Intuye que la sombra aún sin contornos determinados es él, cuando dos manos se posan en el saliente de la ventana. Mal instalado en el vacío, se coloca con la cara en los cristales. Intuirlo da paso a percibirlo. Percibir que realmente está ahí dura unos pocos minutos. No es un descubrimiento instantáneo. Todos los días tiene la sensación de vivir un pequeño milagro. Una maravilla que se concreta en unos ojos muy cercanos.
Ramón golpea con los nudillos en la ventana. Lo hace muy discretamente, para que nadie más pueda oírlo. Tan sólo es un toque de alerta, un aviso para que Sofía se acerque a donde está él. Ella aún no se decide. Le gusta tomarse su tiempo: para ponerse en pie, y andar hacia la ventana. No tiene el corazón sosegado. La calma de los gestos no va con la inquietud del espíritu. Cuando está a una distancia corta, lo mira. Los ojos de él buscan los ojos de ella. Los ojos de ella buscan los de él. Sonríen, complacidos, antes de iniciar el juego.
La tela de la bata es suave, casi no se siente en la piel. Recorre los brazos y la espalda hasta el suelo. Sofía desnuda es otra mujer. Una mujer con el cuerpo compacto y el vientre duro. Los hombros, quizá un poco anchos, se inclinan hacia atrás para descubrir la dureza de sus pechos. Tiene los pezones pequeños, como dos cerezas maduras, endurecidos por el deseo. El continúa sentado en la ventana. Tiene las manos abiertas, las palmas tendidas en el cristal.Sólo el cristal separa sus dedos del cuerpo que se dibuja rotundo.
Sofía tiene fija la mirada en las manos de Ramón. Es una palma de piel endurecida. Se imagina el tacto áspero. Imaginarlo la hace feliz. Cierra los ojos un instante y siente la presión de los dedos sobre su cuerpo. Será un contacto que duela un poco, que deje marcas rosadas en los pechos y en los muslos. No le importa. Quiere sentir que las manos la toman entera, que la acarician, que se abren camino por la espalda, hasta las nalgas. Compara el tacto imaginado con el tacto conocido de otros dedos, los de su marido. El tiene las manos suaves de hombre refinado, poco acostumbradas al trabajo rudo. Cuando la acaricia, siente rastros de ternura que le encienden el corazón, pero no los resquicios escondidos de la piel. Las caricias de Mateo son reales, previsibles. Suelen repetirse, una y otra vez, y tienen el sabor de lo conocido. Nunca le han resultado desagradables, todo lo contrario. La sosiegan, cuando está nerviosa. Le calman el sufrimiento, mientras tranquilizan su conciencia, pero no despiertan su deseo. No puede creer que Ramón nunca le haya puesto las manos encima. La impresión imaginada es tan cierta que podría explicarla con detalles, recrearse en los matices. La certeza de sus manos en su cuerpo es más verdadera que la proximidad de las de Mateo, cuando la abraza.
La respiración de Ramón tiene un ritmo intermitente. Lleva la misma aceleración que si hubiera andado un largo recorrido a campo traviesa: las sienes laten con fuerza, las gotas de sudor le recorren la frente, las manos le queman. Se dibujan los perfiles de las manos como si fuese una calcomanía en la ventana. Sofía abre un poco las piernas y hunde sus propios dedos en la humedad de los muslos. No puede evitarlo, porque su cuerpo entero se deja llevar por el ritmo de las sensaciones. Entonces Sofía ya no tiene sentido del equilibrio y cae, lentamente. Con el pelo y la frente hacia atrás. Tiene el rostro empapado de sudor. Se muerde los labios. Ramón querría romper el cristal de un golpe, saltar al interior del cuarto, tomarla en brazos.
