Antonia fue recibida por Magdalena, que la abrazó como si fuese un barco que halla un puerto seguro, y por Mateo, que volvió a esforzarse para que nadie advirtiera su desconcierto. Las dos hermanas se besaron con el mismo afecto que si llevaran medio año sin verse. Hubo expresiones tiernas, alguna lágrima mal disimulada, y una clara complicidad entre ambas, circunstancia que hizo suspirar al médico de Andratx, que se encomendó a los santos del cielo mientras le daba su bienvenida. En seguida se retiraron al cuarto, donde esperaban tener más intimidad para las confidencias, tiempo para llorar a su sobrina, y ocasión para comentar las anécdotas del pueblo la una y de la recién nacida la otra. Estaban ansiosas, tristes. Tenían ganas de distraer las horas con palabras y mutua compañía. Magdalena se apresuró a decir que en aquella casa no había orden ni concierto: las criadas, con el señor dedicado tantas horas a la consulta médica, campaban a su aire. Así, los muebles tenían un dedo de polvo, nadie ventilaba las salas, ni se ocupaba de la despensa. ¿Cómo iba a criarse la hija de Sofía con aquel desorden? A buen seguro, sería una niña enfermiza. Tía Antonia se apresuró en responder, casi pisando con sus palabras las de su hermana, que ya lo había imaginado, que la situación era calcada a como la suponía, que menuda desgracia, Dios mío, que Sofía había sido como una hija, y que la criatura era sangre de su sangre, que no podían más que cuidar de ella.
No hubo pasado una semana entera cuando tía Ricarda inició el trayecto hacia la casa, reclamada por sus hermanas. Le fue difícil dejar la sombra amable de la iglesia, los sermones del cura, las penitencias que cumplía cada vez con mayor devoción. Durante el viaje, que se le antojó muy largo e incómodo, pasó por estadios bien diferentes. Su estado anímico fue oscilando de la rabia a la tristeza con una facilidad que le resultó del todo sorprendente. Ella misma se extrañaba, porque era de un natural sereno, que rehusaba las emociones exageradas, que guardaba las energías para dosificarlas cuando era necesario, y no se alteraba en exceso por nada. A medida que el carruaje avanzaba por una ruta polvorienta, los pensamientos de Ricarda se perdían en una nube de confusión.
Es evidente que aquellas dos hermanas mías no saben hacer nada solas -iba diciéndose-. Mira que llamarme. Ésta no es forma de organizarse. ¿Qué vamos a hacer las tres en aquella casa? Ser un estorbo. Vamos a molestar a Mateo que, al fin y al cabo, es el padre de la niña, y vamos a acabar con su paciencia. Los hombres son todos iguales: malos de conformar. Él no nos tiene aprecio. ¿Cómo nos va a apreciar, si nos ha visto media docena de veces mal contadas en su vida? Nos acoge porque es educado, pero no le hace ninguna gracia. Habría sido mucho más hábil ir de una en una. Deberíamos saber que es más provechoso para la cría una presencia continuada que estas invasiones. Al fin y al cabo, tres tías… son muchas tías. Ay, Sofía, hija mía, no sabes el sacrificio que he tenido que hacer para irme del pueblo. Tener que dejar de ver a aquel hombre de Dios que es mi vida. No sé cómo se arreglará, en la iglesia, sin mí. ¿Quién le pondrá flores frescas en la capilla de los Dolores? ¿Quién colocará las sillas y quién le planchará la casulla? Aunque, en el fondo, quizá convenga que no me vea durante una temporadita. A ver si así me valora un poco más, que me he pasado los años haciéndole de criada. No hay derecho. La verdad es que lo hacía por él, no quiero mentir, pero Dios también podría estar contento por ello. Me he pasado muchos días en la iglesia: ¿cuántos rezos, cuántos oficios? ¿Y a cambio, qué? Me quita a la sobrina. ¡Ay, Dios mío, cómo me cuesta entenderos! Me sabe mal ver que somos tan poca cosa, que nadie me tiene en cuenta para nada. Fíjate las de casa del médico Munar, por ejemplo, siempre sanas y contentas, que parecen puercos, de tan gordas. Tienen unas hijas como soles, y yo nunca he tenido una hija, y mi pequeña, la única que he conocido, muerta y enterrada. Es que me vienen ganas de no volver a poner un pie en la iglesia. Si no fuese por él… está claro que no me verían el pelo. Pero ¿y él, qué? Como los demás. Ni una palabra de consuelo, ni un apretón de manos para acompañarme en la tristeza. Sólo supo decirme que tenía que aceptar los designios de Dios. ¿Qué designios? Dios mío, perdonadme, pero a veces pienso que habéis perdido el juicio o que os falta un tornillo.
