Elisa quiso hablar. Habría querido empezar una conversación que no terminara hasta al cabo de muchas horas. Tenía la necesidad de convertir en palabras, materia volátil, aquellos sentimientos, que eran materia del corazón. Una conversación que no tuviese un principio y un final, sino que fuese continuación de lo que vivían. Le habría gustado que hablar fuera tan sencillo como abrazarse. En la aproximación de los cuerpos, se producía un encaje perfecto. Los brazos de él le enlazaban la cintura; ella escondía la frente en su pecho. Con ambas manos le acariciaba los hombros. Podían sentir la respiración del otro, la suavidad de la piel, la firmeza de la carne. No había espacio para la sorpresa, aunque el encuentro pudiera resultar extraño. Hacía años que se conocían. Nunca se habían dedicado mucha atención. Era como si siempre hubiesen pasado de largo. Tenían la sensación de empezar a vivir en aquel punto. Respiraban al unísono. Elisa dijo:
– Querría contarte muchas cosas y, sin embargo, no digo nada.
– ¿De qué me quieres hablar?
– No lo sé. De muchas sensaciones. Estar contigo se me hace raro y, a la vez, me parece lo más natural del mundo. No puedo evitar preguntarme qué he hecho hasta hoy, cuando tengo la certeza de haber vivido para esperarte.
– Yo tengo el mismo sentimiento. De todas formas, no es necesario preguntar. En la India aprendí que el silencio es suficiente. Es bueno saber escuchar lo que dicen los silencios.
– ¿Y qué dicen?
– Nuestro silencio habla de plenitud. Yo no era un hombre feliz, hasta que te encontré. Tenía una vida vacía, aunque lo ignorase.
– Tuve una hija. ¿Lo sabes?
– Sí.
– Nació de una noche apresurada y triste. La olvidé hace tiempo.
– No quieras olvidarla, si te dio una hija. Me gustaría explicarte el vacío de todos estos años. Creía que tenía una vida tranquila y que estaba en paz. Ahora entiendo que me faltabas tú.
– Hace mucho que volviste de la India. Habrás conocido a otras mujeres.
– Han sido encuentros sin importancia, que se borraban en seguida de mi mente. No me acuerdo de los rostros ni de sus nombres. Ahora sólo existe tu nombre.
– Mi hija es el resultado de un error. Nunca me habría imaginado que los errores pudiesen dar cosas buenas.
– ¿Por qué no? En la India aprendí que lo bello puede nacer de lo feo, que los sabores más distantes se encuentran en una sola comida, que la riqueza y la pobreza están muy próximas.
– Quiero que me abraces fuerte. Abrázame con tanta intensidad que nadie nos pueda separar, que nada se interponga entre nosotros, que ni las palabras encuentren un resquicio para alejarnos.
– Te abrazaré fuerte, Elisa.
Tía Magdalena caminaba de una forma realmente curiosa. Todos los que la conocían se habían acostumbrado a sus saltos minúsculos. En vez de pasos, daba saltitos: juntaba las piernas y las separaba con rapidez como si quisiera darse impulso en una carrera, después alzaba el cuerpo y avanzaba unos pocos centímetros. Lo hacía desde que era una niña, lo que significaba un entreno perfecto. A su edad, lo había incorporado a su vida con una normalidad absoluta. Sus hermanas no perdían el tiempo en corregirla, porque habría resultado un esfuerzo inútil. Aquel día, tía Magdalena había salido a pasear a Carlota por el jardín. Era la más inquieta de las tías. No le gustaba pasar demasiado rato en un mismo sitio, ya que, decía, se le adormecían los músculos y las ideas. Así pues, preparó el cochecito de la niña, que se acababa de despertar, y colocó en él a la criatura con encajes y almohadas. Paseó por uno de los senderos del jardín. Había nubes en el cielo y tía Antonia intentó convencerla para que no saliese. Le advirtió que, si la sorprendía otro chaparrón, no tendría tiempo de refugiarse antes de mojarse. Tía Ricarda estaba distraída escribiendo una carta al cura del pueblo en la que le consultaba ciertas angustias espirituales y no se dio cuenta de nada.
