María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Las Mujeres Que Hay En Mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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– A mí también -corroboró tía Magdalena-. ¿De qué nos ha servido? Ya lo veis: tres viejas que se hacen compañía. Ella es joven y le toca amar.

– ¿Ah, sí? -tía Ricarda improvisó un gesto de sorpresa-. ¿Y sabéis a quién ama?

– Tenemos ojos en la cara, mujer -por primera vez en su vida, Magdalena tenía la oportunidad de manifestar una cierta superioridad ante tía Ricarda y no pudo resistir la tentación.

– Yo también tengo ojos, querida. -Tía Ricarda no estaba dispuesta a dejarse vencer, así que se lanzó a la deriva-: Lo que pasa es que él… No lo sé. No me acaba de gustar.

– Lo suponía. No te gusta porque es el jardinero de la casa. Pues es un hombre muy bien plantado.

Se hizo el silencio. Las tres agacharon la cabeza y se imaginaron los brazos de Ramón. Tía Ricarda comprendió que había descubierto su secreto. Había sido demasiado fácil. Encogió la nariz, porque no le hacía gracia que Elisa se hubiese enamorado del jardinero.

Todas las mañanas, Ramón se levantaba temprano. Aprovechaba el primer claro del día para regar el jardín, antes de que el sol calentase con fuerza y el agua se evaporara al cabo de un instante, bebida por el aire. Se levantaba contento, con el ánimo alegre de los que viven un tiempo feliz. Se daba cuenta de que tenía que aprovecharlo intensamente, porque era la época más grata de su vida. No podía imaginarse un momento mejor. En las sábanas, aún perduraba el rastro de Elisa. Quedaba su olor. Encontraba un cabello rizado que recorría con la punta del dedo, y lo sujetaba en la palma de la mano hasta que de un soplo lo hacía volar. En alguna ocasión, descubría una pieza de ropa que ella se había olvidado. La guardaba como si fuese un tesoro. Cuando se despertaba, no saltaba de la cama en seguida. Le gustaba revolcarse entre las sábanas, abrir los brazos en cruz, abrazándola, aunque no estuviese, imaginar su cuerpo.

Se duchaba y desayunaba con la mirada fija en los cristales de la ventana. En aquellos momentos, el sol aún no quemaba con la intensidad de la mañana. Soplaba una brisa amable que las horas se encargaban de apagar, hasta la vuelta de la noche. A través de los árboles, intentaba verla. Se acercaba a la casa y, desde un trecho, se imaginaba que estaba en las terrazas, o en el patio, o cerca del almez. Tenía la impresión de que la vida había adquirido un significado nuevo, después de encontrarla. La vida, que era una sucesión de hechos idénticos, se transformaba en una sorpresa continua a su lado. Reconocía que le había robado el pensamiento, porque no podía borrarla de la memoria ni un instante. Se había convertido en una obsesión, en una imagen que no se nos escapa. Dejaba que la mañana pasara, entretenido en el trabajo, pero se movía distraído. Se dieron cuenta. No se concentraba ni en lo que hacía ni en lo que decían. Los comentarios de la gente de la finca lo dejaban indiferente. El hombre amable de antes se transformó en un hombre ausente. Acentuó el punto de distancia respecto al mundo que siempre lo había caracterizado y volvió a encerrarse en sí mismo. Sólo abría las puertas de par en par para Elisa. Las de su corazón y las de su casa.

Si ella se retrasaba por alguna razón, Ramón se imaginaba que aquella ausencia era definitiva. Aparecían los fantasmas del miedo a perderla, los temores de no poderla ver ni tocar. Entonces, en un instante, el mundo se convertía en un sitio hostil, un lugar imposible de habitar, donde todo sucedía en su contra. Nunca habría creído que fuese tan difícil controlar las emociones. Mientras se repetía que tenía que calmarse -una musiquilla inútil-, deseaba que el tiempo volara. ¿Por qué eran tan traidores los minutos, eternos cuando ella no llegaba, pero cortos si la tenía cerca? Abría la puerta una y diez veces, porque los sentidos lo engañaban y se la imaginaba incluso cuando estaba ausente. Falseaba su presencia tras el portillo de la entrada, convencido de que ya había llegado. Sólo encontraba el aire y el vacío, cuando se decidía a abrir. Le gustaba imaginarse su risa. Una risa ágil, que tenía sonidos de flauta y olía bien. ¿De qué tonalidad era? Se lo preguntaba, deseoso de capturarla entre sus dedos.

