– Deberíamos ir al faro.
– ¿Hay un faro? -Miguel hizo un gesto de sorpresa grata.
– Sí -intervino Elisa-. Yo también creo que lo deberíamos visitar. Es un lugar mágico. Si nos quedamos ahí un rato, nos podrías contar una de tus historias.
– Claro. -Miguel parecía alegre-. Los cuentos se cuentan mejor en un buen escenario.
– No necesitas escenarios -Ramón no pudo evitar el tono irónico-. Tienes suficiente con un buen público.
– ¿Nosotros somos un buen público para ti? -En la voz de Elisa había un rastro de coquetería.
– Tú eres la mejor espectadora del mundo, querida -había ternura en la voz de Miguel-. Ramón es un hombre distraído. Cuando cuento una historia, puedo advertir que su pensamiento vuela. Huye de la historia. La abandona hacia otros lugares.
– Me interesa más la realidad. Prefiero lo que es cierto a las mentiras. Me cansan tus fábulas.
– ¿Y qué es lo cierto, amigo mío? ¿Dónde están tus verdades y las mías? ¿Crees que tienen que coincidir necesariamente?
– No -le costaba darle la razón-. Pienso que hay certezas y verdades.
– ¿Cómo las diferencias? -Miguel hablaba despacio.
– Elisa es una certeza. Es real, incuestionable. Siempre está presente -la voz de Ramón temblaba de una forma casi imperceptible.
– Gracias, amor -murmuró ella.
– No estoy de acuerdo -Miguel hablaba con seguridad-. Elisa no puede ser tu certeza. Las certezas son rotundas. Ella es una mujer. Las personas son cambiantes, afortunadamente. A lo sumo, podríamos decir que ella es tu certeza.
– ¿Y cuál es tu verdad, Miguel? -había un tono de agresividad contenida en su voz.
– Mi verdad sois vosotros y los cuentos que os narro.
Elisa sonrió, satisfecha por las palabras de Miguel. Se encontraba cómoda y tenía ganas de pasar por alto cualquier síntoma de acritud. Tampoco habría querido propiciar el más mínimo enfrentamiento entre los dos amigos. Aunque era consciente de que, a veces, Miguel habría mandado al otro a hacer puñetas, también sospechaba que los unía un afecto profundo. Esperaba que la intensidad de los vínculos compartidos sirviera para atenuar los malentendidos. Pensó que quizá habría tenido que explicar a Ramón que no debía preocuparse, porque le seguía amando. Lo había considerado innecesario, una obviedad que no necesita explicarse. En el fondo, la situación le hacía cierta gracia. Le servía para constatar que era la fuerte. A Elisa, le enorgullecía saber que ambos dependían de las palabras que ella pronunciaba, que estaban pendientes de sus gestos, que la habrían seguido a pies juntillas. Era una sensación de poder que no había descubierto antes. No pretendía jugar con ello. Al menos no tenía la intención de forzar los límites. Tan sólo habría querido combinar equilibrios de forma acertada. Nada iba a interferir en su relación con Ramón, pero había un espacio para Miguel. Mientras estuviera en Mallorca, podría continuar escuchando aquellas historias que le robaban el corazón. ¿Quién había dicho que las palabras no enamoran?
Llevaba un vestido color cereza. Se marcaba en la cintura y tomaba la forma de las caderas. En el cuello, un pañuelo de seda para protegerse del frío. Sobre los hombros, una gruesa chaqueta. Condujo hasta el faro. Era una ruta de curvas sin fin. La dureza del camino endurecía también la expresión de Ramón. Habría preferido regresar, pero no osaba decirlo. Le parecía que el paisaje era demasiado solitario. Era prudente, quería evitar riesgos. Los árboles formaban un fondo verde que, aquí y allá, se volvía grisáceo. El cielo estaba nublado. Le recordaba a los ojos de Miguel cuando le miraban. Aquella mirada que no tenía nada que ver con la de antes, cuando eran dos jóvenes impacientes por unas calles laberínticas. Dijo:
– No deberíamos entretenernos demasiado. Puede empezar a llover en cualquier momento.
– No lloverá -aseguró, convencida, Elisa-. Como mucho, cuatro gotas. Además, tú y yo estamos acostumbrados a la lluvia -era un intento de complicidad momentánea, mientras le recordaba el día en que se conocieron.
