María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Las Mujeres Que Hay En Mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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XVIII

Tía Ricarda era una mujer suspicaz. No es que la vida le hubiese dado demasiados motivos para desconfiar de los demás. En realidad, tenía sobradas razones para fiarse de la gente. De las tres hermanas, era la que más se imponía ante cualquiera. Nadie la ganaba en respeto y consideración. Tía Magdalena y tía Antonia acataban su voluntad sin hacerle preguntas. Ambas estaban seguras de que las ganaba enjuicio y en razones. Para tía Ricarda, lo de las razones era un tema muy relativo. Había descubierto que dos puntos de vista contrapuestos se podían argumentar de una manera parecida. Sólo se trataba de emplear las dosis adecuadas de palabras y de poner el énfasis suficiente. Si se lo proponía, era capaz de defender una posición, hoy desde el blanco, la semana que viene desde el negro. En ambas situaciones, conseguía convencer a las hermanas, que eran su auditorio más fiel. Nunca lo consideró un hecho muy meritorio. En primer lugar, era consciente de que la pericia de ellas para contraponer argumentaciones distintas no iba muy lejos. No contaba, pues, con un público excesivamente hábil para la retórica. Por otra parte, creía que su habilidad no era un don de Dios, sino una manifestación de buen aprendizaje. Durante años, un día sí y al otro también, había acudido a los oficios religiosos del cura del pueblo. Sus sermones estaban considerados una prueba de rigor y de artificio. El hombre se los preparaba con auténtica pasión. Ella había descubierto que eran la única cosa de la vida en la que ponía entusiasmo. Todo el resto era una consecuencia de aquellos sermones. Ante la congregación de fieles, que se reunían todos los domingos en la iglesia del pueblo, se transformaba. Crecía un palmo, ganaba en volumen, en expresividad, mientras todo su cuerpo adoptaba una actitud mayestática. La voz era grandilocuente. Entonces les hablaba del bien y del mal.

A base de escuchar los sermones, descubrió las técnicas de la oratoria. Ponía en ello los cinco sentidos, convencida de que no tenía que dejar escapar ni un solo detalle de lo que decía. No sólo le gustaban las palabras, sino que se interesaba por la forma con que sabía combinarlas, por los silencios que intercalaba y que mantenían expectante la atención de la gente, por la modulación de la voz, por el tono rotundo de cada frase. Pensaba que era una forma de demostrarle su amor. Aquel amor prohibido que él no habría aceptado nunca. Si no podía amar su cuerpo, amaba las palabras que pronunciaba. Sería su discípula, hasta que consiguiese dominar el arte del discurso. Con los años, fue perfeccionando aquella habilidad. A pesar de que no tenía muchas oportunidades de practicarla, se aficionó a probarlo poco a poco con sus hermanas. Nunca manifestaban signos de aburrimiento. Creían que Ricarda tenía un don que ellas no poseían, y les gustaba escucharla. Lo hacían con una expresión respetuosa, casi devota, que la llenaba de satisfacción.

Se dio cuenta de que las palabras podían ser un instrumento muy eficaz. Dominarlas no era una simple destreza ingeniosa, sino que otorgaba un poder. La sensación le resultaba grata. Saber convencer a los que la rodeaban, darles razones para que asintiesen a sus argumentos, dejarlos sin respuesta posible, se convirtió en un placer. El único placer que le alegraba la vida. Ante el hombre que había sido su maestro, sin embargo, tenía una reacción curiosa. Una reacción que ella misma no acababa de comprender: todas las habilidades adquiridas se volvían nada. Cuando él la miraba, se quedaba muda. Si le dirigía la palabra, le respondía con una serie de frases entrecortadas, balbuceantes. Si, en alguna rara ocasión, le preguntaba qué pensaba sobre una cuestión mínima, las explicaciones devenían inconexas, sin mucho sentido. ¿Dónde estaba la brillantez de las frases? ¿Dónde se escondía aquella facilidad para confeccionar discursos convincentes? No lo sabía. La persona que le había enseñado a dominar las palabras también se las robaba. Le habría gustado decírselo, pero nunca fue capaz de ello. Había muchas otras cosas que también ignoraba. No sabía, por ejemplo, de dónde había heredado la suspicacia. Sus hermanas eran confiadas, nunca pensaban mal de la gente. Ella, aunque no se lo propusiera, lo cuestionaba todo. Llegó a pensar que era una reacción propiciada por las palabras. Como sabía que hay miles de argumentaciones posibles, no podía fiarse de lo que le decían. Lo ponía en duda. Pensaba en ello una y otra vez, incrédula.

