Un día en que mi padre no almorzó con nosotros porque algo sucedió en la capital, que era Málaga, mi madre, en la cocina, dejó de repente de fregar la vajilla y, sin secarse las manos, se llevó una a la mejilla en un gesto muy suyo, se pasó un dedo por la ceja, y me dijo mirándome a los ojos:
– Ojalá seas más feliz que yo… Yo ni siquiera he sabido morirme a tiempo. Y eso es lo peor que nadie puede hacer.
No entendí nada entonces. En casa se hablaba muy poquito. Cuando supe que a los niños no los traía la cigüeña, con lo cual tuve un alegrón porque las cigüeñas me parecían horrendas, me pregunté cómo habíamos sido concebidos mi hermano y yo. No encontraba respuesta. Ahora veo una foto de mis padres el día de su boda. Mi padre, de uniforme, en pie, con el tricornio en el brazo derecho; mi madre, de negro, con velo blanco y una coronita de azahar, sentada en un sillón incomodísimo. Están guapos los dos. Pero mirando al frente, como si no tuvieran que ver uno con otro… ¿Cuándo se besaban? Cuando se abrazaban, ¿qué se decían? ¿Por qué disimulaban delante de nosotros? ¿O no disimulaban y eran así de secos siempre?
Hay una foto para algún carné de familia o algo similar. Mis padres y mi hermano están catetos pero naturales, como eran. Mi padre con su tricornio encasquetado, mi hermano como si no estuviera, mi madre con la raya en medio y el pelo recogido, con una cara desvaída, prescindible, casi inexistente. Y los tres deseando terminar cuanto antes. Pero yo, por el contrario, encantada y pretenciosa: más cateta por tanto que ellos tres. ¡Deyanira! Mira que el nombrecito… Ahora mismo recuerdo que, la tarde de esa foto en la capital, un perro grande aullaba sin consuelo cerca de donde estábamos. Estuvo aullando sin cesar, todo el tiempo que duró aquel posado.
– Es que ha muerto su amo -dijo el fotógrafo.
– Lo sentimos muchísimo -dije yo de todo corazón. Sin venir a qué y con un ribete de superioridad. Quizá porque nosotros no aullábamos. Mi padre me miró, volviendo la cabeza, con ojos extrañados.
Aquí está con nosotros, con mi padre y conmigo, el tercer guardia de la casa cuartel. Yo no tendría ni diez años. O quizá sí, más: sigo quitándome años. Él me miraba mucho. Y yo, sin saberlo del todo, sabía muy bien por qué. Cuando me preguntaba algo delante de la gente, nunca le contestaba. Si nos encontrábamos a solas, solía salir corriendo. Lo detestaba. Me producía una repulsión parecida a la que sentí una vez que el tonto de mi hermano, con la mano cerrada, me dijo:
– Voy a hacerte un regalo. Tómalo.
Y me puso un sapo en mi mano extendida. Grité tan alto y durante tanto tiempo que mi padre tuvo ocasión de reírse, de reñirme, de volver a reírse de mí, de mandarme callar a voces más grandes que mis gritos. De cogerme en sus brazos y apretarme y besarme y darle un pescozón a Óscar… Pues ese mismo asco me daba aquel imbécil.
– Ya tienes una edad, Asun. ¿Cómo va todo? ¿Funcionan ya las cositas como deben?
Y me buscaba los ojos con los ojos e intentaba acariciarme. A mí me daban arcadas. No sé qué hacía con nosotros esa tarde. Nos retrataron por la calle, en Málaga. Habíamos ido en un autobús, sentado él a mi lado. Me rozaba como si no quisiera. Yo le daba la espalda mirando por la ventanilla los campos de naranjas y limones, con los montes al fondo, suaves y redondeados como en un nacimiento. De pronto me cogió una mano. Di tal alarido que estuvo a punto de pararse el autobús. Mi padre se volvió.
– He creído que íbamos a atropellar a un perro, niña. -Yo miré a aquel hombre con tal odio que enrojeció. El hijoputa se llamaba Alipio. Por si era poco. Y era feo de cojones.
