Elisa y Ramón sintieron que se acabara el verano. Era un sentimiento absurdo que no se detenían en comentar. Ocultaba el deseo de que no cambiase nada. Habrían pretendido detener el tiempo, sólo para que todo fuese siempre idéntico. Las transformaciones no les apetecían, ya que ningún nuevo elemento tenía que interferir en el paraíso en el que vivían. Si hubiesen podido detener la luz en medio del cielo, evitar los días breves, se habrían sentido contentos. Se habían encontrado en días calurosos y les habría gustado prolongarlos: borrar de los calendarios otoños e inviernos. A él, le gustaba abrir la puerta y encontrar a Elisa rodeada de luz. Estaba convencido de que la luminosidad del día se sumaba a la felicidad de encontrarse. Ella se había acostumbrado a recorrer un camino que le mostraba el sol cuando iba a su casa.
Los días menguaron. La rueda de las estaciones siguió con su ciclo. Un ciclo que se había entretenido demasiado en el buen tiempo. Fue un verano largo. El otoño invadió los senderos de una coloración nueva. Aparecieron los verdes que se apagan como cerillas, los amarillos que se vuelven ocre, los ocres que tienen reflejos dorados. Empezaron las lluvias. Había goteos de agua recorriendo los canalones de las casas. Dejaban en las fachadas un rastro de humedad, una capa que el sol de la mañana no acababa de secar del todo. Vino el invierno y con él se desnudaron las ramas en el jardín. En seguida oscurecía. Elisa se acostumbró a las sombras. Tenía que recorrerlas para encontrar a Ramón. El paisaje había cambiado: los árboles, las piedras, las plantas, cosas concretas que podía ver y alcanzar, se convirtieron en presencias intuidas. Además, hacía frío. El viento volvía a convertirse en una fuerza que la empujaba. Llegó a acostumbrarse. Se habituó a aquel paréntesis de intemperie, antes de encontrar el mejor refugio del mundo.
Una tarde de invierno, justo después de cruzar el portal de la casa de Ramón, intuyó que sucedía algo. Se conocían lo suficiente para poder leerle la mirada. Le sonrió, como hacía siempre, y él le devolvió la sonrisa. Le dijo:
– Elisa, hay novedades.
– Lo imaginaba. Sólo con mirarte, me ha parecido verte diferente. ¿Qué ocurre?
– No sé si te he hablado demasiado de mi estancia en la India. Tengo la impresión de que no sabes mucho sobre ello.
– Me has explicado pequeñas historias, pero siempre como fragmentos aislados. Quizá más sensaciones que hechos concretos. Esto es muy propio de ti, amor.
– ¿Qué quieres decir?
– Prefieres explicar un olor a entretenerte en cualquier anécdota.
– Tendrás razón. Te he hablado, supongo, de Miguel.
– Sí, claro: tu amigo. No conozco muchos detalles, pero recuerdo que te has referido a él a menudo. Te escribe y te manda libros.
– Sí. No ha perdido la costumbre, a pesar de los años. Es un personaje peculiar. Ya te darás cuenta.
– ¿Me daré cuenta?
– Acabo de recibir carta suya. Llegará dentro de un par de semanas. Quiere pasar una temporada conmigo.
– ¿Una temporada en esta casa? -Elisa no pudo evitar el gesto de disgusto-. ¿Y qué haremos nosotros?
– Exactamente lo mismo que ahora. Es mi amigo, Elisa. Estará encantado de conocerte.
No hicieron más comentarios. A ella no le hizo ninguna gracia la perspectiva de compartir aquel espacio con otro hombre. Tenía un sentimiento de exclusividad que no le gustaba demostrar. Las paredes, el techo, el portal de la entrada, las habitaciones eran suyas. Les pertenecían, porque eran el único refugio de que disponían. En aquel lugar ella se sentía protegida de las interferencias, de los elementos exteriores. ¿Cómo iba a aceptar que un personaje desconocido apareciese de pronto? Aunque fuese la discreción personificada, ocuparía un espacio. Se adivinaría su presencia. Ramón se sentía confuso. Llevaba muchos años sin ver a Miguel. Durante aquel tiempo habían tenido una relación epistolar densa y grata. Había llegado a imaginarse que seguiría siendo así, que no necesitaban verse. Las palabras escritas eran un buen instrumento para comunicarse. Les permitían una distancia y a la vez una proximidad. Podían vaciar su alma y salvarse de la paradoja de sentirse demasiado expuestos uno ante el otro. Cuando leyó la carta que anunciaba su visita, no supo qué pensar. Lamentaba reconocerlo: en aquel momento, cualquier distracción le molestaba. Vivía concentrado en Elisa, y Miguel no tenía un lugar en su vida. Sin decírselo, ambos estaban inquietos. Temían que alguien viniera a interrumpir su amor.
