Sofía tenía la mirada oscura, como si guardara algo que él no pudiera adivinar. Los gestos eran más lentos. Vio cómo se quitaba la ropa. El camisón voló como si fuera un pájaro que huye. Surgieron los pechos, que tenían una redondez plena. Luego el torso, hábil al movimiento. Aquellas piernas sin final; la espalda bien torneada. A Ramón le dolió el sexo, que crecía aprisionado en la jaula de los pantalones. Le dolió su aliento, que no podía beberse el aliento de ella.
El vientre adquirió de repente el protagonismo de la escena. Aquel vientre leve, que era una sombra de carne con el botón del ombligo. Ella lo acariciaba. Sólo un roce de las manos en la piel, ligerísimo. Pasó un rato. Habría querido decirle que la amaba, pero cuesta pronunciar las palabras cuando existe un cristal. Vio que se acercaba a la ventana. Observó que las manos se juntaban para hablarle. Se dibujó una curva de luna en el vientre. Ramón palideció. Se lo dijo despacio, para que ella pudiera leerlo en sus labios: «Esperas un hijo.» Sofía hizo un gesto de asentimiento con la frente, mientras volvía a mirarlo. Ramón tendió las palmas en la ventana. Apoyó las manos enteras, anchas. Ella puso las suyas al otro lado, coincidiendo en el lugar exacto en donde estaban las de él. Dos manos cubriendo dos manos: en medio, el frío del cristal.
Los asuntos del corazón nunca me obsesionaron en exceso. Puedo decir que desperté tarde al mundo del deseo. Cuando mis amigas se contaban sus anhelos, casi siempre acerca de algún compañero de estudios, las escuchaba con atención, hacía las preguntas necesarias -siempre hay preguntas que resultan pertinentes- y me olvidaba en seguida del tema. Por nada del mundo habría querido parecer poco atenta. Ni tampoco cometer la indelicadeza de permitir que creyesen que sus preocupaciones no me resultaban interesantes. En realidad, no me atraían en absoluto. La mayoría de los chicos que conocía eran niñatos que no miraban directamente a los ojos de la gente y que no tenían mucho que decir. En aquella época, yo era una mezcla de vanidad y de timidez. Me sentía importante, porque vivía en una casa llena de secretos. Era diferente de los demás, porque tenía un abuelo que me trataba como si fuera una persona mayor, una auténtica adulta. Por eso los miraba un poco por encima del hombro: nadie era lo bastante listo para entender al abuelo como yo lo entendía. Las conversaciones insulsas de mis compañeros eran un aburrimiento. Sólo hablaban de cromos y de deportes. A la vez, en una curiosa mezcla de sensaciones, me ganaba la timidez.
El agente provocador de esta mezcla había sido Ramón, el jardinero de la casa. Recuerdo un episodio que él habrá olvidado, pero que conservo grabado en la memoria. Debía de ser una niña de cinco o seis años. Estrenaba vestido y estrenaba bragas. Todo de conjunto, con bordados. Era de color cielo, con puntitos blancos que parecían nubes muy pequeñas. Me encantaba aquel vestido. En la habitación, ante la luna del armario, tomaba impulso con los brazos y daba una vuelta con la cintura, para que se levantase la falda. Cuando emprendía el vuelo, se me veía el borde de las bragas, con el dibujo idéntico del vestido. Me sentía orgullosa de ello y decidí enseñar a los demás aquella coincidencia perfecta de ropas y colores. Di un recorrido por las salas, mientras buscaba al abuelo. Estaba segura de que le gustaría verme. No estaba en el despacho, ni en el comedor, ni en la biblioteca. Darme cuenta de que no estaba en casa me producía siempre una sensación de malestar. Un poco de inquietud en el estómago, ganas de correr tras sus pasos, de llamarlo a pleno pulmón. Como siempre, me contuve.
