Encontraba hombres capaces de estar muchas horas quietos, observando el agua de un lago o las altiplanicies del terreno. Llevaban todas sus pertenencias encima porque no tenían muchas. Se habían desprendido de los bienes que poseían con el deseo de estar poco ligados a las cosas. Su existencia consistía en seguir el camino. Tan sólo se detenían en los templos en los que la gente se reunía. A Ramón le costaba entender aquella actitud distanciada que hacía que no fuesen de ningún lugar. No comprendía su capacidad para renunciar a todo lo que era material, ya que él guardaba los objetos que lo acompañaban como si fueran tesoros. En la mochila llevaba media vida.
Aquellos hombres tenían la mirada profunda de quienes saben muchas historias que podrían explicar. En cambio, casi no hablaban. Habían convertido el silencio en un aliado cómplice y feliz. Era su mérito: tener el pensamiento lleno de palabras y medir cada vocablo que pronunciaban. No les gustaba el parloteo inútil. Conocedores del poder de las palabras, medían su uso. No querían desperdiciar aquella fuerza que podría haber movido montañas y voluntades. Estaban convencidos de que el silencio permite oír mejor los sonidos del mundo.
Ramón aprendió mucho de ellos. Observándolos, ya que apenas mantuvo conversaciones. Su postura le ayudaba a vivir. Le gustaba, sobre todo, la calma con la que se enfrentaban a las dudas. Dejaban que todo transcurriera con fluidez, sin oponer obstáculos. No se interponían a la vida. Desconocían la impaciencia, el afán, la angustia. Resolvían los interrogantes con la simple observación de los detalles, de los momentos pequeños que lo explican todo. Se reconcilió con el recuerdo de Sofía, aquella parte de la vida que llevaba como un peso en la espalda. Se acostumbró a pensar en la ventana como si fuese un espacio recuperado. Un lugar donde fue feliz, que le había permitido conocer el amor. Intuía que aquel amor lo acompañaría siempre, que nunca olvidaría su rostro. Ahora, que vivía en un contacto absoluto con las cosas, se sorprendía al pensar que nunca la había tocado. Era extraño reconocer que se había sentido muy cerca de una mujer con quien nunca tuvo una relación física real. La había sentido tan próxima que le parecía mentira. A veces, de noche, soñaba con ella. Se le presentaba su cuerpo para que lo pudiera recorrer con sus dedos. El tacto era importante, algo que olvidó durante su relación. Pensaba que era suficiente con mirarla. Todas las miradas puestas en un cuerpo.
En la India aprendió a valorar el sentido del tacto. Los objetos pasaban a formar parte del mundo conocido, desde el momento en que sus manos los tocaban. Una cara era percibida en una caricia. Capturaba la suavidad del cabello, la piel tersa o cansada, los brazos predispuestos. Recorrer el mundo con las puntas de los dedos significaba conocer sus bordes, sus meandros, sus líneas. Había líneas rectas que atravesaban el mundo como una flecha. Otras eran sinuosas y formaban lazos como si fueran a llegar a la cima de una montaña. Las había que se cerraban en un círculo perfecto. Otras tomaban la forma de una nube. Le gustaba la sensación de tocar las piedras, la tierra, la hierba. Permitir que la mano se perdiera por las paredes de una fachada, meterla en el agua, ponerla en contacto con el fango o el polvo. Sentir en el rostro el polvo del camino. Notarlo como una presencia que nos rodea por entero y forma otra piel, abrazada a la nuestra.