La causa fue aquel carácter. Estaba segura de ello. Aunque podría haber parecido un juego de azar o del destino, fue simplemente una consecuencia de la desconfianza. Estaba orgullosa de ir por la vida con los ojos bien abiertos. Intuía que los rostros de los demás pueden convertirse en máscaras. Son disfraces que esconden cosas. Pueden ser actitudes ante la vida, reacciones propiciadas por un hecho determinado, o secretos no descubiertos. A ella, la entusiasmaba adivinar secretos de los otros. Lo consideraba un ejercicio de inteligencia, una prueba de su viveza natural. El único problema era que, habitualmente, sus hermanas no tenían secretos. Eran criaturas transparentes que reflejaban en el rostro el estado de ánimo que vivían. Si estaban contentas o preocupadas, si habían tenido un disgusto o un momento de alegría, todo lo llevaban escrito en los ojos. Le habría gustado que fuesen menos claras. Habría querido que descifrar lo que vivían fuese complicado.

En aquella ocasión, sus actitudes distraídas la pusieron en estado de alerta. No las descubrió haciendo comentarios alejados de ella, como si conspirasen. Ni tampoco oyó que se les escapara una frase inconveniente. No había una sola pista real que la llevara a intuir secretos, pero los respiraba en el aire ausente de las hermanas. Ambas habían retornado al pasado y añoraban el tiempo en que eran jóvenes. Podía ver cómo evocaban a los enamorados que habían perdido. Pensaban en ellos como si aún fuesen reales, cuando no eran ni sombras, ni polvo, ni recuerdos vivos fuera de sus mentes. Pensó que aquellos ataques de melancolía estarían ocasionados por algún cambio que se había producido a su alrededor. Una alteración que no había sabido percibir, circunstancia que le extrañaba profundamente.

Lo descubrió mirándolas. Después de algunos días de observación silenciosa, comprendió que algo importante había sucedido. Se rehuían entre sí. Pasaban largo rato con la mirada fija en el techo, sonreían sin motivo, se distraían. Se dio cuenta de que miraban a Elisa de reojo, que suspiraban cuando ella entraba en su habitación o salía; que, a veces, estaban a punto de decir algo, pero que se mordían los labios en el último momento. Se decidió a interrogarlas. Era una tarde de aquel verano que fue muy largo. Estaban sentadas bajo los porches, con Carlota cerca de ellas. No hablaban mucho, demasiado ocupadas quejándose por el calor que, según ellas, las dejaba sin palabras ni fuerza. No corría una pizca de aire. El ambiente invitaba a la quietud, a dejarse estar hasta que las horas trajeran el fresco de la noche. Se dirigió a Magdalena: -Es curioso que Elisa salga todos los días con este calor. No sé cómo tiene fuerzas.

Se dio cuenta de que aquel comentario las despertaba de golpe de su estado de letargo. Enrojecieron a la vez y ella pensó que iba por buen camino. Esperó la respuesta como si nada.

– Mujer, ella es joven -murmuró tía Magdalena.

– Es natural que le guste salir. Tiene edad -añadió redundante tía Antonia.

– Me extraña que pase tantas horas fuera de casa. Ya sabéis que, en seguida, la gente habla.

Esta vez fue tía Antonia quien tomó la iniciativa:

– ¿Y qué va a decir la gente? Nosotras nos hemos pasado la vida pendientes de los demás. Ya era hora de que alguien de esta familia fuera a su aire. Me parece muy bien.

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