Añorar significaba confundirse cada día un poco más con su propia sombra. La sombra y tú siempre juntos, siempre solos. La sensación de ir recorriendo camino a su lado, de transformarse en una prolongación de la oscuridad, en una inclinación que es un perfil sombreado. ¿Dónde está el cuerpo que te definía y te dibujaba? ¿Por qué extraños caminos lo has perdido, que ya ni te reconoces cuando te miras en un espejo, reflejo de la sombra? A veces piensas que sólo te queda esperar. Quedarte muy quieto, mientras esperas que el tiempo transcurra y te llegue la hora de encontrarlas. Muy dentro, un chispazo de claridad te anuncia que no has de precipitarte. El campo aún está rojo de amapolas. Hay una rana en la alberca. Una niña que te da la mano y aprende el significado de las palabras a tu lado. Hay una mujer pálida que te sonríe, cuando os encontráis. Al principio, pasabas de largo. Ni te dabas cuenta. Un día le devolviste la sonrisa. Al día siguiente hiciste una inclinación con la frente que debió de recordarle a caballeros de otra época y que te pareció ridicula. Desde aquel día, te espera en el portal de la iglesia todos los domingos.
No podía creerme que se quisiera casar con aquella mujer. No encaja en nuestra existencia de pareja bien avenida. Me indigné, porque era como si me traicionase. ¿Qué haría yo en casa, si traía a otra mujer? Era una mañana luminosa y recorríamos el mismo campo de otras veces. Allá, mi abuelo había dicho muchas palabras. Me parecía que aún flotaban a mi alrededor. Sólo tenía que abrir la mano y cogerlas. Se lo dije:
– No te puedes casar.
– ¿Por qué no puedo hacerlo, Carlota? -su voz sonaba pausada, como si viniera de lejos.-¿Qué haremos con los retratos, si te vuelves a casar? Ella no querrá verlos.
– Ya he pensado en ello. Los cuadros estarán colgados en tu habitación. Yo iré de vez en cuando a mirarlos. Si puedo saber que están ahí, será suficiente.
– Te pasabas la vida hablándome de ellas. Hemos paseado mil veces: yo, en silencio; tú, recordando a mi abuela y a mi madre. Decías que te ayudaba a no olvidarlas, que no las querías borrar del pensamiento.
– Nunca las olvidaré. ¿En quién crees que pienso todas las mañanas, cuando abro los ojos? ¿Qué caras me acompañan, mientras me duermo? Carlota, una cosa no tiene nada que ver con la otra.
– Me lo tendrás que explicar, porque no te entiendo.
– Margarita es una buena mujer. Una persona discreta y respetuosa, que tiene un corazón generoso. Durante estos últimos meses he tenido la oportunidad de conocerla y de valorarla.
– ¿Conocer? ¿Valorar? ¿En qué lenguaje me hablas?
– Te estoy diciendo que es una persona que vale la pena. Me gusta su conversación y su compañía.
– ¿La quieres?
– Querer es una palabra complicada, porque tiene muchos matices. Si acaso, te diré que la quiero de una forma nueva, tranquila. Es un sentimiento que no interfiere con mis otros sentimientos. No estorba.
– Abuelo, me siento decepcionada. No puedes resistir la soledad. Te sientes solo y te casas.
– ¿Y qué?
– Me duele que no seas el hombre fuerte que imaginaba.
– Te ha salido una frase de película, hija, pero la vida no es esto. Reconozco que me cansa la soledad. Tú eres una adolescente convencida de que dominas el mundo. Pronto volarás lejos de mí. Es ley de vida. Yo sólo serviré para recordarlas y para esperarte.
– ¿Y ellas?
– Están muertas desde hace muchos años. Nunca lo vamos a aceptar del todo, pero es la verdad. Viven porque tú y yo las hacemos vivir. Cuando nosotros ya no estemos, se habrá terminado definitivamente. Ahora tienen una segunda oportunidad de vivir a través de los recuerdos. Cuando los recuerdos se acaben, ya no quedará nada de ellas.
– No me gusta oírte hablar así. Pareces otro.
– Es verdad. Yo he hecho que estimaras sus recuerdos, precisamente porque quería alargarles la vida. Pero los recuerdos no son suficientes para nosotros.
