Recuerdo aquellos primeros días de mi llegada como un sueño. Todo era fácil, a nada se me decía que no, la indiecita me subía el desayuno a la cama y, cada vez que yo sugería que era hora de que me pusiera a trabajar, me decían, el tío Armando o la tía Ramona o Carlos o, sobre todo, la tía María, que había tiempo, que me tenía que recuperar del viaje, que me tenía que aclimatar a la altura de Méjico y que a nadie le amargaban unas vacaciones, sobre todo a mí que no las había tenido en años.
Escribí dos cartas algo avergonzadas a Madrid: una a mis padres y otra a Martita al internado y en ambas contaba el viaje y el recibimiento y cómo me estaba preparando para empezar a trabajar en la tienda y cuánto echaba de menos Madrid y a mi hija. Unas mentirijillas blancas que no hacían daño a nadie pero que a mí me cargaban de sentimientos de culpa.
Mientras tanto, la tía María me había llevado a las tiendas de modas de la zona rosa, incluyendo la de la tía Ramona, y me había hecho comprar ropa y zapatos y guantes y bolsos para cualquier ocasión; quiso regalarme un dos piezas, pero me negué en redondo, y se conformó con darme dos trajes de baño más modestos. Hasta compró dos trajes de noche, uno blanco y otro negro, muy sencillos pero me parecía que muy escotados. Cuando me los probé, me dio mucha vergüenza y la tía María fue la primera que me dijo, «mira, niña no hay nada como enseñar el principio del caminito real; es la mejor manera de que los hombres sufran y eso es bueno, ándele». Y me regaló toda la ropa sin admitir discusión alguna. Aquella noche, a solas en mi cuarto de baño, me fui poniendo todas las cosas que me habían comprado y me paseé de un lado para otro como si fuera una maniquí. Y después me desnudé entera y me estuve mirando en el espejo de cuerpo entero que había, de frente, de costado, de espaldas volviendo la cabeza para verme bien. Y ¿sabes?, me gusté, me pareció que mi cuerpo era bien bonito; me puse las manos debajo de los pechos y jugué a subirlos para luego dejarlos caer. Y no se caían, no, y tampoco eran como albaricoques como te he dicho esta tarde.
– Prepárese, mijita -me dijo la tía María cuando hubimos terminado de completar mi ajuar, porque ése y no otro era el nombre que merecía tanta compra-, que la semana que viene nos vamos para Acapulco a divertirnos.
No supe cómo decirle que no sabía si mi corazón resistiría más diversión de la que me estaban dando ya entre todos, pero creo que todas las personas tenemos en algún momento vocación de hadas madrinas y ninguno de los Anglés de Méjico habría aceptado que yo quisiera resistirme a ser feliz. Todos querían cuidarme y mimarme. Creo que la tía Ramona les había explicado a todos la clase de vida que había tenido hasta entonces y eso había despertado en ellos un instinto maternal colectivo que les hacía competir para ver quién me daba las mayores satisfacciones.
– Pero, tía Ramona -dije yo-, ¿cuándo voy a empezar a trabajar?
– Bah -me contestó ella-, cuando vuelvas de Acapulco. No te andes preocupando, que la vida es corta.
Aquella noche vino Carlos a cenar y su madre le explicó que nos íbamos a la costa. «¡Qué bien!», dijo él y anunció que también acudiría a Acapulco a pasar un par de días y a «espantarle los moscones a este mango y vigilar a estos pinches mejicanos», especialmente porque unos amigos de la tía María daban una gran fiesta y no iba a permitir que su prima se metiera en la boca del león sin nadie que la defendiera. «Una gachupina así de linda tiene que llegar a una fiesta del brazo de un caballero.»
Has vuelto hoy y me has dicho que porque estar conmigo te relaja y te inspira. Andas buscando cómo resolver el argumento de una nueva novela y dices que pensando en otras cosas, no pensando en lo que tienes que escribir, se te acaba ocurriendo, así, como si lo tuvieras en el fondo de la cabeza. ¡Cómo te envidio! Dices que es la primera historia de amor que vas a escribir y me has contado que acabará siendo algo trágica, pero que estás bloqueado y no sabes muy bien cómo seguir adelante. Hemos estado decidiendo dónde iba a ocurrir la acción. Bueno, lo has estado decidiendo tú, y yo te decía que Madrid me parecía un buen sitio para una tragedia.
