Para él, las palabras se parecían a la vida. Eran su retrato. También servían para dibujarla con gracia y precisión. Miguel se entusiasmaba por todo lo que tuviese cierto encanto. Le gustaba la forma de una nube o del cuello de una mujer. Se embelesaba en la contemplación de las piedras del camino, de las páginas de un libro, o de la ropa tendida en medio de la calle. A veces, Ramón pensaba que su espíritu sería ligero, ya que nada lo retenía del todo y, sin embargo, sabía encontrar placer en las cosas más pequeñas. Admiraba su carácter y en seguida se hicieron amigos. Le habría gustado parecerse a él, ser capaz de profundizar en la vida sin permitir que la vida le hiciera daño.
Aquel primer día en que se conocieron caminaron juntos hasta la Torre del Silencio, un lugar en donde los hombres entregan los muertos a los cuervos. A Ramón le resultaba difícil de entender. Lo observaron desde cierta distancia, porque no estaba permitido a los extranjeros acercarse. Miguel no decía nada, los ojos bien abiertos, como si quisiera llevarse las imágenes. Habían caminado un buen rato y tenían los pies cansados.
El aire del mar se volvió intenso. Ramón encogió los hombros y se acurrucó un poco dentro de la chaqueta. Empezó a tener frío, y aquella sensación le resultó grata. Era un frío húmedo, que le iba calando poco a poco en los huesos, bien diferente del clima indio. Reencontrarse con el frío lo hacía sentirse cerca de casa. Volvió a recuperar la conciencia de retorno, de momento único. Le habría gustado prolongarlo. Si hubiese sido capaz, habría detenido los momentos vividos que se iban sucediendo en imágenes prefijadas en el pensamiento. También habría dejado de hacerse preguntas sobre lo que iba a venir. Miguel le habría dicho que no se preocupase, que tenía un libro blanco aún por escribir. El mar era de un azul todavía muy oscuro, pero lo quebraban las olas. Primero, pequeños círculos de espuma; ahora cabras salvajes.
Tenía la sensación de ser otro hombre. Volvía distinto. Los años y la vida vivida lo habían transformado. Venía de momentos de caos y de momentos plácidos. Por eso se sentía afortunado. No se trataba sólo del viaje físico, de la sensación de que recorrer la tierra siempre es una ganancia, sino de la metamorfosis interior. Había aprendido mucho: atravesó caminos, escuchó historias, leyó libros. Desde la distancia, el antiguo mundo adquiría dimensiones nuevas. La añoranza hacia Mallorca se combinaba con la curiosidad que le inspiraba la isla. Se preguntaba si se sabría adaptar, de nuevo. El había escogido el retorno, lo cual le llenaba de una alegría profunda, real. A la vez, existía la posibilidad de no haber acertado en la decisión. Quizá había transcurrido demasiado tiempo. Tal vez los habitantes de la casa estaban ya lejos de su vida. Se fue siendo un adolescente. Volvía un hombre con el pensamiento repleto de imágenes capturadas, de lugares y rostros salvados en la memoria. Había dado muchos pasos y suspiraba por un poco de reposo. Habría querido que fuese sencillo recuperar el rincón que abandonó. Como si volver fuera un juego; como si recobrar los espacios conocidos no constituyese un reto, sino una consecuencia natural después de tanta lejanía.
Una gran ola empujó el barco, y él tuvo que afianzar bien los pies para no caerse. No obstante, no tenía la más mínima intención de abandonar aquel punto de vigilancia. Cerca de donde estaba, un grupo de personas hablaba en voz alta. Las palabras le llegaban sin dificultad, y eso aumentaba su sensación de acogida. Aunque en otras circunstancias habría preferido estar solo, aquella noche era distinta. Las voces lo mecían. Le ofrecían el resguardo de una presencia que acompaña y no estorba. Le recordaban dónde estaba y qué iba a hacer. Metió las manos en el fondo de los bolsillos, para guarecerlas del viento. Lo oía soplar, mientras le recorría el cuerpo una caricia poco tierna. Volvió a pensar en Miguel. Era su mejor amigo, la persona que había contribuido a cambiarlo. Se preguntaba si había sido capaz de agradecerle todo lo que le había dado.