– ¿Pretendes comparar la lluvia de donde venimos con la de estos parajes? Aquí puede ser torrencial. Creo que sería mucho más sensato volver atrás. Miguel ya ve los acantilados, el mar. No hace falta acercarse más.
– Eres demasiado sensato, Ramón. Te convendría un punto de locura de vez en cuando. Si ya estamos aquí, es absurdo no llegar hasta el final. Me gustaría asomarme a los acantilados, acercarme hasta el precipicio. ¿Estás de acuerdo, Miguel?
– No sé qué decirte. Yo no conozco este lugar. Sois vosotros los que tenéis que decidirlo. De todas formas, creo que no debemos exponernos a riesgos inútiles.
Se sintió molesta porque ambos le llevaran la contraria. Uno con determinación, el otro tranquilo pero firme. Sin quererlo, le despertaban el deseo de enfrentarse a ellos. ¿Cómo podían proponerle regresar? No faltaba tanto: un tramo de camino que descendía en espiral. Tenía la sensación de que el paisaje la acompañaba en su trayecto. El mar actuaba con una atracción poderosa. Adivinaba vuelos de gaviotas; el olor a sal. La impaciencia le humedecía las palmas de las manos. Se le soltaron un par de mechones que fueron a caerle en la frente. Los retiró con un gesto nervioso. Empezó a caer una lluvia fina. Las gotas eran casi imperceptibles. Costaba verlas entre las hojas de los árboles. Ramón insistió en ello.
– Ha empezado a llover. Deberías ser lo bastante prudente para dar media vuelta. No se nos ha perdido nada en este sitio -hablaba con dureza.
– Tiene razón -intervino Miguel-. La lluvia puede caer con más fuerza. Vamonos.
– Será muy poco tiempo. ¿No podéis concederme un deseo? Sólo necesito un instante. Quiero ver el acantilado del faro. Nada más.
Callaron los tres. Ella siguió con las manos en el volante, un gesto de determinación en los labios. Sólo se oía el ruido de la lluvia al caer. Las gotas golpeaban los cristales del coche. Entonces Ramón pensó que habría querido estrangularla. ¿Cómo podía ser tan terca? Estaba seguro de que no conseguiría convencerla para volver atrás. Se dio cuenta de que el ambiente en el interior del vehículo se había vuelto tenso. Su rostro estaba rígido como una máscara. Miguel tampoco parecía tranquilo. A pesar de su carác ter mesurado, podía leerle cierta inquietud en la opacidad de las pupilas.
Ramón pensó que era una mujer de carácter difícil. Siempre tenía que salirse con la suya en lo que deseaba. Acababa imponiendo su voluntad. Si era posible, con una sonrisa. Si no, con una actitud de súplica. Le dio rabia comprobar que tenía muchos recursos y que los utilizaba según le resultara conveniente. En aquella ocasión, se obsesionaba por un absurdo. Habría sido sencillo hacerles caso. También él notaba la influencia del paisaje. La densidad de aquellos parajes le inquietaba. Le volvían al pensamiento imágenes que creía olvidadas. Pensaba, por ejemplo, en la insistencia con que le había rogado que hablara con su padre. Habría deseado que le permitiera no tener que vivir en secreto. Se lo pidió muchas veces, hasta que optó por no insistir. Lo mismo había sucedido con Miguel. Elisa tenía que saber por fuerza que él sufría, cuando el otro le contaba historias. Sufría por sus ojos inmensos, fijados en el rostro de Miguel. Le dolía cada una de las sonrisas que le dirigía.
Hay situaciones que se producen sin que podamos evitarlas. ¿Quién sabe detener la lluvia? ¿Quién es capaz de convertir los acantilados en un jardín? ¿Quién puede cambiar la determinación de otra persona, cuando es firme como las rocas del mar? En aquellos momentos, Ramón estaba cegado por la ira. Miguel, que lo intuía, permanecía callado. Intentaba pasar desapercibido para no enrarecer aún más el ambiente. Tampoco Elisa parecía contenta. Estaban nerviosos, a punto de saltar por cualquier comentario. Cuando llegaron al faro, Elisa aparcó el coche al borde del camino. No se entretuvo en esperarlos, sino que saltó del vehículo hacia los parajes abiertos.
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