Estaban contentos. Salir de casa e iniciar la excursión significaba abrir un paréntesis, alejarse de las cuatro paredes donde tenían lugar sus encuentros y respirar aire puro. Ramón lo necesitaba desde hacía tiempo. Había llegado a recluirse en exceso en sus propios pensamientos, que se convirtieron en una espiral poco agradable. Ensimismado, tenía la impresión de que exageraba lo que estaban viviendo. No le gustaba descubrirse espiando las palabras de los demás, intentando encontrar significados secretos a cada sonrisa, pensativo e inquieto. Se sintió mezquino, sobre todo cuando los ojos de Miguel le recordaban, sin palabras, que no tenía de qué preocuparse. Podía leer en aquellos ojos signos tranquilizadores, pero no hacía mucho caso, porque desconfiaba. Eran unos momentos que habría querido borrar del mapa de las sensaciones, pero que no conseguía superar.
Miguel estaba satisfecho. Sentado en el asiento de atrás, miraba el paisaje que le ofrecía la ventanilla. Veía pasar árboles de tronco grueso, campos, montañas que se recortaban en un fondo azul. Cada imagen era como la secuencia de una película que le ofreciese fragmentos de la isla. Se fijaba en el color de la tierra, en un sitio rojiza, en otro grisácea, más allá, arenosa. Le habría gustado llenarse el puño de cada una de aquellas tonalidades y guardarlas, sin que se mezclasen, en bolsas de cuero. Descubría un espacio pequeño, pero lleno de contrastes. Tuvo la impresión de que, en una distancia corta, se transformaba el entorno. Entre las montañas que hacían de fondo a La Casa de Albarca, hasta el mar abierto, había grandes diferencias. Él, que llegaba de una tierra de extensiones enormes, se sentía sorprendido por la diversidad que había en la isla. Durante los primeros kilómetros se quedó en silencio, concentrado en el descubrimiento. No hacía comentarios, pero estaba contento.
En el interior del vehículo, se vivía un ambiente de satisfacción generalizada. Elisa conducía con destreza, mientras respiraba el aire de la mañana. Aquel olor a tierra la invitaba a vivir a fondo. Habría querido sentirla mucho tiempo, prolongar su percepción. Pensó que había cosas que la hacían feliz. Curiosamente no se trataba de grandes proezas, de hechos inusuales. Era feliz porque tenía a Ramón a su lado, su mano cerca, porque Miguel, que ahora callaba, más tarde contaría una historia, y ella quedaría impregnada de bellas palabras. Era feliz porque su hija, aquella mañana, había corrido hacia sus brazos, cuando ella la llamó. Todavía le parecía sentir el peso de su cuerpo, cuando se refugió en el abrazo. También porque había descubierto que, desde su habitación, si miraba por la ventana, podía ver el humo de la chimenea de Ramón. Era una columna gris, destacándose en el cielo. Era feliz porque el sol avanzaba entre las nubes, porque verían el mar, que siempre se va, pero en seguida vuelve.
Recorrieron el Pía de Mallorca. Pasaron por pueblos casi idénticos, que tenían las persianas cerradas. Había una plaza con una iglesia y un campanario, unos bancos de madera. Había gente paseando por las aceras con actitud tranquila, sin prisa alguna. Los pocos coches que circulaban se adaptaban al ritmo de los peatones. Se paraban un instante en una esquina donde dos mujeres comentaban los precios del mercado. Continuaban la ruta, mientras el mundo adquiría un aspecto sereno. Por cada uno de los lugares que atravesaban se adivinaban latidos de vida. La vida recién estrenada de los niños, aquella otra que nos anuncia que se va a acabar quizá mañana. El sol había conseguido, por fin, imponerse en el cielo. Era un sol enfermizo, que aclaraba el mundo a medias. Quedaba todo bajo una luz matizada que perfilaba los objetos, sin quemarlos por un exceso de intensidad. A veces, el sol hace desaparecer lo que ilumina. Aquella mañana, sin embargo, el camino y las casas tenían el trazo firme. Incluso las personas aparecían dibujadas con rotundidad. Desde el coche, Miguel las observaba sin decir nada.