Amarse a distancia debe de ser difícil, pero amarse desde una distancia tan corta es casi doloroso. Si la mujer que desea estuviera en el otro extremo del mundo, saberla lejana lo entristecería profundamente. Tenerla junto a él, en cambio, y saber cómo están marcados los límites de aproximación le produce una sensación difícil de explicar. Por un lado, las ganas de saltarse las barreras y entrar. Esto significaría olvidar las reglas que rigen sus vidas, parámetros que hablan de mundos sociales distintos, de un universo cuyo acceso tiene vetado, porque sólo puede otearlo de puntillas. Por otro lado, el convencimiento de que Sofía se sentiría traicionada si se atreviese cruzar la ventana. De repente, se da cuenta de que ha jugado un papel doble en la historia. ¿Cuántas noches ha soñado con este rectángulo de luz? ¿Cuántos paseos, con aire pretendidamente distraído, ha dado esperando que llegara la noche? La ventana ha representado la concreción del deseo. Ha pensado en ello mientras trabajaba en el jardín. La ha mirado de lejos, satisfecho, sabiendo que guarda el secreto de su vida. Ha alzado la cabeza para verla muchas mañanas, cuando aún tenían que pasar horas para el encuentro. Como la cara y la cruz de una moneda, le ha ofrecido el hechizo y, a la vez, la limitación del júbilo.
Hace pocos días, Sofía le hizo saber una noticia inesperada. Al no hablar, ha tenido que agudizar la importancia de los gestos. La mujer se explica con movimientos del cuerpo que lo hechiza. Un brazo que se levanta, los dedos que vuelan, los ojos que inician un combate de intensidades. Era una noche con idénticas inquietudes, vacilaciones, ganas de encontrarse. Cada uno había recorrido su camino: ella, un trayecto de pasillos y escaleras; él, un camino en vertical por la fachada. Los encuentros han ido repitiéndose hasta ahora con la exactitud de los viejos rituales. Aquellas ceremonias de amor que empujan a los cuerpos a encontrarse. El encuentro tiene siempre un punto parecido de emoción. A Ramón, le parece que alguien los va a descubrir, avisado por la música de sus pulsaciones. Son igual que caballos desbocados que amenazan con saltar todas las barreras, cuando él no osa atravesarlas. Sofía tiene miedo que alguien llame a la puerta, que intenten invadir su intimidad. Por suerte, nunca ha sucedido. Nadie se ha atrevido a vulnerar este espacio que todas las tardes le pertenece por completo. Los otros creen que reposa, antes de cenar. Se la imaginan bordando guirnaldas en una mantelería o cenefas de flores en un pañuelo. Saben que ama la soledad. Han visto cómo la buscaba, cuando tenía demasiada gente cerca. Es una mujer que huye de las multitudes, a quien estorban las presencias inesperadas. No le gustan las compañías que no espera.
Aquel día se encontraron con la urgencia de siempre. Ella quizá un poco más nerviosa que otras noches, porque tenía que explicarle su secreto. Aún no se lo había dicho a nadie. Sentía la necesidad de comunicárselo. Se preguntaba qué pensaría Ramón. Se lo planteaba con aquella preocupación que nos produce lo desconocido, lo que consideramos imprevisible. No había pensado que pudiera sucederle algo así. No formaba parte de sus deseos. Lo había borrado, cuando conoció al jardinero. Se olvidó simplemente de ello, mientras vivía sólo para los encuentros. Había negado una parte de su vida, como si no existiese. De un trazo en blanco, la memoria desvanecía todo lo que los pudiera separar. Aquélla era la única realidad sólida, firme, absoluta. El resto era dejarse llevar por los acontecimientos, por unos hechos cotidianos que no la alteraban mucho. Tenía que llevar la administración de la casa. Pues lo hacía. Lo hacía sin implicarse por completo, empujada por una rutina de pequeños gestos que llegaban a adquirir el valor de los hábitos. Tenía que preparar confituras. Cocinaba sin entregarse con la pasión de antes, equivocándose a menudo en las proporciones del azúcar. Tarros de mermelada demasiado dulce se sucedían en la despensa. Tenía que bordar cubrecamas de punto mallorquín. En cada puntada, había un poco del ansia en que vivía. Por eso nunca le salían exactas. Las había minúsculas, medianas, algunas demasiado grandes. Tenía que estar con el marido. Estaba a su lado con una sonrisa y el silencio. Lo abrazaba con los ojos cerrados, mientras el pensamiento volaba hacia otro cuerpo.
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