Adivinó el esqueleto de la isla, su forma de criatura estirada. Habría querido que aquella imagen se grabara para siempre en sus ojos, pero no era capaz de ello. Un velo de niebla le nublaba la pupila e impedía que la mirada se detuviera en lo que veía. Se acercaron poco a poco, mientras el espacio adquiría un tono anaranjado. Entre morados y grises, resplandecían colores de mandarina. Le temblaron un poco los labios, pero mantuvo la postura de hombre que no se inmuta por nada. Se había alzado el cuello de la chaqueta, aún tenía las manos hundidas en los bolsillos, cuando el barco atracaba. Los perfiles de las casas, las formas del paisaje, se recortaban sin anuncios. Por un instante, pensó que no podía haber pasado mucho tiempo. Todo era una repetición de lo que recordaba. La sirena del barco avisaba a los pasajeros de que llegaban a la isla. Pronto sería hora de desembarcar. Ramón miraba las rocas y los árboles con el corazón dolorido. Le dolía de pena y de ganas de volver. ¿La pena? No sabía si tenía que atribuirla al desconcierto. Las emociones se mezclan sin orden, cuando es la hora del retorno.
El mundo estaba como lo había dejado. La única diferencia es que lo encontró más oscuro. La oscuridad tiene relación con la exactitud: cuando los sitios y las personas se concretan, adquieren cuerpo y sombra. Las imágenes que el recuerdo diluía y desvirtuaba se volvían a componer ante sus ojos. En la reconstrucción de los diferentes lugares, intervenían la experiencia pasada y los cambios del presente. Los días vividos se acumulaban en el interior de Ramón y formaban una materia curiosa, un bálsamo que se posaba sobre las cosas y modificaba su apariencia. Le sucedió sobre todo con las distancias. Hubo de resituarse en el espacio de la isla, donde todo se le antojaba más pequeño. La propia finca, que antes le parecía campos sin límites, se convertía en un fragmento de tierra perfectamente acotado. Esta percepción lo tranquilizaba, lejos de preocuparle. Mientras recorría el mundo, esperaba que fuese infinito. Ahora, que volvía a estar en casa, lo único importante eran los linderos conocidos. Los terrenos mil veces pisados, el conocimiento de cada rincón. Le ocurrió lo mismo con los ritmos del tiempo. En Mallorca, no reinaba la prisa. Los hechos se sucedían sin agitaciones porque nada se precipitaba. Aun así, no eran los ritmos de la India. No existía un acoplamiento entre los que había aprendido a hacer suyos y estos otros que le volvían a salir al encuentro. Tenía que esforzarse para facilitar la adaptación al cambio. Era una cuestión de pasos, de compases, de cadencias. Le gustaba intentar recuperar los viejos hábitos.
Lo recibieron con una mezcla de alegría y de curiosidad. La mayoría de las personas que vivían en La Casa de Albarca habían traspasado pocas veces sus límites. Para ellos era la medida del mundo. Por lo tanto, no era posible imaginarse qué podía haber al otro lado del mar. A muchos les resultaba del todo indiferente. No les importaba saber lo que existía más allá de los márgenes de una isla que convertían en el centro del universo. Otros miraban a Ramón con una cierta curiosidad. Habrían querido saber cómo era posible sobrevivir lejos de Mallorca. Vivir años enteros sin morirse de añoranza. Algunos lo envidiaban. Eran jóvenes, inquietos, y habrían querido ser lo bastante valientes para partir. Le observaban el rostro, transformado como un trozo de mármol que acaba de ser cincelado por un buen escultor, mientras pensaban que había vuelto hecho un hombre. Recordaban la expresión de antes, aquellos rasgos sólo perfilados en los que cualquier emoción se dibujaba. Lo comparaban con la cara del presente, absorta en cada uno de los descubrimientos. Una cara de difícil lectura, ya que guardaba las emociones como si fuesen tesoros que se negaba a compartir. Compartía, sin embargo, las conversaciones. Les explicaba historias traídas de lejos, que tenían un regusto increíble.
