María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Las Mujeres Que Hay En Mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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XVI

Era recorrer poco a poco los contornos de sus labios. Con la punta de la lengua, primero tímida, después incisiva, recorrió aquellos labios que se entreabrían como los pétalos se ofrecen al sol. Eran carnosos, húmedos. Dibujados con unos pinceles que manejarían demiurgos, tenían la ductilidad de la belleza. Se entretenía como si fuera un juego, esforzándose por modular la prisa. Los humedeció con su propia saliva, deseoso de descubrir sus movimientos. Los mordió un poco, el punto justo para que se encendiesen de un rojo que era casi color de sangre. Los labios de Elisa eran el espacio que había buscado siempre, donde quería quedarse. Era curioso que hubiera tenido que ir tan lejos para comprender que su sitio eran unos labios, la comisura que los rompe en un gesto de sorpresa o de gozo, el rictus pequeño que los libera de la quietud.

Había encontrado un refugio donde esconderse del mal tiempo, donde probar el azúcar o el limón. Le habría resultado difícil explicar qué gusto tenían aquellos labios. Aveces, cuando los recorría levemente, casi sin tocarlos, le parecían caramelos de anís. En otras ocasiones, sólo con que identificara el contacto, el sabor se transformaba en menta o en chocolate. Por un momento, notó la sal marina. En un instante, se convirtieron en briznas de hierba que olía a lluvia. ¿Y el tacto? Tampoco era sencillo describir el tacto. Aquella sensación de seda quebradiza, cuando se acercaba lleno de deseo. Aquella que era jugosa, cuando la pulpa temblaba entre sus dientes.

Entendió que besarse puede ser una caricia o un combate. Cuando los labios se encuentran con otros labios, se estremecen. Es el temblor del deseo. Nadie habla de ello, como si fuese un secreto. En cambio, hay quien se refiere al temblor del miedo, cuando algo nos llena de espanto. Hay quien habla del temblor de la inseguridad o de las indecisiones. Es como si temblar sólo implicara escalofrío, pero también significa estremecerse. La sensación de que el corazón se vuelve pequeño y de que, a la vez, se aceleran sus latidos. La lengua se enardece en el encuentro con la lengua que desea. De un contacto casi insignificante, pasa a la aproximación plena. Las dos se tocan, mezclan salivas, que son aguamiel, recorren interioridades, rincones profundos. Se pierden, glotonas.

Nunca había besado de aquella forma. El beso había sido un acto reflejo, el preludio de un encuentro íntimo. Ejercía la función de punto inicial, de comienzo del juego, pero tenía una importancia relativa. Ahora, en cambio, se convertía en el centro del mundo. Un mundo en el que sólo existían aquellos labios a los que habría reconocido sin verlos. Tan sólo por el tacto que lo vuelve todo preciso. Pensó que besar a Elisa era como viajar por los caminos de la India. La sensación resultaba similar. La atracción por lo que descubrimos, las ganas de seguir más allá, hasta que se nos quiebre el aliento y se nos quede el alma contenta. Le parecía volver a oír música de cítaras. Veía brazos al aire, surgidos de los pliegues de un sari. Contemplaba callejones estrechos, laberínticos. Se detenía en un lago y, desde un minarete, obtenía una visión plácida del mundo.

Besarla era como mezclar la placidez y el afán. El recorrido tranquilo por la piel de unos labios que se abren y la prisa que nos provoca la aventura de explorarlos. Alas de mariposa, lluvia que queda retenida en las hojas de los árboles, dedos que trazan caminos en el aire. Todo eso junto y mucho más. ¿Cómo se puede explicar lo que nos resulta inexplicable? ¿Dónde están las palabras, que sabía poderosas? ¿Cuál es el adjetivo que sirve para definir con precisión la vida? Siempre había encontrado palabras que le resultaban útiles a la hora de definir sensaciones, estados de ánimo, el placer y el dolor. Las palabras, que aprendió a amar cuando se las oía a las mujeres y a los hombres, se diluían. Transformadas en un pálido reflejo de las emociones, tan sólo lo ayudaban a una aproximación remota. Lo acercaban de lejos al deseo, pero no lo explicaban.