A tía Magdalena le gustaba recorrer el jardín. Todos los días procuraba pasear un rato. El recorrido le mejoraba la circulación de las piernas y le facilitaba el sueño. Siempre había tenido problemas de insomnio. Se dormía tarde, cuando todo el mundo en la casa había perdido de vista el mundo desde hacía rato. Por eso tenía mucho tiempo para pensar. Estaba convencida de que pensar demasiado era un castigo, una mala cosa que le impedía vivir feliz. Lo decidió una mañana, cuando comprendió que Antonia, su hermana, no pensaba mucho. La mujer vivía contenta, concentrada en las pequeñas tareas de cada día. No se hacía preguntas ni reclamaba grandes cosas a la vida. Ella, en cambio, quería averiguar las razones de una situación. Se empecinaba en saberlo todo, aunque hubiese hechos que nunca respondieran a una explicación lógica. La mayoría de los episodios que protagonizaba no seguían el hilo de la razón, circunstancia que la angustiaba.
Caminaba dando pasitos de pájaro mientras Carlota le ofrecía su sonrisa plácida. El sol no había iniciado el descenso hacia el ocaso, aunque no tenía la fuerza de otros días. Iluminaba el jardín con una luz que no hería los ojos ni deslumhraba, porque las nubes apagaban su intensidad. Por eso resultaba grato el camino. Se acercó al estanque de los nenúfares, donde cada flor le recordaba a una barca pequeña, y siguió adelante. Se entretuvo bajo la sombra de los pinos, observando las mejillas regordetas de la niña. Giró alrededor de las plantas trepadoras que esparcían buen olor e inició el camino hacia el refugio que ofrecían las columnas de las terrazas. Era un lugar que le gustaba porque le hacía pensar en la plaza del pueblo. No sabía por qué motivo se la recordaba. El grosor de las columnas, que habría conseguido abrazar con dificultad, le llevaba a pensar en árboles de piedra.
Llegó con la tranquilidad de los otros días. Convencida de que no encontraría a nadie, iba empujando el coche a la vez que daba saltitos. Desde una cierta distancia, le pareció intuir una sombra. Era el perfil de un cuerpo inmóvil. Pensó que debía volver atrás, pero le ganaba la curiosidad. Espació todavía más sus pasos y se dirigió hacia la sombra poco a poco. ¿Quién se escondía tras las columnas? De pronto, se dio cuenta de que eran dos cuerpos en un abrazo. Una pareja había buscado esconderse en aquel sitio. Sintió ternura por la coincidencia de gustos. Ella también se ocultaba ahí a menudo, aunque fuera en soledad. Adivinó la espalda y los hombros de él; entrevio el vuelo de la falda de ella. No se movían, entretenidos en el beso. Buscó la protección de otra columna, situada a una distancia prudencial, para observarlos. Le habría gustado pasar desapercibida, espiar el abrazo sin interferencias. Dio una ojeada a la criatura que, justo en aquel momento, bendición del cielo, acababa de dormirse. Luego avanzó un par de pasos y se situó en una posición perfecta para mirar. Hacían buena pareja: eran Elisa y el jardinero de la casa. A tía Magdalena se le escapó una sonrisa cómplice. Le habría gustado aplaudirlos. Era un atardecer de verano y se abrazaban. Sintió una envidia sana, feliz.
Entonces tía Magdalena recordó. Su pensamiento se elevó por el cielo. Antes de empezar a volar, planeó entre las columnas. Se entretuvo un instante en perseguir latidos de felicidad robada, hasta que decidió elevarse. Los años son hojas de papel que se escurren entre nuestras manos en cuanto pasamos las páginas vividas. Se detuvo en la época remota de sus amores. Tuvo tres. Ninguno le duró mucho. Hubo un espacio de su vida que vivió con cierta intensidad. Vinieron luego años enteros para recordar el tiempo efímero. Manuel fue el primer pretendiente. Recordaba su juventud y su timidez, que llevaba escritas en los ojos. Ambos eran niños que recorrían los mismos caminos por las calles del pueblo. Se miraban de reojo, siempre desde la distancia. Un día, se dio cuenta de que la seguía. Cuatro pasos tras ella hasta el portal de su casa. Lo descubrió porque la sombra de él cubría la suya. A partir de aquel momento, los pasos se fueron acortando, hasta que se acostumbraron a caminar el uno junto al otro. No hablaban mucho e iban de prisa para que los vecinos no murmuraran. Un atardecer en que el aire tenía sabor a limón, le besó los labios tras una esquina. Aprovechó el nacimiento de la noche. Fue un beso corto, que supo a poco y que le hizo cosquillas. Se cubrió los labios con las dos manos, porque no lo quería dejar escapar, y corrió hacia su casa. Entonces se miró en un espejo, porque le parecía que llevaba el amor escrito en la cara.
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