Llegó a La Casa de Albarca mareada de tanto darle vueltas a la cabeza. Cuando bajó del carruaje, encontró a Mateo, que dibujaba una media sonrisa, al darle la bienvenida. Justo detrás de él estaban las hermanas, que daban saltitos de alegría para celebrar el encuentro. Antes de permitir cualquier comentario, les preguntó:
– ¿Dónde está la niña?
– Ahora duerme -respondió Mateo.
– Pero podemos ir un segundo -añadió Magdalena-. Si no hacemos ruido, no se despertará. Tiene el sueño profundo.
Se dirigieron a la habitación donde Elisa estaba. Era una hermosa niña que dormía plácidamente. Una luz amarilla, matizada por las cortinas, favorecía el reposo. Dormía de lado y sólo pudieron verle el perfil: una nariz bien formada, las pestañas largas, los labios regordetes. Hubo un silencio contenido. Por un lado, no querían despertarla. Por otro, resultaba inevitable pensar en Sofía. Tía Antonia suspiró, tía Magdalena movió la cabeza con cierta consternación, a tía Ricarda, que llegaba tras un largo monólogo en solitario, se le cayó una lágrima.
– Se parece a su madre -era más una pregunta que una afirmación de tía Ricarda.
– Es idéntica a ella -exclamó tía Magdalena.
– Como dos gotas de agua -añadió tía Antonia.
– Sí -concluyó Mateo, menos contundente-, tiene un aire a Sofía. Aunque ya se sabe, los crios cambian mucho.
– Bueno -musitó Ricarda con satisfacción-. Al menos no lo hemos perdido todo.
Vestidas de negro y con la expresión triste, las tres tías parecían figuras sacadas de un retablo. Cuando se desplazaban a la vez, sin embargo, tenían un movimiento de abeja que resultaba ensordecedor. Pocos días después de la llegada de la última, las otras dos parecían levantar cabeza. Renovadas las energías y con ganas de actuar, se decidieron a intervenir en el buen funcionamiento de la casa. Por eso empezaron a perseguir a las criadas, a hurgar en la despensa, a mirar cada mueble buscando una mota de polvo. Eran activas, trabajadoras e insistentes. Formulaban mil preguntas cuando les parecía que una cuestión no quedaba lo bastante clara. No cesaban de expresar comentarios ni de manifestar opiniones, convencidas de que su presencia era imprescindible. A Mateo, a veces, le parecían las hadas de un cuento. Entonces las observaba con ternura. Era cuando le recordaban a su mujer muerta, cuando le contaban anécdotas de la infancia y le desvelaban algún aspecto nuevo de su personalidad. Entonces se sentía bien, arropado por la retahila de palabras que pronunciaban. Era como si trenzasen un círculo que lo protegía y le permitía recordarla en paz. En otras ocasiones, le resultaba evidente que se transformaban en brujas malvadas. La metamorfosis no era gradual, sino que se producía de repente. Podía suceder en una comida, cuando estaban sentados al fresco, o durante aquellas veladas interminables en el comedor. Observaba sus facciones desencajadas, el brillo de las pupilas, la gesticulación de las manos. Cuando las miraba, le costaba reconocer en sus rasgos a las parientas de Sofía.
A Mateo, todo se le volvía pesado. Le resultaba dura la soledad en aquella habitación que sólo él ocupaba. Había noches en que se despertaba con la sensación de percibir el aliento de su mujer. Le parecía que la oía respirar de una manera pausada, mientras él dormía intranquilo. Durante un instante, pensaba que Sofía había regresado de algún viaje remoto, que la podía rozar con su mano. Al darse cuenta de que la percepción era errónea, fruto del deseo, experimentaba siempre la misma decepción profunda. Luego ya no podía volver a conciliar el sueño. Se había acostumbrado a ver nacer el día, desde la cama. Estaba habituado a la gradación de tonos que anuncian el alba.
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