Se dirigían a Formentor, donde el agua es de un azul intenso y la arena se abre como un gran abanico. La carretera es muy estrecha, con curvas y giros. A aquella hora, no había apenas tráfico. Como mucho, algún camión que hacía sonar su bocina antes de adelantarlos. Lo dejaban pasar, poniéndose a un lado. No existía la urgencia por llegar, sino que disfrutaban el camino. Los acompañaba un silencio que no era nada incómodo, que permitía la calma más absoluta. Los tres compartían la visión del paisaje, el olor de los árboles y de la hierba. Desde lejos, los invadió el olor a pinos. Los ecos del mar les llegaban y abrieron las ventanas, un momento, para escucharlos. Elisa volvió a pensar que era un buen día. Estaba contenta de haber aprovechado la oportunidad para cambiar de escenario. Los otros dos estaban relajados, libres de las tensiones que, a veces, le parecía intuir. En invierno, no hay mucha gente que vaya a Formentor. Aquel sitio tenía un encanto especial. A la belleza del paisaje se añadía la ausencia de personas. Todo el espacio les pertenecía. Ésta era la sensación que les ganaba a medida que se aproximaban. Llegaron al mediodía, cuando el sol repartía una calidez amable entre los roquedales y la arena. Era engañosa, porque cada rincón mantenía una humedad difícil de eliminar, pero les daba la bienvenida.
Mientras conducía, absorta en pensamientos plácidos, Ramón la miraba de reojo. No podía evitar recorrerle el perfil. La miraba sólo por el placer de entretenerse en ella, mientras pensaba que era la mujer más bella del mundo. Aquel día, sobre todo, le parecía espléndida. Sería la luz que le iluminaba el rostro que tantas veces había tenido que ver entre cuatro paredes. Tal vez se trataba de una cuestión distinta. Se percató de que la presencia de Miguel debería haberle incomodado, pero estaba tranquilo. Desde aquella calma recién recobrada, podía percibir mejor las facciones de ella. Estaba relajada y la intuyó contenta. Su silencio no resultaba incómodo. Los comentarios que hacían les recordaban que el mundo era suyo. De los tres.
Era un mundo pequeño y sencillo, hecho de gestos y de palabras. ¿Por qué no iban a compartirlo? Compartir aquellos instantes de serenidad, cuando podían oír el mar y oler la sal.
Le miraba el perfil y habría querido volverse a perder en su boca. Entreabiertos los labios, se mordía el inferior con los dientes. La marca en los labios acentuaba su plenitud. Le recordaron, una vez más, la fruta en el punto exacto de madurez. Cuando nos invita a comérnosla, adquiere una tonalidad rojiza. Algunos mechones se escapaban del pelo que llevaba recogido en la nuca: sólo unos cuantos para recordar que era una mujer rebelde. Si desviaba el ángulo de visión un grado, también podía ver a Miguel en el asiento de atrás. No le molestaba que fuese testigo de la contemplación muda, porque se sentía comprendido. También a él le habría gustado mirarla. Estaba seguro de ello. Actuaban como un triángulo bien avenido. Por un momento, pensó que tenían que hacer una distribución de bienes: él tendría los gestos y los abrazos; Miguel tendría que conformarse con las historias que contaba para Elisa. ¿Tendría que haberse sentido satisfecho? No lo sabía. Por una parte, se sentía molesto por la complicidad de ambos. Le ponía un poco celoso. Habría preferido dominar el arte de contar historias, para que nadie le robara ni una parcela de su atención. Por otra parte, intuía que Miguel no se conformaría con las palabras. Constatarlo alteraba la calma que habían conseguido crear, aquel equilibrio de fuerzas.
La volvió a mirar y le pareció despreocupada, lejos del mundo. Miguel estaba en una actitud que se le hacía difícil interpretar. Él se esforzaba por favorecer la sensación de tranquilidad. Todo está bien, pensó mientras decía:
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