Se habían visto por última vez pocos días atrás. En la casa de Bombay, entre las cuatro paredes desnudas de artificio y de oropeles. Un lugar tranquilo en el que habían compartido muchas conversaciones. Donde siempre había alguna anécdota que contar, un paisaje que describir. En aquella ocasión se encontraron para despedirse. Ramón estaba decidido a partir para Mallorca. Llevaba tiempo hablando de ello, y a Miguel no le extrañó. Le parecía lógica la voluntad de su amigo de reconciliarse con su pasado, el afán por recuperarlo. Él había pensado en posponer indefinidamente su retorno, ya que la vida en la India se le volvía cada vez más grata. Le habría sido difícil renunciar a su peculiar forma de medir el tiempo. Se había adaptado a unos ritmos que aprendió a hacer suyos. Ramón, en cambio, siempre fue un viajero. Tenía claro que estaba de paso, que no se podía establecer porque pertenecía a otro lugar. La aventura de la India tenía un principio y un final que se aproximaba. Estaban en aquella casa gris de cemento, en donde los objetos eran de una austeridad extrema. Dominaba la desnudez de las paredes, los suelos con un leve rastro de suciedad que recordaba todos los pasos dados, las luces débiles. La alfombra, en donde tantas veces habían compartido conversaciones, volvía a ofrecerles cobijo. Tenía un aire gastado, de tela que ha ido perdiendo su color, deshilachada por el uso. Era acogedora y cómoda. Se echaron uno junto al otro, con la amable sensación de dejarse llevar. A través de la única ventana que había en la habitación, abierta a un patio de vecinos, entraba una luz mortecina que les hacía compañía. Ninguno de los dos era muy explícito, a la hora de expresar sus sentimientos. Sentían que la conversación era más fácil cuando hablaban de los demás y de la vida. Mientras se referían a eso, sus miradas descubrían secretos. Ahora tenían muchas palabras pendientes. Ramón no quería marcharse sin haberlas dicho; Miguel las esperaba. Lo escuchó, pues, con atención:
– Creo que voy a un mundo desconocido. No sé si es acertada la decisión de volver a Mallorca.
– Llevas tiempo hablando de ello. Echas en falta la isla y es bueno que vuelvas.
– Cuando se acerca la fecha, crecen las dudas. Era un niño cuando me fui. Un adolescente enamorado de una mujer imposible. Ella está muerta y yo me siento vivo, otra vez.
– Estás vivo y has aprendido mucho.
– Me pregunto si todo lo que he aprendido hará que me sienta lejos de la isla, de la gente que dejé.
– Te acercarás a ellos de una manera diferente. Tendrás la mirada de los que regresan a un lugar después de haber vivido. La vida te va a permitir observar el mundo con los ojos más atentos.
– ¿Crees que nos volveremos a ver? Te echaré mucho de menos. ¿Quién me dirá qué libros debo leer?
– Nos escribiremos. Además, un día u otro, haré un viaje a Mallorca y podremos reencontrarnos.
– ¿Puedo contar con ello?
– Tienes mi palabra.
Le invadió una sensación de placidez. Aquel sentimiento tranquilo que siempre le contagiaba Miguel. Le sorprendía que se hubiese comprometido a visitarlo en Mallorca. Era una noticia inesperada que lo aliviaba de la tristeza de tener que partir. Había una cierta renuncia, en la vuelta. Sacrificaba todo cuanto había llegado a convertirse en parte de lo cotidiano: la visión del paisaje. A cambio, lo esperaban horizontes desconocidos. Las líneas que unen el mar y el cielo a menudo eran de trazado incierto. Se desdibujaban ante la pupila. Perdían color, se diluían. Tenía la sensación de que habían transcurrido muchos, muchos años, desde que abandonó Mallorca.
Pasó un largo rato. En cubierta, notó el frío de la noche, el ruido de las olas, que se alzaban y morían con cierta intermitencia. Le llegaba también el sonido lejano de las conversaciones que otros viajeros tenían no muy lejos. Poco a poco, las palabras fueron perdiendo fuerza. A medida que avanzó la oscuridad, las personas que estaban en cubierta se dispersaron. La mayoría volvía al interior del barco, buscando el resguardo de una temperatura benigna. El frío se volvía intenso, pero él continuó sin moverse. No movía un solo músculo, pendiente de todo lo que lo rodeaba, inmerso en el silencio profundo. Empezó a amanecer lentamente y la claridad aparecía como un milagro. La luz se esparcía por el cielo y las nubes surgían tintadas de azul.
Читать дальше