También le resultaba difícil concentrarse en su trabajo, cuando su pensamiento volaba hacia lugares desconocidos. Pensaba en su mujer y se preguntaba por qué habían tenido tan poco tiempo. Se culpaba de las horas que había dedicado a su profesión, lejos de ella, y pensaba que debería haber vivido más a su lado. La había amado sin altibajos ni dudas. La echaba de menos del mismo modo.
Cuando llegaban los primeros nenúfares, Elisa se ponía contenta. Era una alegría que le brillaba en los ojos y que se le escapaba por los labios. Una satisfacción constituida por manifestaciones sencillas, casi sin importancia, que alejaban la niebla. A su lado no existían los días grises. Tenía una gran capacidad para transmitir sus propios entusiasmos, una tozudez profunda, un carácter tenaz. Su padre se preguntaba de dónde había surgido aquella fuerza. A él, no se le parecía mucho. No había heredado sus dudas que a menudo motivaban que no se acabara de decidir a emprender un camino. Tampoco perpetuaba la discreción y la mesura de su madre. Aquellos rasgos que en sus progenitores sólo estaban insinuados se dibujaban en su propio carácter. El trazo se volvía firme, de una contundencia que sorprendía a los que vivían cerca de ella. A medida que crecía, se acentuaba una forma de ser independiente, un punto altiva. No significaba que mirase a los otros con aires de superioridad, sino que se había construido un mundo propio en el que no dejaba entrar a cualquiera. Era un ser solitario y voraz. Sentía voracidad por las cosas que iba descubriendo, que le salían al encuentro.
Creció con la sombra de la madre en el pensamiento. Aquella madre a la que sólo conoció en un retrato. Cuando era pequeña, cogía una silla y se sentaba delante del cuadro. Luego intentaba quedarse inmóvil durante un rato muy largo. En la quietud, repetía la postura de la figura pintada: la forma de colocar las manos, la inclinación del cuello y la barbilla. Insistió para que la modista del pueblo le cosiese un vestido idéntico al que llevaba su madre. Al principio, su padre se negó a ello, desconcertado. Cuando lo convenció, jugaba a vestirse con la ropa del retrato mientras imitaba sus gestos. Al hombre llegó a producirle cierta gracia la situación. Muchas tardes se entretenía espiando los juegos de su hija, mientras comprobaba la exactitud con la que había aprendido a imitar la elegancia del cuadro.
Las tres tías coincidían en reconocer que era una niña extraña. Ninguna habría admitido que, en el fondo, veían en ella a una Sofía más enérgica, más capaz de salirse con la suya. Tía Magdalena afirmaba que tenía la misma cara de la sobrina muerta. Adivinaba sus facciones, cosa que, afirmaba, le servía de consuelo. Tía Antonia, con su carácter más realista, siempre matizaba que no eran exactamente los mismos rasgos. Se daba un cambio que resultaba de la suma de proporciones diversas. La mayor diferencia se encontraba en la boca. Los labios gruesos de Elisa no se correspondían con la boca suavemente dibujada de Sofía. Concluyó que no había un parecido real, si uno se detenía en analizar las diferentes partes de los dos rostros. El conjunto, en cambio, misterios de la naturaleza, los dotaba de un aire similar. Tía Ricarda decía que era una cuestión de gestos. ¿Cómo podía haber aprendido a hacer aquel movimiento con la mano? ¿De qué manera era capaz de reproducir el mismo rictus de los labios, la inclinación de los hombros, o el movimiento de una ceja? No lo sabía, pero el calco resultaba exacto. Decidió que los gestos también se heredan, así como se reproduce el color de los ojos o la forma de la nariz.
Aparecen los nenúfares en el estanque y Elisa estrena su sonrisa. Es una sonrisa que recuerda al aire limpio de las mañanas, aquel que entra por la ventana y limpia el ambiente de olores rancios. Todo el mundo en la casa respira mejor, con el sentimiento de que vuelven los buenos tiempos. Le gusta sentarse y contemplarlos. Se pasa mucho rato sentada en el jardín. Son días plácidos, cuando aún no ha descubierto el amor.