– ¿Qué nos falta? ¿Qué te falta?
– A ti, no muchas cosas. Tienes a tus compañeros del instituto. Después vendrá la universidad. Irás construyéndote un mundo propio. A mí, me hace falta compañía.
– ¿Ya has hablado con ella?
– A nuestra edad no hacen falta muchos circunloquios. Se lo dije ayer por la tarde. Le expliqué cómo es la vida en casa. Le dije que tú y yo vivimos solos, que la soledad se me vuelve pesada, que me gustaría hacerle una propuesta de matrimonio.
– ¿Directamente?
– No sé de otra forma.
– ¿Y cómo reaccionó ella? ¿Te contestó que sí o te dijo que lo pensaría?
– Ni una cosa ni la otra. Tuvo una reacción bien curiosa, debo reconocerlo: se puso colorada. Como es tan pálida, producía un efecto extraño.
La abuela Margarita se incorporó a nuestras vidas sin mucho estruendo. Muy a menudo actuaba como si no viera lo que era obvio. Al principio, me pareció una actitud estúpida. Los hechos son de una determinada manera, pensaba, y esta mujer no los quiere aceptar. Poco a poco, me di cuenta de que su táctica de no querer hacer aspavientos era muy hábil. Nos evitaba enfrentamientos inútiles y la salvaba de situaciones poco airosas. Ella había escogido la vía del silencio como forma de aproximación y, muy pronto, el silencio le fue cómplice. Enmudecía cuando el abuelo estaba de mal humor, cuando él y yo discutíamos o nos enfrentábamos por cualquier motivo, cuando intuía que había tensión en el ambiente. A la vez, sabía encontrar la palabra oportuna, si era necesario. No era mujer de levantar castillos de naipes, sino que era prudente y mesurada. Un carácter poco seductor por sus misterios -había pocos misterios que husmear-, pero de convivencia fácil. Al abuelo no se le veía más feliz, pero sí más satisfecho. Había ganado tranquilidad, equilibrio. No se reía mucho, pero yo lo adivinaba a gusto con la opción tomada. Esto me servía de consuelo. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, lo castigué de veras. Cuando quería demostrarle que aún no lo había perdonado, le cerraba la puerta de mi habitación, donde estaban los cuadros. Entonces parecía un león atrapado en unajaula.
La abuela Margarita me ganó en una dura batalla. No fue por su mesura, ni por su serenidad, ni por su discreción -virtudes muy destacables-, sino por su aire frágil. Me robó el corazón aquel aspecto de niña que acaba de aterrizar desde otro espacio. Le miraba los rizos de color plata, que habían sido dorados, y me daba cuenta de la expresión de sorpresa que guardaba en el fondo de sus ojos. Todo podía llegar a maravillarla o a sorprenderla. De aquella apariencia de indefensión, de la imagen de persona que, realmente, no ha roto un plato en su vida, me encandilé. Teníamos pocas conversaciones, pero su presencia fue formando parte del paisaje familiar. En un mundo a veces confuso y caótico, que ella existiera era una suerte.
La ventana se recorta en la fachada como un rectángulo de luz. Las cortinas, recogidas a ambos lados, han desaparecido de un radio de visión exterior. Ya no interceptan la vista, sino que ofrecen de pleno la panorámica de la habitación. No hay obstáculos para que la mirada se abra camino, escrute los objetos, se detenga en el cuerpo que se mueve. La ausencia de trabas para la contemplación hace que Ramón se sienta distinto. Se había acostumbrado a adaptar los ojos a un resquicio que ofrecía una imagen distorsionada de los objetos. Ahora tiene la sensación de que el horizonte se ha ampliado de pronto. El horizonte ha crecido hasta que la línea se ha convertido en un campo en el que se aprecian relieves y planos, gradaciones. No ha vuelto a ocupar la rama del almez. El árbol forma parte de una etapa que se le antoja lejana: un período lento de aproximación que recuerda sin añoranza. Ha aprendido a doblar las piernas y a meter sus rodillas en el saliente de la ventana, tras los cristales que le separan del mundo. Para Ramón, el mundo real son los metros que ocupa la habitación de Sofía, los objetos que reconoce con la mirada y, sobre todo, la mujer que intuye que lo espera, todos los atardeceres.
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