Ay, chamaquito, yo te podría dar algunas pistas.
Porque mientras hablábamos, pensaba en mi semana de Acapulco y me tuve que morder los labios para no contártelo todo. Perdóname, Javier, ahora te tengo que pedir perdón porque todo hubiera sido más fácil después del primer momento de confesión, pero no podía. No podía porque me daba vergüenza y al mismo tiempo un pudor horroroso. Tú eres mi consuelo, pero sé que mi vida tiene que ser mi secreto. Pienso que a lo peor es un secreto ridículo que sólo me puedo contar a mí misma para que nadie se ría de mí. ¡Es tan vulgar! Como otras miles de historias, ¿no?
¿Mi semana de Acapulco? Oh, sí, esa semana en Acapulco fue como tocar el cielo.
Hicimos el viaje en uno de los cochazos de Carlos conducido por uno de sus mecánicos. La llegada por carretera a Acapulco es sobrecogedora porque de pronto te asomas desde las colinas a la bahía y es de una belleza indescriptibie. Claro que el frente de playa es un poco como Miami, lleno de hoteles de lujo y de miles de luces. Pero estoy tonta. No sé por qué te cuento esto si tú conoces Acapulco tan bien como yo. Es que, ¿sabes?, me impresionó muchísimo. Cada día, cada minuto de cada día me traía una sensación nueva, diferente y estupenda.
La tía María nos había alojado en el hotel Las Brisas, ese que en lugar de habitaciones tiene bungalows, cada uno con su piscina. Se ve toda la bahía desde lo alto. Es de una belleza sin fin. Cuando me asomé al jardín de mi cabaña no me lo podía creer. Nunca había estado en un sitio más lujoso. Pero es que, además, nadie podía verme disfrutar a solas de este lujo. Me sentía al abrigo de todas las miradas, así, al aire libre. Me di la vuelta para escudriñar todos los rincones y asegurarme de que por ningún sitio podía nadie verme mientras que yo sí veía el mar, las playas allá abajo, los islotes, toda aquella maravilla.
¿Y sabes qué hice? Por primera vez en mi vida hice lo impensable, la mayor de las lujurias: regresé al interior, a mi habitación, y me desnudé entera. Cerré los ojos y luego, recordando los pasos que tenía que dar hasta llegar a la puerta de cristales que se abría sobre la terraza, los fui dando muy despacio hasta que tropecé con el quicio. Abrí los ojos y allí estuve un rato dejando que me acariciara la brisa sin que nada se interpusiera entre mi piel y el aire. Poco faltó para que diera los tres o cuatro pasos que me separaban de la piscina y me tirara a ella desnuda. Pero era demasiado atrevimiento y me refugié corriendo en el cuarto de baño para darme una ducha fría. Cuando terminé, me puse un albornoz y me tumbé sobre la cama para intentar olvidar las sensaciones tan desconocidas y tan turbadoras que me habían asaltado de golpe un momento antes. ¿Ésta era África? ¿La mojigata? ¿Cómo podía estar ocurriéndome una revolución así por dentro?
Al cabo de mucho rato, sonó el teléfono de la mesilla. Era la tía María que quería saber cómo me iba sintiendo en la habitación, si estaba cómoda.
– ¡Oh, tía! Soy la mujer más feliz del mundo -le contesté.
– Pues ándele, mijita, que a las ocho nos viene a buscar Carlos para llevarnos a la fiesta de los Portazgo. Mira, vamos a hacer una cosa: ponte cualquier cosa y nos vemos abajo en la peluquería dentro de cinco minutos. Así te peinan y luego te subes a ponerte el traje largo. Y, si quieres mi opinión, chamaquita, te pones el blanco con los tirantitos y no el negro de palabra de honor porque para llevar ése tienes que estar un poquito más tostadita. Ándele, dése prisa.
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