En aquellas tierras, Ramón aprendió a observar las cosas de forma tranquila y reposada. Le agradaba saber que la tierra puede ser grande como un pañuelo que se extiende y cubre los vacíos. Antes de volver a la isla visitó un lugar remoto del norte de la India, Khajuraho. Era un lugar de difícil acceso. El avión que recorría la ruta Jaipur-Benarés hacía escala cuando la meteorología se lo permitía. Las tempestades eran frecuentes y los pilotos a menudo tenían que pasar de largo. Después de intentar aterrizar infructuosamente, seguían la ruta hacia Benarés. Estaban el pueblo viejo y el pueblo nuevo, situados a unos cinco kilómetros del aeropuerto. Contando los alrededores, se podían calcular unas nueve mil almas. Le sorprendió el contraste con la pestilencia de Agrá. La vegetación era más generosa, la gente afable, las calles tranquilas. Le parecía que habían reducido el espacio, en un punto en el que los turistas no se quedaban mucho, porque estaban sólo de paso. La gente iba para ver sus templos magníficos, maravillas arquitectónicas profusamente decoradas. Abundaban las figuras humanas y de parejas en posturas eróticas. Le sorprendió ver cómo la sensualidad podía surgir de la piedra y obrar el prodigio: dotarla de vida, de sinuosidad, de movimientos cadenciosos y sugestivos. Le gustó la minuciosidad de los detalles. Ver la espalda que se dobla como un arco, los brazos que se alzan, las manos cuando rasgan la ropa, sólo insinuada, de un sari, las acrobacias, casi funambulescas, de los amantes. Aprendió a detener la mirada en cada gesto que se recortaba en la piedra. Era un placer para sus ojos, poco acostumbrados a reconocer sensualidades detenidas para siempre. Había cinturas insinuando movimientos, pechos erguidos, nalgas rotundas. Se preguntó cómo era posible que, mil años atrás, el sexo fuera ya pura belleza y artificio. Encontró todas las variantes de un juego amoroso intenso. Los templos se alzaban, majestuosos, ofreciendo la diversidad del sexo.
Se adentró aún más por la región, hasta llegar a las cataratas. El agua brotaba pardusca de tierra; la naturaleza era plácida. Cuando caía la lluvia, se embarraban los caminos. Entretanto, pasó por pueblos minúsculos que no aparecían en ningún mapa. Había dos docenas de casas mal contadas, una fuente donde las mujeres, vestidas con colores brillantes, iban a buscar agua, hombres que observaban su paso desde el portal de casa. Le gustaban, sobre todo, los niños. Los niños indios tenían una belleza particular, extraña entre tanta miseria. Los ojos eran pozos hondos, oscuros, capturadores de miradas. Planteaban preguntas, interrogaban, llenos de curiosidad. Las adolescentes lucían sus esbeltos cuerpos, sus cuellos largos, las sonrisas seductoras. Les gustaba perseguir a los pocos viajeros que veían pasar. Sus carreras tenían algo de huida y de búsqueda a la vez. Algunos niños iban descalzos, los pies negros de suciedad. Huían, puede que sin siquiera saberlo, de su realidad empobrecida. Al menos, esto pensaba Ramón al verlos. Eran como bandadas de pájaros persiguiéndolo, voraces. Tenía que pedirles que se fueran, con una sensación que mezclaba el desconcierto y la impotencia.
Una niña de ojos inmensos, con el pelo al viento, el cuerpo delgado y dulce, lo siguió. Corría sola, cuando los demás ya habían abandonado la carrera. Llevaba un pequeño collar de piedras de colores, humildes, sin nada de valor. En su cuello parecían esmeraldas. Llevaba una falda vieja y un corpino verde que le descubría, en un relámpago, trozos de piel morena. Extenuada, con el aliento roto en medio del camino, la perdió de vista. Entonces fue él quien habría querido seguirla. Fijó sus ojos en aquel punto, cada vez más pequeño, que borró la distancia. Cuando se desvaneció, aún perduraba la imagen en su retina. Hizo un esfuerzo por memorizarla.
Durante mucho tiempo, los días transcurrieron sin prisa. Tan sólo contaban sus ganas de continuar la ruta, la pasión por los descubrimientos. Era un hombre joven que recorría el mundo con el ánimo lleno de curiosidad. Habría querido llevarse todo lo que le salía al encuentro, llenar un hatillo como si se tratase de un tesoro. Había salido de un jardín tranquilo para encontrarse con la diversidad y los contrastes. Había abandonado una isla pequeña para perderse en la inmensidad de una tierra que nunca dejaba de sorprenderlo. Aprendió a ser paciente y a estar vivo, a recobrar la alegría y a valorar el silencio. Un día añoró Mallorca. No era una nostalgia punzante, amarga, sino que tenía matices de gozo. Tenía la sensación de que empezaba a recuperar un bien perdido. Aquel tesoro preciado que le arrebató la muerte. Poco a poco, aprendió a reconciliarse con la vida. Entonces quiso volver. Decidió dejar atrás todos los paisajes que aún le poblaban los ojos para regresar al paisaje conocido, que podía medir y sentir próximo. Cogió un papel y escribió una carta al señor de La Casa de Albarca. Le decía que había recorrido un pedazo de mundo, que lo había descubierto ancho y diverso, pero que quería iniciar el camino de vuelta. Esperó la respuesta, ansioso, porque las buenas noticias a veces tardan por los caminos del viento.
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