Ella ha convertido en un hábito la reclusión en su cuarto. Cuando acaba de merendar, acompaña al marido, que se toma un café y se fuma un cigarrillo. Es la pausa entre trabajo y más trabajo. Después del breve descanso, Mateo retomará la consulta hasta la noche. Sentados en la sala, tienen una conversación tranquila que reconforta al marido y la inquieta a ella. Para el hombre, las conversaciones con Sofía son balsámicas. Le sirven para descongestionarse de todas las palabras que ha tenido que escuchar y que, en la mayoría de los casos, no le interesaban mucho. Las palabras son un soplo de aire fresco que alivia tensiones. Entretanto, ella piensa que su marido es un buen hombre, que no se merece sus juegos con el jardinero. Pero inmediatamente, en un intento de restablecer ante sí misma su sentimiento de buena conciencia, se dice que no hace nada incorrecto. Sólo protagoniza un juego de miradas, del que no osaría hablar con nadie, pero nada más. La expresión «infidelidad» le produce un rechazo profundo. Sabe que se casó con él para serle fiel. Su cuerpo, pues, le es fiel, pero las miradas son libres. También son libres los pensamientos, que despegan hacia lugares insospechados, cuando Ramón la mira. Este juego la hace vibrar. Está convencida de que no podría renunciar a ello por nada del mundo. Es dependiente, porque le resulta tan necesario como el aire que respira.
Cuando Mateo se retira al despacho, sube la escalera hacia las habitaciones. Camina poco a poco, porque intenta disimular la prisa y el afán. No quiere que las criadas hagan comentarios. Se ha repetido mil veces que tiene que actuar con naturalidad, que tiene que moverse sin que se noten las ganas que siente de dejar el mundo atrás. Aminora sus movimientos con la intención de poner riendas al pensamiento, que vuela hacia el saliente de la ventana. Cada paso es un instante menos de espera. Esto la alegra. Cuando sube, da un vistazo rápido a los cuadros del rellano. Hay uno que le gusta especialmente. Representa un paisaje de naturalezas muertas. Hay una calabaza madura y enorme, algunos membrillos. Las frutas parece que supuren melaza. Le traen a la memoria las confituras y es como si esparcieran su olor. Querría recogerlas y ofrecérselas. Piensa que regalar aromas es una buena cosa, porque los aromas nunca engañan.
El trozo de pasillo se alarga ante sus ojos. En este punto, siempre surge el deseo de recorrerlo de un salto. Una carrera y ya estaría, salvada de todas las miradas. Hace un esfuerzo de paciencia y contención. De todas maneras, él aún no habrá llegado. Le gusta recluirse un rato antes de que llegue. Dejar las ideas a su aire, prepararse para el encuentro. Se da cuenta de que su cuerpo ha tomado la iniciativa: no puede evitar la respiración agitada, las pulsaciones en las sienes. Siente que la piel le quema. El corazón corre, veloz. Es el mismo corazón que la impulsaría a saltar por la ventana, a abrir las puertas de par en par. Nunca lo ha llevado a cabo porque el pensamiento se lo niega. Vive un juego de contradicciones que, a menudo, es un tormento. El corazón y la piel, golosos, siempre están de acuerdo. El cerebro, sin embargo, se opone al amor.
Hay días en que la espera es dulce. Esperar puede convertirse en un paréntesis de soledad en el que crece el deseo. Ha descubierto que desear es un momento pleno. Los pensamientos se convierten en criaturas voladoras, mientras que la piel adquiere una sensibilidad inesperada. El cuerpo vibra, cuando la urgencia se instala en él. Sofía se echa en la cama. No la deshace, le gusta sentir el contacto rugoso de la colcha. Hay un punto de aspereza que nota en la cara, en las manos, a través del vestido. Lleva un vestido de algodón que tiene una tonalidad azul, de día que se funde. La cabellera se desparrama por encima de sus hombros. Le gusta tumbarse sobre la colcha, retozar un poco. Abre los brazos y abraza la extensión completa de la cama. Hunde su cabeza un poco más, como si fuera un animalillo que hurga en la tierra, buscando un escondrijo.