Antes era un hombre tranquilo. No tenía prisa para que sucediesen las cosas, ya que en la India había aprendido que no hay que forzar el tiempo, que todo llega. El tiempo de la vida y de la muerte. El de la calma y el del afán. Le dijeron que había un tiempo para amar y no lo acababa de creer. Él había amado a una mujer que vivía en una ventana. Ésta era la impresión que tenía del amor. Luego vino una época de sequía para el corazón. Sus prioridades no pasaban en absoluto por el amor. Tenía que andar un largo camino, viajar por los rincones del mundo, perderse por lugares que no conocía. Comprendió que la vida se escribe en un paisaje o en un libro. Aún no había aprendido que también se puede escribir en un rostro, en la piel que nos gusta. Lo entendió con Elisa. Entonces ya no hubo posibilidad de volver atrás: nada podría borrar el descubrimiento. Se hizo lector de su cuerpo. Recorría sus líneas con la punta de los dedos, con las palmas abiertas, con los ojos. Iba aprendiéndoselas de memoria. Se acostumbró a esperar tras la puerta. El tiempo jugaba con su espera, pero ella siempre llegaba.

Cruzaba el portal y le miraba. Llevaba el pelo recogido en la nuca, las manos húmedas. Eran los signos del calor y de un cierto nerviosismo que le acompañaban durante el camino. Acababa de salir de casa, de atravesar senderos. Tardó un tiempo en darse cuenta de que tía Magdalena y tía Antonia le facilitaban la huida. Desaparecían en el momento oportuno, alejaban las presencias inconvenientes, distraían a su padre. Sin su ayuda, la habría descubierto mucho antes. Lo comprendió cuando adivinó sonrisas cómplices a su espalda. La certeza de saberlo la hacía vivir más tranquila, pero no podía evitar un punto de inquietud. Caminaba de prisa, casi corría.

Cuando llegaba se reía. Era una forma de celebrar el encuentro y de liberarse de la tensión vivida. Con aquella risa volvía a robarle el corazón. Un día y otro. Se abrazaban y él le desabrochaba los botones de la blusa. Saltaba cada botón como si fuese las cuentas de un collar. Las manos se perdían en el escote, en la fina cintura, se clavaban en las caderas. Rodaban por el suelo, muertos de hambre y de dolor. Era el dolor del deseo insatisfecho que se clava en el estómago. Ella le abría la camisa. Volaba la falda del traje. Las piezas de ropa se mezclaban en el suelo, en una confusión de colores. Ramón tenía la piel muy morena; la de Elisa era más clara. Parecían el sol y la luna al encontrarse, tras buscarse durante días y noches. Respiraban de prisa.

La abrazaba hasta dejarla sin aliento. Entonces la volvía a recorrer entera. Se entretenía en el rincón del vientre, en la curva de la cintura. Iniciaban un movimiento acompasado, de gestos que se acoplan. ¿Quién tomaba al otro? No habrían sabido responder. En un giro del cuerpo, él la cubría. Ella se volvía y le tapaba el pecho. A veces, se miraban cara a cara. Se arrodillaban con los ojos perdidos en otros ojos. Les parecía que no tendrían tiempo suficiente para saborear el amor. Por eso se daban prisa. Creían que tenían que devorar el tiempo que la existencia les concedía. Eran unos ignorantes felices. No sabían que la vida les daría muy poco.

Pasó aquel verano que parecía que nunca terminaría. Casi imperceptiblemente, los días se acortaron. Primero un paso de gallo, que casi no se percibe. Después a pasos agigantados. Se fueron los días cálidos, las tardes de calor pesado, las noches con las ventanas y los balcones abiertos. Como había sido un verano de descubrimientos, las tres tías miraban a Elisa de reojo. Le espiaban la expresión y los gestos. Habrían querido preguntarle cómo estaba, si era feliz, pero no se atrevían. Tía Magdalena y tía Antonia no habrían desvelado el secreto por nada del mundo. Respetaban su silencio y se hacían cómplices, mientras espiaban sus movimientos. Tía Ricarda la censuraba, indignada.

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