María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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Antonio era un adolescente alegre que caminaba con aires de rey. Era hijo de una de las casas más ricas del pueblo. Desde muyjoven tenía la actitud de un gallito que pretende entrar en todas las bregas. Llevaba la raya del pelo trazada casi con compás, reluciente, y unos pantalones recién planchados por la criada de turno. Cuando cruzaba la calle, pensaba que le pertenecía entera. Se conocían de siempre, pero un día decidió que Magdalena iba a ser su chica. Le gustaban sus ojos y su boca. Le robaba besos, cuando podía. Era un ladrón de besos que la pillaba siempre por sorpresa. Los labios de Antonio se posaban en los de Magdalena por un instante, ya que ella huía. Aunque le gustaban aquellos besos de miel, procuraba escapar de ellos. Le habían contado que los hombres se cansan, si la novia consiente demasiado. Ella quería hacerse un poco la estrecha, aunque fuese contra su voluntad. Siempre tenía la impresión de que no los saboreaba lo suficiente, como si los dejara pasar de largo. Luego pensaba en ello, por la noche, pero al día siguiente volvía a actuar de la misma forma. A tía Magdalena, las precauciones no le sirvieron de nada. Lo recordaba con un punto de rabia, pese a los años pasados. Antonio se cansó igualmente de ella y empezó a perseguir a otras chicas. Nunca olvidó aquellos besos tristes, apagados casi antes de nacer.

Con Aurelio fue otra historia. En este caso, el indeciso era él. No se atrevía ni a mirarla. Le daba miedo que la molestasen sus gestos, si eran demasiado atrevidos. Incluso se esforzaba en hablar bajito, para que las palabras no le hiriesen el oído. Empezaron a salir juntos casi por casualidad. Se conocieron en la estación de tren, cuando ella fue a recibir a unas amigas que llegaban de la ciudad. Él bajó del último vagón. Luego pensó que no había sido una casualidad: era un hombre que siempre llegaba tarde. Iniciaron una conversación tímida que les hizo compañía. Le contó que preparaba oposiciones para notario. Vivía encerrado en un gabinete que fue de su padre, en paz descanse, rodeado de libros de leyes. Había suspendido las pruebas hasta seis veces. Esperaba que la séptima fuese la buena, pero lo decía sin convicción, con un punto de derrota anticipada que le sabía mal. Tardó un año y siete meses en decidirse a besarla. Antes sólo le cogía sus manos que siempre llevaba húmedas de sudor y de dudas. La besó bajo un árbol de copa ancha que le recordaba a un campanario. Estaba situado a las afueras del pueblo, en el camino que llevaba a la estación en donde se conocieron. Fue un beso de lluvia tranquila que le llenó la boca de agua. Fue un beso lento, porque Aurelio todo lo hacía sin prisa ni pasión. Mientras él recorría sus labios, Magdalena tuvo la tentación de morderle la piel fría. Se retuvo a tiempo y al día siguiente le dijo que no quería continuar con aquella relación. Lo vio marcharse con los hombros inclinados, la cabeza baja, incapaz de hacerle reproches o de intentarla convencer.

Tras la columna, recordaba sus besos. Besos escasos, precarios. Le habría gustado poder guardar otros recuerdos, pero la vida no se transforma. Las cosas son como sucedieron, aunque el paso de los años pruebe a dulcificarlas. La visión de Elisa y el jardinero le tenía el corazón robado. La cautivaron el entusiasmo y la lejanía. Los intuía lejos del jardín, aislados de lo que los rodeaba. Sonreía. Suspiraba. Mientras tanto, los labios de Ramón recorrían poco a poco el contorno de los labios de Elisa. Eran unos labios que se entreabrían, húmedos y acogedores. Aquél era el espacio en el que había decidido quedarse para siempre: el rincón de mundo donde quería ser feliz.

XVII

Subía hasta la redondez de los hombros y ascendía al cuello, en donde podía intuir el latido del corazón, justo debajo de los lóbulos. Se detenía con pasión. Luego, un recorrido descendente en vertical hasta los pechos. Cada pezón, una cereza oscura, erecta. Tenían el color de la sangre fijada en un lienzo blanco. Le gustaba morderlos poco a poco, mientras los dedos de ella se perdían entre sus cabellos. Se enamoró del olor de Elisa. Era un conjunto de aromas que descubría en los rincones de su cuerpo: el aroma del pelo, que parecía la hierba en verano, la fragancia del nacimiento del escote, los efluvios que surgían de las palmas y del sexo. Eran olores distintos que acababan acoplándose a un solo aroma. Lo aspiraba en un trago profundo y se saciaba por entero.