Los años le habían secado la piel, que era sólo una capa que le cubría los huesos. Entre la piel y los huesos, casi nada más. Ni una gota de carne que dulcificase la fisonomía de rictus duros, acentuados por la expresión perpleja con la que observaba la vida. También había oscurecido. Su tonalidad un punto amarillenta se había vuelto más morena, expuesta al sol. La figura, que ya le había parecido delgada cuando se conocieron, ahora tenía algo de estrafalaria, porque se le marcaban las articulaciones como si fuese un esqueleto que ha de romperse. En cambio, conservaba una agilidad sorprendente. Aquel saco de huesos, como lo llamaban los conocidos de Ramón, se movía con la gracia de los pájaros. Se encaramaba a los árboles y a las paredes, saltaba por doquier, era capaz de mantener el equilibrio, cuando se subía a una barandilla o pisaba las tejas de un tejado. Era la misma mirada profunda, insinuante, que recorría los objetos y las personas con una curiosidad aguda.
Miguel llegó, como había dicho en la carta, sin más avisos. Su concepto del tiempo era muy relativo. Si había hablado de un par de semanas, podía tardar un par de meses. Pero no sucedió así. Sólo se retrasó tres días: dieciocho días después de haberse anunciado, se presentó en la casa. Llevaba un hatillo en la espalda, el único signo de que pensara instalarse, y una sonrisa ancha en los labios. Estaba contento de reencontrar a su viejo amigo. Lo manifestaba con una calidez y una naturalidad que sorprendían a Ramón. Era como si no se hubiese producido un paréntesis. Los años transcurridos, desde que se despidieron, habían ido sumando pequeñas transformaciones en sus caracteres. Era la impresión de Ramón, que no encontraba el tono adecuado para el encuentro. Por más que se esforzase, no experimentaba la confianza de antes, aquel relajamiento absoluto del ánimo cuando estaban juntos. Se daba cuenta de que era un encuentro basado en el desequilibrio. El que llegaba estaba receptivo, abierto; el que daba la bienvenida, con la mejor voluntad del mundo, tenía la cabeza en otro lado.
Durante las primeras horas, todo fue confuso. Miguel lo abrazó en el portal de casa, justo al abrirle la puerta. Él se quedó quieto, con un esbozo de sonrisa, sin saber responder a su alegría. No encontraba palabras para decirle adelante, es tu casa, estoy contento de verte. Tuvo que decirlo todo Miguel, que acababa de hacer un trayecto muy largo y estaba cansado. A pesar del agotamiento del viaje, le manifestó la alegría de encontrarlo, le dijo que tenían una conversación pendiente, que le parecía mentira que hubiesen pasado todos aquellos años. Ramón no lo veía imposible. Más bien al contrario: cada detalle servía para recordarle la distancia y la lejanía entre ambos. Habían sido amigos, pero se preguntaba si era justo que un hecho del pasado reclamara de repente un lugar en su vida. Aunque las cartas habían servido para que no perdiesen el contacto, habría asegurado que no fueron un puente lo bastante firme. Lo miraba con atención, y el hombre de pergamino no era la persona que había conocido años atrás.
A la vez, le corroía la mala conciencia. ¿Hasta qué punto era Elisa el obstáculo entre ellos? Estaba seguro de que si hubiese venido antes, cuando esta historia no existía, el recibimiento habría sido otro. Habría reconocido a su compañero, al amigo del alma. Fue él -se repetía en un intento de cambiar de actitud- el hombre que lo acogió en tierra extraña, quien le descubrió mundos que no había imaginado. Conocerlo fue una suerte en su vida, siempre lo había dicho. Volverlo a encontrar debía de ser, a la fuerza, un don de los dioses. Al verlo en la entrada, se mezclaron sentimientos contrapuestos. Sintió la ternura de volverlo a ver, como si recuperase un fragmento de su propia existencia. Percibía una mano amable en el corazón y en la frente. Lo miraba y se sentía tentado de abrazarlo de verdad, de corresponder a su gentileza. Habría querido que su mente le permitiera volver atrás, hasta cuando lo que sentía hacia aquel hombre era profundo, verdadero. También experimentó un rechazo instintivo. Era complicado de explicar y tenía que esforzarse para que Miguel, que tenía la mirada de los sabios, no adivinara lo que sucedía. Habría deseado poder hacer que desapareciese. Así de sencillo. ¿Cómo podía darle a entender que, en aquel momento de su vida, era un estorbo? No habría querido herirlo por nada del mundo, pero era así. Tenía la sensación de que su tiempo era para Elisa. Dormía con el pensamiento puesto en ella, se despertaba y su rostro ocupaba todo el espacio. Su amigo pertenecía a un momento diferente, a unas circunstancias distintas. Lo había conocido cuando él era otro hombre. Valoraba su afecto. Se sabía afortunado porque era el depositario de una amistad generosa, pero renegaba de la circunstancia que había hecho que tuviera lugar este nuevo encuentro.
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