María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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La segunda fase del dolor es más contenida. Ramón no puede evitar pegarse a una pared, como si buscase refugio. Entonces empieza a encogerse. Se vuelve, pequeño, doblado el cuerpo, flexionadas las piernas. Querría fundirse y convertirse en una piedra, insensible a todo, incapaz de experimentar nada. Se duerme con la cabeza entre los brazos, vencido por el agotamiento. Entonces sueña con Sofía. Sueña con su rostro rodeado de rizos, los ojos que lo miran sin pudor, el cuerpo esbelto que nunca pudo tomar entre sus brazos. La contempló tantas veces y con tal intensidad que se la sabe de memoria. ¿Qué más da el tacto de la piel, si los ojos la adivinan? ¿Qué valor puede tener una caricia, cuando las miradas envuelven con la mayor sabiduría? El deseo se puede volver tacto, pero también puede ser unos ojos.

Dicen que la distancia lo cura todo. Lo ha oído contar a los mayores, experimentados en casi todas las artes. Se pregunta si debería escucharlos. Le produce cierto reparo abandonar el espacio conocido, el jardín que ha aprendido a medir desde cada rincón. Aunque esté cerrada, la ventana le presta su compañía. Para todo el mundo puede parecer una ventana como cualquier otra. Él sabe que es única: es el lugar donde descubrió el amor, donde las horas pasaban, donde fue feliz. Sabe que no se puede resignar a la inmovilidad. Es incapaz de aceptar que la vida continúa, que tiene que repetir las mismas actividades de todos los días, de todas las semanas, de todas las estaciones. Así, una estación tras otra, hasta que se convierta en un viejo malhumorado y triste.

Nunca había pensado en marcharse. Hasta no hace mucho, el mundo se concentraba en el espacio inmediato que conoce y pisa. Le han dicho que no es verdad. Esto no es más que una parcela insignificante de lo que podría llegar a descubrir. Hay tierras remotas con nombres que ni siquiera sabría pronunciar. Hay mares que bañan las orillas que desconoce, puertos en los que las naves buscan refugio, olas que salpican el aire de espuma. Hay ríos de caudal amplio, donde puedes ver guijarros que han ido rodando, limadas las aristas por el roce con las otras piedras que han encontrado en el camino. Él sólo conoce los torrentes, casi siempre secos, de Mallorca. Si fuese capaz de dejar la isla, zarparía en un barco hacia tierras muy lejanas. Lugares donde la vida y la gente fueran muy distintos. La diferencia lo ayudaría a rehacerse. No podía aceptar que todo debía seguir igual, que cada día vería las mismas escenas, a la gente de siempre, las persianas cerradas. Irse significaría salvarse de una muerte cierta, ya que sumergirse en el dolor era como morirse poco a poco. Era aceptar una mentira, jugar a creer que podía salir adelante como si nunca hubiesen existido los encuentros, como si Sofía y su sonrisa nunca hubieran sido para él. Sabe que ella le perteneció durante muchas noches y no quiere que los recuerdos se desvanezcan. Prefiere guardarlos cerca del corazón, mientras busca nuevas sendas.

Había días en que Ramón tenía la impresión de que la pena era una planta inmensa que se bebía el agua de la maceta donde la habían sembrado. Él todas las mañanas cambiaba el agua a la pena. La regaba con agua limpia, transparente, para que la tristeza pudiera crecer sin obstáculos. No quería ponerle trabas, ni permitir que se fuera secando en su interior. Le hubiera gustado poder cerrar los ojos y olvidarse de ello.

Le enseñaron que los hombres no lloran. Aunque se les rompa el corazón o los devore la rabia, han de mantener el aspecto firme. Ramón llora. Lo hace sin querer, oculto de las miradas de los demás, muerto de vergüenza. Si pudiese evitarlo se sentiría mejor, menos vulnerable. Las lágrimas sólo son una mezcla de agua y de sal. Al fin y al cabo, muy poca cosa. Se lo repite muy a menudo, ya que la constatación lo calma un poco. Lo peor es que aparecen en el momento más inesperado. Son inoportunas e imprevisibles. Él se esfuerza en hacer como si nada ante los demás. Se pasea con la cabeza alta, mantiene las conversaciones de antes, repite inercias. En el momento más inadecuado, empiezan a caer una tras otra. Llegan sin aviso, mientras él habla con un vecino sobre la necesidad de podar los naranjos, por ejemplo. Cuando se da cuenta, pestañea con fuerza, dice que le ha entrado algo en el ojo, cuenta que el humo de los cigarrillos le enturbia la vista. Las lágrimas caen como una lluvia tranquila. No hay posibilidad de detener su camino. Derrotado, musita una excusa cualquiera, da la espalda a su interlocutor y vuelve a casa.