En el jardín, aún había luz. Lo sé porque pensé que iba vestida del mismo color del cielo. De estas cosas te acuerdas después, aunque parezcan absurdas y pasen los años. Quizá olvides todos tus demás vestidos de infancia. Serías incapaz de memorizar la caída de la tela, el dibujo de la ropa, la forma de las mangas, pero sabes exactamente cómo era aquel único vestido que te emocionó. Tal vez tampoco te acuerdes del conjunto que estrenaste sólo dos años atrás para ir a una boda de compromiso. Hiciste un trayecto de tiendas para encontrar cualquier prenda que te hiciera una cierta gracia, que te permitiera cubrir el expediente. Lo llevaste, rígida e incómoda; lo colgaste en el armario y no pensaste nunca más en él. De vez en cuando, en cambio, aún te preguntas qué fue del vestidito azul celeste de tus cinco años.Pensé que el abuelo tardaría. Cuando salía de casa, volvía al atardecer. Me sentía decepcionada, pensando que debería desvestirme antes de que llegara. Aquella noche no me podría ver. Desde lejos, descubrí a Ramón. Aunque lo conocía, no tenía casi relación con él. Me parecía que su cara arisca tenía un aire huraño y que yo no le gustaba mucho. Me hablaba poco y sin mirarme. En aquel reducto magnífico que era el jardín, siempre me había considerado un estorbo. Tenía la sensación de que me evitaba. Aquella noche, no obstante, el azul del vestido me había subido a la cabeza. La ilusión me hacía sentir algo mareada, como cuando íbamos a la feria y montaba en una noria. Pensaba en cuando bebí demasiado vino, un día de fiesta en el que el abuelo, sentado a mi lado, se despistó y se olvidó de mí. Luego tenía los ojos manchados de lucecitas y el mundo me daba vueltas. Vomité el alma en un orinal. También llegué a la conclusión de que los olvidos se pagan caros. No se puede olvidar un vestido que nos cambió la vida, pero tampoco se puede olvidar cuidar a la nieta que no conoce aún el poder del vino.
Ramón estaba agachado en el suelo, de espaldas a donde yo me encontraba. Tenía las manos de aquel marrón rojizo de la arcilla. Había cavado un hoyo y acababa de sacar las últimas raíces, cuando me vio. Se me quedó mirando fijamente. Yo era una niña y no quise entender aquellos ojos quietos, detenidos en mí. Como la escena quedó impresa en mi cerebro, puedo recordarla y colorearla. Juraría que no se trataba de una mirada hostil, pero tampoco era cálida. Se diría que buscaba algo impreciso a través de mi presencia. Me observaba con la atención que ponemos en lo que no terminamos de entender, cuando queremos vencer los obstáculos que nos lo impiden, dificultades reales, tangibles. Me miraba con un gesto interrogante, que yo pasé por alto, ilusionada con el vestido nuevo, una minucia que ahora recuerdo con ternura, pero que entonces era el centro del mundo. No nos dijimos nada. Él, porque estaba demasiado concentrado en algo que me resultaba incomprensible; yo, porque, por fin, había encontrado a alguien a quien enseñarle mi vestido. Me planté delante de él, rígido el cuerpo, como si quisiera crecer, estirarme hasta el cielo. Me imagino la escena y me produce cierta gracia: una niña pequeña, que intenta estirarse para parecer mayor. No me impulsaba el afán de ser mayor, sino la necesidad de ocupar un lugar en el espacio enorme del jardín.
A veces, tan sólo buscamos que alguien se dé cuenta de que existimos. Nos importa más que cualquier otra cosa en el mundo. Queremos que unos ojos se detengan en nosotros y nos reconozcan. Sentir la consideración de los demás o, como mínimo, su aprobación es lo mismo que respirar, nos hace sentir vivos. A los cinco años, ya me lo sabía de memoria. Por eso adopté la actitud seria de las situaciones importantes. Lo miré. Ramón abandonó su trabajo y me volvió a mirar de un modo distinto, como si esperase que hiciera una pregunta o un comentario. Pero no le dije nada. Me levanté la falda del vestido hasta la barbilla, la altura justa para que se diese cuenta de que llevaba las bragas del mismo color. Fue un gesto de orgullo, de satisfacción, interrogante. Buscaba una respuesta a mi alegría.
Hay ciertas caras que casi nunca cambian de expresión. Mantienen los músculos con una tirantez idéntica cuando han de reírse o cuando han de llorar. Las cejas conservan la curvatura exacta en la ira y en el miedo. Son rostros que viven enmascarados. Hacen pensar que alguien decidió fijarles una determinada forma: los labios sellados, sin insinuar nada, los pómulos firmes, los ojos con una mirada que no permite adivinar estados de ánimo. Son rostros que no acostumbran a llenarse de arrugas con los años. La inexpresividad los preserva de aquellos pequeños surcos que son el indicio de una vida vivida. Se van secando, en cambio, como si fueran la fruta de una bandeja olvidada en la cocina. Pierden brillo, transparencia. Se van volviendo pequeños y opacos hasta recordarnos objetos sin vida.
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