El señor lo recibió con amabilidad. Mantuvo cierta distancia, que consideraba adecuada, entre sus dos mundos, pero le dijo que se alegraba de aquel retorno. Hizo referencia a la carta, mientras le agradecía los comentarios y las descripciones que, según su opinión, eran una prueba de confianza respetuosa. Le dijo que esperaba que se encontrase bien entre los suyos y que, muy pronto, se volviera a incorporar a las tareas de siempre. El jardín -dijo con una sonrisa- quizá aún se acuerda de tus manos. Ramón lo observó en silencio, mientras lo escuchaba. Analizaba los sentimientos que Mateo le despertaba. Comprendió que no quedaban restos de las emociones pasadas. No experimentó ni una pizca de la rivalidad que le inspiró años atrás. Incluso el recuerdo de la antigua sensación, que sabía real, le parecía mentira. Pero tampoco quedaba ni una sombra de aquella complicidad que experimentó hacia él, después de la muerte de Sofía. Todo formaba parte de otra historia. Lo saludó con la cortesía del jardinero que manifiesta al señor que quiere recuperar un puesto de trabajo. Le expresó una amabilidad que no tenía nada que ver ni con la comedia ni con el servilismo. Ramón era sincero: se alegraba de estar en La Casa de Albarca y se lo hacía saber a su señor. El resto era materia muerta. Hablaron un rato, junto a la sombra recuperada del almez. Él no se cansaba de mirar sus hojas, de observar el grueso y el alcance de las ramas, la solidez del tronco. Por un momento, pensó en todos los árboles que había visto. Se acordó de árboles pequeños y de árboles disformes, de ramas perennemente desnudas, de otras que eran jardines en el aire. Los recuerdos eran gratos, pero la presencia del almez se imponía. Pensó que ver todos aquellos árboles le había servido para querer mejor al viejo conocido.
El gran descubrimiento fueron las estaciones. Era magnífico recuperar las primaveras y los otoños. Significaban la oportunidad de reencontrar las lluvias suaves, las capas de hojas que cubren el suelo, los ocres que preceden al invierno. Le encantaba volver, en los meses que lo renuevan todo, a la sensación de que los días se alargan, que se le gana tiempo al sol. Eran percepciones que volvía a sentir, después de muchos días de vivir dividido entre las sequías y las lluvias salvajes. Todas las primaveras, esperaba la brisa de las mañanas. Todos los otoños, se entretenía en medir cómo la luz se hacía un paso más corta. Entretanto, hubo de reconciliarse con el jardín. Durante aquellos años, manos inexpertas lo habían dejado crecer sin control. Aquella libertad de movimientos lo dotaba de un encanto difícil de precisar, pero concordaba poco con la voluntad del señor, decidido a imponer cierto orden. Ramón intentó equilibrar los dos extremos: el aire de libertad que transmitían las plantas que han crecido algo más de la cuenta, la hiedra que ha invadido toda una pared, los pinos, los rosales que necesitaban una poda urgente, las plantas que se habían salido de sus márgenes, los árboles que crecieron sin gracia.
Hubo de pasar un poco de tiempo para que se adaptara al retorno, pero no mucho. Como las semanas transcurrían de prisa, pronto volvió a sentirse cómodo. Sin habérselo propuesto, tenía la confianza de los que trabajaban a su lado. Nadie discutía sus decisiones ni le planteaba dificultades. Tenía una relación cordial con los demás. Reinaba el espíritu tranquilo de las buenas conversaciones, el tiempo para un chiste o una broma, pero perduraba siempre un punto de recelo. No lo había decidido así, pero era una forma de mantener la reserva sobre su propia vida, lo que constituía una necesidad. Podía ser cordial, pero nunca sería del todo transparente ante los ojos de los demás. Había dosis elevadas de reserva y de silencios. Eran los silencios que había aprendido a calcular cuando estaba en la India. Ahora no quería renunciar a ellos. Nadie lo consideró nunca un hombre estirado ni de trato difícil. Respetaban sus rarezas con un gesto que se parecía a una sonrisa.
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