Sus cuerpos entre el desorden de las sábanas, ocultos del mundo, habían convertido la habitación de Ramón en un refugio. Las cortinas medio cerradas descubrían un resquicio fino de luz. Tamizada, difuminaba el contorno de los cuerpos. Había una cama ancha, que los acogía. Ellos se exploraban la piel y se buscaban los labios. El tacto del otro, la dureza de las piernas y del vientre, el contacto pleno. Se abrazaban y las manos iniciaban caminos. Seguían rutas inciertas que recorrían sus brazos, se detenían en el interior del codo, en el punto preciso en que la piel tiem bla si los labios la tocan. Continuaban hacia el principio del vientre y volvían a sentir que la luna ocupaba un lugar en sus sexos. Tenían el sexo de luna, hambrientos y felices.

Entendieron que el placer tiene un punto de dolor. Es una cuestión de intensidades. Depende de encontrar el grado, la justa medida. Cuando supera ciertos límites, cualquier intento de contención es imposible. Se desbordan los sentidos, como salen los ríos de sus cauces, después de una tempestad. Entonces también desaparecían las distancias. No hay ni un milímetro que separe los cuerpos, porque ambas pieles forman otra piel. Un único tacto, un solo aroma, un mismo sabor marino. Los cuerpos tienen sabor a sal, de aquella que queda depositada en las cuencas de la rocas, cerca del mar. Como las manos recogen la sal y la guardan, así la lengua percibe su sabor y lo hace suyo.

Ramón se volvía para apoyar la espalda sobre la almohada. Estiraba los brazos y abría las piernas. Quieto, con un punto de ansiedad, la esperaba. Ella se ponía encima poco a poco. El cabello en desorden se esparcía por los hombros de él, le acariciaba la barbilla. Durante unos minutos se quedaban inmóviles. Lo único que importaba era sentir las formas del cuerpo, la proximidad amiga. Los pechos en el pecho; los vientres uniéndose. Fuera, el día empezaba a adormecerse. La luz se diluía y comenzaba la noche. Percibían el cambio de tonalidades, porque surgían las sombras. Eran sombras amables, que los acunaban. Recortes de una noche que se les volvía cómplice. Lentamente, Elisa se movía. Trazaba líneas y curvas sobre la piel que la esperaba. Era como si escribiese con su propia piel sobre la del otro. Hacía dibujos geométricos, ondulaciones sinuosas, movimientos anchos o pequeños. Ramón se alzaba en un arco para acoplarse a los gestos de su cuerpo. La sincronía era perfecta.

Él estaba dentro; o ella lo tomaba. No importaba. Olas cálidas se esparcían por todas partes, mientras la habitación se teñía del color de los árboles del jardín. Se movían a la vez, en una combinación de prisas y de ganas de hacer que durase el placer. Las sábanas se oscurecían, como oscurecía el aire. Olía a pieles que se encuentran, que se palpan, que se reconocen. El deseo, convertido en criatura volátil, no se saciaba nunca. Se cogían las manos, entrelazados los dedos que apretaban con fuerza. Murmuraban palabras de amor, palabras que se volvían nuevas porque ellos las pronunciaban. De repente, el estallido de los cuerpos.

Se prolongaba el placer. Habrían querido que durase una eternidad, porque la eternidad existe, precisamente, en el abrazo. Volvían a besarse y los labios tenían un punto amargo. Entrelazados los cuerpos, pensaban que no podía ser, que era imposible. Cuesta reconocer la felicidad, cuando nos ofrece su rostro de lleno. En el primer momento, no lo acabamos de creer. Ellos se miraban a los ojos y se preguntaban dónde estaba la poca fe de antes. Se había fundido en el aire. Entre las sábanas húmedas de efluvios, constataban que todo sucedía de una forma muy elemental. El deseo se imponía a los pensamientos, a las palabras, a las normas. No había nada en el mundo que tuviera aquella fuerza.

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