva era encontrar la muerte. Mi hermano y yo no dudamos de que era una hembra. Y que había sucedido un milagro; ¿qué pintaba un pececito de color en una acequia agraria? Se la llevamos al estanque, como un regalo, al pez más grande, que no se comió al chico. Al revés: se juntaron allí dos soledades, que desaparecieron al juguetear una al lado de la otra. Parecían besarse, darse la bienvenida y girar alrededor de su encuentro, manifestar su recíproco gozo… Pero no existen, yo lo he sabido siempre, los milagros. Aquel invierno, en el campo, fue terrible. Sucedió lo que nunca: se heló hasta el agua del estanquito de palmo y medio de profundidad. Murieron los amantes. Cuando lo descubrí, supe lo que yo intuía de antemano: así iba a ser porque tenía que ser. El milagro había sido una traición… Ni se me ocurrió pensar en el regalo de la compañía…
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