Pasaron las estaciones y la vida seguía una música de ritmos cómodos. En la casa, nadie se atrevía a inquietar sus días. No veía a mucha gente, porque no lo necesitaba. Cuando llegaba el calor, sacaba una sombrilla y miraba desde la baranda. Observaba el agua del estanque, los nenúfares, los árboles. Si algún pensamiento desagradable acudía a su mente, lo rechazaba sin esfuerzo. No era difícil alejar lo gris, cuando los colores estallaban a su lado. El verano siempre había sido la época del año que más le gustaba. Se producía una curiosa combinación de sentimientos. Por un lado, la pesadez de las horas, cuando el sol caía en el jardín y tenían que cerrar las persianas para que no invadiese las habitaciones. Entonces todo se volvía aún más lento. Por otro, aquella sensación de fuerza, un vertido de energía en el cuerpo. Si hubiera sido capaz de explicarlo, habría dicho que el verano le daba coraje. Le daba pereza cualquier movimiento, en las horas cálidas que todo lo entorpecen. A la vez, la intensidad de la luz, que desnudaba al mundo sin clemencia, le aumentaba las ganas de vivir.
Sucedió a principios de verano. En el jardín, los grillos formaban una orquestina cuando empezaba a girar la noche. Por las mañanas se despertaba con la luz entrando a chorro por la ventana. No había cortinas que pudieran filtrar tal intensidad. Todo el mundo sudaba. Gotas de sudor caían por la frente de su padre, cuando inclinaba la cabeza para atender a una explicación de un paciente. Una llovizna se instalaba en las sienes de las tías, que nunca se acostumbraban a aquellas temperaturas. Un fina capa de agua le recorría el cuello, por más que se trenzase el pelo. Se preguntaba cómo es posible combinar la lentitud con el afán. Sólo el verano facilita esa unión de contrastes. La quietud y la prisa ocupaban un lugar en el pensamiento, acompañándolo. A veces, habría querido permanecer inmóvil en la cama, quieto el cuerpo por donde el calor abría caminos. En otras ocasiones sentía el deseo de moverse.
El día 15 de agosto, la fiesta de la Virgen, hizo un calor húmedo que se abrazaba a la piel. La casa se despertó con cierta inquietud: había prisas innecesarias por los pasillos, carreras por la escalera de la entrada principal, risas en la cocina. Nadie sabía la causa de aquel desbarajuste. Probablemente ni siquiera se dieron cuenta de que sucediese nada especial. Para todo el mundo era un día como cualquier otro. Incluso Elisa tardó en ponerse en guardia. Aunque notó a las tres tías algo nerviosas: entraban en una habitación y salían de ella media docena de veces, repetían la misma pregunta que acababan de formular, combinaban períodos de una gran locuacidad con ratos de silencio. Aunque Carlota parecía especialmente nerviosa y reclamaba con insistencia sus juguetes, Elisa no descubrió lo que estaba a punto de suceder. Su vida siempre había sido controlada, mesurada. Había una única excepción, aquella noche absurda que le dejó el obsequio de una hija, pero nada más. El resto era tranquilo.
Al mediodía llovió. Fue una lluvia de agosto, que obligó a retirar las sillas de las terrazas. No duró mucho, pero cayó con la intensidad de los pensamientos que se van repitiendo como una obsesión. Formó charcos en el suelo, pequeños círculos de agua verdosa que Carlota descubría. Debería haber servido para limpiar el ambiente, pero sólo fue una fantasía. El aire continuaba pesado. Había algunas nubes en el cielo que no calmaban el calor. La humedad se adhería a los tejidos de la ropa y penetraba en el cuerpo. Parecía que el día iba a hacerse eterno: eternas la horas y eternos los minutos. Nadie tenía la sensación de estar esperando algo. Esperar significa estar atento, vivir alerta. Significa permanecer con la mirada a punto, a la expectativa de lo que va a venir. Elisa nunca había vivido de esta forma. Sin embargo, aquel día se sorprendía a sí misma, demasiado inquieta para poner atención en lo que sucedía a su alrededor. En una increíble combinación de distracción y agudeza, notaba los sentidos despiertos. Captaba los olores que la llovizna había reavivado y que entraban por la ventana. Intuía los sabores de la comida que se estaba cocinando y que esparcía un olor a hierbas aromáticas. Habría querido recorrer su propio cuerpo con la punta de los dedos sólo para capturar sus formas. La excitación del ambiente se había trasladado a las manos de Elisa, a sus ojos, a la mirada que buscaba sitios por donde volar. Fue entonces, al apoyar su cuerpo en la barandilla de la terraza. Con las mangas arremangadas y el cuello abierto, miró al jardín.