En otras ocasiones, la espera pierde cualquier asomo de gracia, porque gana la impaciencia. Una inquietud inexplicable se apodera de su cuerpo. Entonces no puede quedarse quieta en la habitación. Es incapaz de echarse en la cama, porque la inmovilidad le duele. Son momentos difíciles, cuando no sabe hacia dónde volverse ni qué pasos seguir. La inercia que se ha ido creando durante meses lucha con el sentimiento de duda. ¿Qué hace allí, esperando la visita de un desconocido? Se lo pregunta con cierta angustia, como si estuviera hablando con otra. Una mujer que ha decidido lanzarse, sin hacerse preguntas, a una extraña historia. A veces, querría poner freno, detener el empuje que la lleva a acudir a la cita. ¿Qué cita -se pregunta-, si jamás hablan? Intenta justificarse con razones que ella misma reconoce absurdas. Sabe que hay citas que se conciertan sin decirlo, que hay encuentros que se pactan en silencio. Ellos lo hacen todos los días. Todas las noches, cuando Ramón se va, renuevan la voluntad de volverse a encontrar. Entonces quedan de acuerdo para mañana, y para el otro, y para todos los días de la vida. Es un acuerdo tácito, pero igualmente efectivo. No necesitan las palabras que no se pueden decir, porque el cristal las apagaría. Han construido un amor al margen de las palabras, todo gestos que resultan imprescindibles, que son como el aire que respiran.
Ramón recorre el jardín sin hacer ruido. Durante la ruta, que acostumbra a ser siempre la misma, procura no dejar señales de su paso. Tiene que ir con cuidado para que nadie pueda descubrirlo. Si se cruza con alguien, debe intentar que su sombra se desvanezca. Si fuera sólo por él, los comentarios de la gente lo tendrían sin cuidado. Aunque es un adolescente con aires de hombre, está acostumbrado a la fama de muchacho huraño, un tanto raro. Pero ella es otra cosa. Por nada del mundo querría que sufriese las consecuencias de su locura. Sofía debe permanecer al margen de las murmuraciones de los demás. Nunca se lo perdonaría a sí mismo, si los descubriesen. Loco de amor es como se siente. Capaz de hacer cualquier juego de trapecio, sólo por contemplarla. Necesita verla para continuar viviendo, como si su cuerpo se hubiera convertido en el aire que respira.
Atraviesa los caminos del jardín, mientras piensa que la ruta es demasiado larga. Si tuviese la habilidad de acortarla, se sentiría tranquilo. La precaución le da una lentitud que detiene el ritmo del mundo. De día, este mismo camino se recorre en pocos minutos. Lo ha comprobado muchas veces. De noche, en cambio, cada paso es un riesgo y cuesta prolongarlo. Se da cuenta de que la respiración es intermitente, dificultosa. Los nervios siempre le ganan la partida. Calcula los pasos que aún le quedan por delante y es como si tuviera que andarlos con un peso enorme en la espalda. Por eso camina encorvado, encogidos los hombros, con miedo. Cuando está junto a la fachada, se siente un poco más aliviado. Sabe que queda la parte más difícil, el último tramo. Tiene que pegar su cuerpo a la piedra, abrir las manos hasta que encuentren los relieves conocidos que le sirvan como puntales, colocar los pies en los salientes de la fachada, e iniciar la subida. Mientras asciende, los dedos pelados y las rodillas golpeando los cantos, se siente feliz.
Sofía se quita poco a poco su vestido azul. Se entretiene desabrochando los botones, que son minúsculos, desde el cuello hasta la cintura. También lleva en las mangas, desde el antebrazo hasta el puño. Cada uno es como un instante que pasa en la espera. Quiere que la encuentre con la bata de seda que recorre las curvas de su cuerpo. Se la abrocha en la cintura. La ropa la envuelve en una caída vertical al suelo. Cuelga el vestido en el guardarropa y escucha, atenta. La avisa el roce de las manos y los pies en la fachada. Se da cuenta de que es él y contiene la respiración. Ruega no sabe bien a quién que no lo descubran. Nadie debe enterarse de estas visitas nocturnas. Por un momento, se imagina qué sucedería si lo descubrieran. Se vuelve aún más pálida, mientras adivina la presencia de Ramón tras los cristales.
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