Mientras tanto Elisa tenía miedo. La atemorizaba la posibilidad de que fuese un sueño. Los besos de Ramón no tenían nada que ver con los que recordaba: aquel encuentro de bocas que se buscan entre la torpeza y la precipitación. La saliva llenándole la cara como si fuesen las pisadas de un caracol que se paseaba por su rostro. La lengua inoportuna hurgando entre sus labios. De aquella suma de despropósitos, nació una hija que era un sol. Pensarlo la consolaba. Parecía imposible que dos besos pudieran ser tan diferentes. Por una parte, estaba el rechazo o, si quería ser benévola con el pasado, la indiferencia mezclada con una cierta curiosidad. Por otra, la atracción profunda, poderosa. Un sentimiento que lo borraba todo, haciendo desaparecer cualquier duda.

No recordaba cómo había saltado aquella baranda. Tal vez, él alargó sus brazos y la sostuvo. Quizá se lanzó sola, cautivada por sus ojos. Quién sabe si jamás habían existido la barandilla, ni la terraza, ni la lluvia. Todo excusas perfectas para su encuentro, después de tantos años con el decorado a punto. Lo único cierto eran los brazos de él ciñéndola, su aliento en el pelo, los labios muy cerca.

Al principio, estaba quieta. Era incapaz de hacer un movimiento, porque tenía la voluntad adormecida. El deseo era como una ave que se revuelve en su jaula. Tenía que esforzarse para abrirle las puertas y ventanas e invitarlo a volar. Llevaba demasiado tiempo con el espíritu inmóvil, sin levantar ruido. Lentamente, empezó a recobrar la vida entre sus brazos. Su boca se transformó en una forma dúctil que se movía al compás de otros labios. Pensó que besarse era como recorrer un lugar desconocido. Había dosis de inquietud, ganas de perderse en un giro, una sensación de alegría difícil de explicar, pero que nacía en el fondo del corazón.

Era verdad: con él, el jardín se volvía diferente. Lo observaba desde el refugio de sus brazos y le parecía un espacio desconocido. Veía las ramas de los árboles pobladas de hojas y pájaros, los senderos que serpenteaban, las avenidas de jazmines esparciendo buen olor. Estaban los eucaliptos, los pinos de copa redonda, las hiedras recorriendo fachadas y paredes. Era una explosión de verdes que nunca antes había descubierto. Los rosales formaban una dispersión de pétalos en el suelo. Le habría gustado recogerlos y comérselos uno tras otro. No había nadie excepto ellos dos, guarecidos entre las columnas, abrazados. El mundo se había ido desvaneciendo poco a poco. Perdió sus formas y colores, hasta que sólo quedaron los labios que ansiaban beberse otros labios.

Transcurrió un rato. Ninguno de los dos habría sido capaz de contabilizar los minutos. El tiempo era su cómplice y se escurría entre sus manos, sin darles oportunidad de capturarlo. Cuando el tiempo se para, la vida se detiene. Para ellos la vida era un inicio y un encuentro. No existía la posibilidad de cronometrarla. Quizá les habría gustado saber el momento exacto en el que quedaron presos el uno del otro. La hora en que se miraron y todo se paró. Lo úni co que podían hacer era dejarse llevar por aquella hora mágica, aprovechar el amor que nace, cuando la existencia es una gran hoja en blanco, cuando está todo por escribir. Podían esforzarse en retener la hora del atardecer. Corría un poco de aire entre las columnas de piedra, refrescando el ambiente. Se abrazaban con el ansia de no dejarse escapar. Cuesta dominar los impulsos. No es sencillo que la razón dé la orden de tranquilizarnos. Nos aferramos con la desesperación de quien sabe cómo era antes la vida y no quiere volver a ella. Deberá crecer, lenta, la confianza, para que el empuje inicial se calme. Al principio, no obstante, gana el deseo. El deseo, que es la incertidumbre en el abrazo, nos domina el pensamiento. Nos roba la voluntad.

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