Por el sendero, entre dos hileras de eucaliptos, avanzaba alguien. Tenía la actitud distraída de quien no se imagina observado. Era un hombre alto, más bien delgado, que andaba moviendo el cuerpo al ritmo de los pies. Le resultó una figura vagamente familiar y se entretuvo contemplándolo. Había fijado su mirada en él por azar, pero se resistió a retirarla, llena de curiosidad. Él no caminaba muy de prisa, distraído en los árboles que lo rodeaban. Ahora arrancaba una hoja, después recortaba con los dedos unas ramitas secas, luego pasaba la mano por un tronco. Trazaba unrecorrido lento, como si buscara la rugosidad de la madera. Le llamaron la atención sus movimientos: aquella calma de hombre que busca en las profundidades del jardín, que pierde el sentido del tiempo, concentrado en el afán por contemplar las plantas, por calcular su inclinación y empuje. A medida que se acercaba, vio a un hombre fuerte, que tenía las facciones bien dibujadas, el semblante firme. Le gustó la forma en que se movía. Cada movimiento era una mezcla de naturalidad y de determinación. Había gestos improvisados y gestos que parecían fruto de una experiencia de siglos. ¿Quién le ha enseñado a moverse de esta forma?, se preguntó. Destacaba en él una dosis de misterio que le encantaba. Habría querido preguntarle de dónde salía, por qué extraños laberintos había llegado al jardín.
Ramón levantó la cabeza desde lejos y vio a una mujer que escudriñaba desde la terraza. Era Elisa, la hija del señor. Lo adivinó en seguida, aunque llevaban tiempo sin verse. Quizá no era tanto. Tal vez era una cuestión más simple: nunca habían querido favorecer un encuentro. Mientras ella fue una niña, la apartó de su camino, porque le traía pensamientos absurdos. Después, simplemente, se olvidó de ella. De la misma forma que ella se alejó de un hombre que no le resultaba nada interesante, porque tenía una actitud áspera. En aquel momento cambió todo. No fue una transformación lenta, resultado de un encuentro que hace que modifiquemos los criterios iniciales respecto a alguien. Tampoco fue la consecuencia de una conversación que nos desvela aspectos insospechados de otra persona. La situación fue mucho más elemental. Una mujer levanta la mirada y descubre a un hombre que avanza desde lejos hacia donde ella está. El hombre tarda unos minutos en reaccionar. Ella se pregunta quién será. Pasa un rato hasta que lo relaciona con el jardinero de la casa. Le parece un personaje muy atractivo y se pregunta cómo le ha podido pasar por alto durante tanto tiempo. Mira al cielo y busca la lluvia. El aguacero habrá limpiado el aire para que lo pudiera descubrir. Sin abandonar su posición inicial, quieta en el mirador que le ofrece la baranda, no se decide a hacer nada. Continúa observando sus pasos por el jardín, mientras lo espera.
Ramón ha vivido un proceso casi parecido. Al principio, el perfil de la mujer que acaba de descubrir le ha resultado algo familiar. No se trata de una familiaridad que tenga las raíces en un encuentro más o menos frecuente. Haber visto a alguien no es motivo suficiente para que te resulte conocido, próximo. Está trastornado, porque le hace recuperar viejas imágenes. Elisa tiene aires de Sofía. Ya ha pasado tiempo suficiente como para que la historia de su juventud siga guardada en el fondo de un cajón. No lo altera ni recordarla. A pesar de todo, el parecido resulta sorprendente. Este hecho capta su atención y lo impulsa a acercarse con cierta curiosidad. A medida que se le aproxima, los parecidos se diluyen. Se encuentra con una versión de Sofía mejorada por los años: una mujer con el pelo recogido en la nuca lo observa con atención. Tiene unos ojos que le recuerdan a otros ojos. Es joven como la otra, pero se adivina un punto de altivez que le resulta desconocido. Está también la rebeldía. Un gesto de decisión que habla de un carácter fuerte. Los labios son el rasgo que llama más la atención de su rostro. Le recuerdan a las fresas, antes de recogerlas, cuando mezclan su olor con el de la tierra. Lo descubre con sorpresa: no se trata de una mujer muerta que vuelve para reavivar fuegos que se apagaron tiempo atrás. Ya no quedan ni las brasas, de aquellas hogueras. Sólo un recuerdo amable, la pesadumbre por el deseo dulce e intenso que no ha vuelto a experimentar de la misma forma. La mujer hacia la que avanza no admite moldes ni modelos.
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