Ramón volvió a casa. Todavía no sabía si la podía considerar su casa, aquella finca rodeada de unos jardines que no lo reconocerían. No recordarían sus manos inquietas hurgando entre las hierbas y los pedruscos, limpiando senderos, vertiendo el frescor del agua que mana muy clara. Había pasado demasiado tiempo y las flores son efímeras. En la India había conocido a mucha gente. En aquel país de contrastes, fue un nómada que huye y que busca. También él había sido un hombre lleno de contradicciones. Por una parte, su voluntad de escapar de unos recuerdos que aún le dolían, de la imagen de una ventana persiguiéndolo. Un rostro, un cuerpo. Por otra, la curiosidad que se despierta y nos empuja a recorrer caminos, a perdernos en un pueblo o en una ciudad. Estaba presente la avidez del viajero recién descubierta por un joven que nació en una pequeña isla, que nunca imaginó que el mundo pudiera ser tan grande.
Descubría que el mundo es ancho como los pensamientos, y que como ellos vuela. Nunca se habría imaginado un mundo volador. Un espacio siempre cambiante, en donde la vida se sucedía sin pausas y sin prisa. Era curiosa la mezcla de velocidad y de calma que le salía al encuentro. Tenía la urgencia de sobrevivir, la agilidad con que se mueven los días y la gente. A la vez, el tiempo se adormecía. Las persoñas vivían la vida lenta de los que no sienten la impaciencia, hecha de inquietudes. Aprendió a esperar. Seguía una ruta itinerante en solitario. Si daba con una aldea acogedora, se quedaba ahí unos meses. Cuando llegaba la época de las lluvias, buscaba un refugio. Lo mejor era caminar. Le gustaba la sensación de tener muchas rutas abiertas por delante. En alguna ocasión, encontraba un compañero de viaje. Personas que le hablaban de la necesidad de recorrer la tierra. Cada uno le contaba una obsesión distinta que lo acercaba a la diversidad del mundo.
Había prostitutas en el camino, cerca de Agrá. Las cabanas estaban abiertas, con lechos a la vista de los que pasaban. Por el recorrido que va a Agrá desde la ciudad abandonada se veían bestias de feria en el arcén. Eran animales cazados en la selva. Retenidos para invitar a los turistas a fotografiarse junto a ellos. Llevaban cien años ahí, presos de una feria imaginaria. Ramón se acostumbró a ir de un lugar a otro sin normas. Lo guiaban el calor, la lluvia o el hambre. Agrá era una muestra de aquella India de contrastes que aprendió a reconocer. La mierda en la calle. Las cloacas desbordándose entre las piedras, las aguas fecales en la superficie, los perros sarnosos y los niños desnudos son los protagonistas de un paisaje dantesco. Todo era caos y suciedad. Hombres sin dientes, que perdían el último aliento en un cigarrillo pedido a los clientes, conducían las bicicletas que llevaban a los turistas. En casetas que parecen guaridas de bestias, dormían los obreros que habían venido de lejos a trabajar. Tras ellos, las prostitutas de pies ínfimos. Nubes de polvo en la piel de Ramón, en el pelo, en el alma. Los olores insoportables mezclándose con sonrisas que equivalían a espíritus resignados.
También en Agrá, el Taj-Majal. La belleza más sublime, junto a las boñigas y la basura. La armonía de la piedra, el equilibrio entre el mármol y el aire en que se sostiene, junto a la carne desnuda, llena de heridas purulentas. Durante muchos días no pudo alejarse de él. Era incapaz de abandonar aquel edificio que representaba todo lo que había salido a buscar: la serenidad en el aire. Iba a primera hora de la mañana, cuando empezaba la tarde, y a la hora en que la luz comienza a morir. La piedra cambiaba de tono según la luz solar. El contacto la transformaba. Era como si el blanco pudiese teñirse en un instante de tonalidades distintas. La luz rosada le daba rastros de crepúsculo. La intensidad del mediodía lo llenaba de amarillos. El atardecer esparcía violetas y morados, azul oscuro.
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