Marcharse lejos. Preparar el hatillo y recorrer muchos kilómetros. Sería como entablar un combate entre la distancia y la pena. Ahora ya sabe que, en el escenario del almez y la ventana, el dolor no sabe hallar consuelo. Una minucia sirve para reactivarlo. El comentario bien intencionado de alguien, la pregunta inocente de otro, incluso un silencio. Todo se junta para levantar una montaña que se interpone entre él y la vida. Intuye que aún no ha perdido la curiosidad por las cosas. A pesar de que vive días de desinterés por todo lo que le rodea, muy dentro hay una voluntad de saber, de conocer. Alguien le había dicho que, muy lejos, hay una tierra con extensiones de campo verde que trabajan mujeres esbeltas como cañas. Tienen la piel oscura de los que han padecido. Llevan pulseras de plata en los tobillos, porque dicen que traen buena suerte. Pero nunca se preguntan por qué les ha tocado vivir en la pobreza. Su miseria no invita a retirar la mirada del espanto. Se mueven con movimientos sinuosos, descalzos los pies. Los saris que llevan llenan la tierra de manchas de colores.

Sabe que irse no significa dejar una historia atrás. Aunque es muy joven, ya ha aprendido que llevará en el hatillo todo lo que ha vivido. La distancia no consigue que podamos desprendernos de la vida vivida, simplemente la cambia de lugar. Renueva el escenario, mezcla nuevos elementos. Cuando parta, se llevará con él el rostro de Sofía. Se llevará sus pies pequeños que se doblaban, cuando iba de puntillas. También los ojos inmensos que tenían un fondo de luz. Lo acompañará su cuerpo de funambulista. Ha leído una leyenda que se titula, precisamente, La maldición de la funambulista. Sucedió en Udaipur, una ciudad de la In dia, donde hay un lago que forma una bahía. La funambulista había hecho una apuesta con el marahá. Él le regalaría la mitad del reino si era capaz de cruzar el lago de extremo a extremo sobre una cuerda floja. La muchacha demostró un equilibrio impecable, mientras se movía con la agilidad de los pájaros. Cuantos la miraban contenían la respiración. Sólo le faltaba un palmo para cumplir la proeza, cuando un noble malvado cortó la cuerda. Ella cayó al lago. Antes de morir ahogada, tuvo tiempo para maldecir al marahá. «No vas a tener hijos», le dijo. Ramón piensa que ojalá alguien hubiera maldecido a Sofía con las mismas palabras.

La última vez que la vio oscurecía en el jardín. Las cortinas estaban abiertas de par en par y la ventana era un foco de luz que se proyectaba en los árboles. Sería una ilusión, creada por las ganas de asomarse a aquella luz, pero le pareció que la ventana desprendía olores de limón. Era un aroma intenso, que respiraba a fondo. Saber que la vería le alegraba. Era una alegría que le recordaba a un día soleado en el rostro. La calidez en las mejillas, en la nuca, en los párpados que tenía que cerrar para no deslumbrarse. El sol de la primavera que nace instalado en el rostro. La existencia se había convertido en una retahila de momentos de luz.

Se encaramó a la atalaya de la fachada. Miró a través de los cristales y le vio el vientre. Había observado cómo crecía durante semanas, a lo largo de los meses. Mientras se redondeaba, el cuerpo de Sofía adoptaba formas nuevas. Ganaba una gravidez serena de pájaro que reposa en la rama, de nave quieta en el embarcadero. Ella lo recibía con una sonrisa, el batín que, en aquellas últimas semanas, no se había vuelto a quitar y las manos que se cruzaban sobre el vientre, protectoras ante cualquier peligro imaginario. Aunque la sabía más ausente, concentrada en sí misma y en lo que sucedía en su interior, se sentía feliz.

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