Sin embargo, el nombre que mejor recuerdo de aquellos tiempos, que a mí entonces me parecían siglos y ahora minutos, es el de Eugenio. Tenía unos pocos años más que yo. No puedo decir si era o no guapo; sé que me amaba o eso creía yo, y también que le correspondía. Vivía en el pueblo de mi madre, donde fuimos a pasar algún verano. Estaba en Extremadura, y era un lugar callado y apacible. O quizá triste, no sabría decirlo. Eugenio, también. Me miraba a hurtadillas. Si yo lo sorprendía mirándome, desviaba los ojos, o sonreía con una especie de dulzura involuntaria que a mí me emocionaba. Al principio lo trataba con cierto menosprecio: yo era andaluza, hija de un guardia con graduación, escribía a la chita callando, tenía una forma de ser distinta a la de los otros… Luego me fui haciendo asequible. Salíamos con mi hermano hasta que, pasado el calor, la tarde declinaba de una manera muda e inexplicable. El era huérfano de madre, y su padre parece que bebía demasiado. Recuerdo que, después de acompañarnos a casa de mis tíos, desde el piso de arriba, antes de bajar para la cena, me asomaba a una ventana que daba casi al campo, sin encender la luz, y veía a Eugenio, apoyado el pie izquierdo, con la pierna doblada, contra una tapia casi derruida, mirando a esa ventana. Y, después de cenar, volvía a asomarme, y aún Eugenio estaba allí, en la misma postura. Yo sentía una agitación muy especial. Pensaba que, si no hubiese estado todavía allí, yo me habría muerto. Era dada a inventar y fantasiosa, ¿qué le íbamos a hacer? Eugenio murió a los diecisiete años, nunca supe de qué. Fue el primer chico al que di un beso.
En la fotografía que tengo aquí delante, y que sacó mi hermano, estamos los dos solos. Él me enseña a hacer aquello de lo que se sentía más orgulloso, por lo que le tenían envidia los muchachos del pueblo: tirar piedras al agua. Piedras que se deslizaban dando saltos de rana: tres, cuatro, cinco… Muchos años después supe que ya se jugaba en Grecia así y que su nombre era epostracismo. A mí me parecía al mismo tiempo una idiotez y un prodigio. Las que tiraba yo, se hundían de un modo irremediable y sordo. Yo comencé a admirarlo por esa habilidad, que me brindaba sólo con los ojos, como el novillero que brinda la muerte de su toro a quien ama. Cuando yo fracasaba una vez y otra, él no se burlaba nunca de mi torpeza. En la fotografía yo estoy lanzando una piedra, que él había elegido para mí, bajo su mirada alentadora. O eso creo. No sé si estoy inventando o suponiendo. Sé que todo aquel verano tuve la hermosa certeza de ser amada, respetada y venerada por alguien que jugaba a la rana, la chata, la raya, la coca, las chavas, las tejas, o como se llame ahora ese juego en cada sitio, mucho mejor que nadie.
Luego, cuando de forma casual me enteré de que los hermosos efebos de Grecia se divertían del mismo modo ante la mirada de los sabios amantes (una mirada de condescendiente superioridad quizá, pero subyugada por la posición de los brazos y las piernas, el giro repentino, el veloz lanzamiento que estiliza las formas deseadas), caí en la cuenta de que yo, sin saberlo entonces, me comportaba igual ante Eugenio…
Y también he sabido que los físicos, hoy, han estudiado con detenimiento tal fruslería: la utilización de piedras planas y redondeadas, el tiro enrasado que las haga girar sobre sí mismas, el hecho de que, cuanto más gira la piedra, más estable es y más rápida va y más posibilidades tiene de rebotar un mayor número de veces. Y he aprendido, por desgracia muerto Eugenio ya, y acaso como un inconsciente homenaje, que el ángulo ideal que ha de formar la piedra con el agua debe de aproximarse a veinte grados y no superar jamás los cuarenta.
Y que, para una piedra de cinco centímetros, la velocidad ha de ser de un metro por segundo; y que el tamaño no influye en el acto físico del rebote, pero sí en la velocidad, y que, cuanto más deprisa gire la piedra, mejor rebotará: por eso el movimiento rápido de muñeca que me enseñaba Eugenio es esencial para que la piedra golpee el agua paralela a ella…
Читать дальше