Y mi argumento fue precisamente ése: como nadie me daba dinero, yo tenía que írmelo a buscar a algún sitio. En España no podía ser porque las mujeres «decentes» no trabajaban por dinero en los años cuarenta; iban a roperos o hacían caridades, ¿pero trabajar? Jamás. Y además, ¿para qué trabajo estaba yo preparada? En cambio, si papá me dejaba irme al extranjero (yo ya pensaba en Méjico por la familia de allá), allí tendría más oportunidades. Su hermana, la tía Ramona, enterada de mis desgracias, me había escrito ofreciéndose a alojarme en su casa y a darme, para empezar, trabajo en una tienda de modas de la que era dueña. Con eso, decía ella, podría hacerme algún dinero para llevarme a Martita allá y empezar una nueva vida o para volver a Madrid y disponer de un capital con el que hacer frente a la educación de la niña y a una vida mía independiente.
Y así fue cómo convencí a papá. Sobre todo, me ayudó mucho un viaje que hizo la tía Ramona a Madrid. Decidió visitar Europa porque hacía mucho tiempo que no cruzaba el charco. Era tan graciosa, un verdadero terremoto. Venía, estaba una semana o diez días y se recorría media Europa. Iba a Roma, a una audiencia general con el Papa, visitaba el museo vaticano, se acercaba a Pisa para ver la torre inclinada, hacía noche en Venecia y de allí iba a París. Se las componía para ir una noche a la ópera y a cenar sola a Maxim's y luego volvía a Madrid. Todo esto lo hacía sin el tío Armando, que es un ruso tranquilo al que horroriza la agitación. Un poco como tu padre, ¿sabes? ¡Era tan graciosa y tan buena! Chaparrita, siempre con tacones muy altos para crecer unos centímetros y un moño redondo muy grande puesto en la coronilla que le añadía algunos centímetros más. Fumaba como un carretero y hablaba rápido, rápido. Se pintaba muchísimo la cara, sobre todo los labios, tanto que dejaba las colillas todas manchadas de rojo y siempre a medio fumar. Y luego, se había depilado tanto las cejas que ya ni le quedaban y se las tenía que dibujar con un cartón redondo que siempre llevaba en el bolso. Creo que ésa fue la razón por la que decidí dejar de depilarme las cejas (entonces las llevábamos muy finas como Greta Garbo), para que no me pasara lo que a la tía Ramona, y por eso las he llevado espesas toda la vida desde entonces.
La tía Ramona era, por encima de todo, generosísima. Tenía dinero, es verdad, pero no le importaba gastarlo a manos llenas en la gente a la que quería. «Chamaquita», me dijo, fue la primera vez que oí la palabra, «agárrese el petate y véngase conmigo a Méjico, que allí le voy a ordenar la vida. La vamos a pasar retebién». Todo esto me lo dijo un día que estábamos a solas, para que no lo oyera nadie, sobre todo papá, no fuera a pensar que yo quería irme de España a disfrutar de la vida sin hacer nada de provecho. «Déjame a mí que organice el pleito con tu padre.» Y tanto dijo, y tanto discutió, que al final, el abuelo cedió y me dio permiso para irme.
Fue una verdadera liberación.
Martita tenía doce años recién cumplidos y habíamos decidido mandarla a un colegio interna para que no me echara de menos a diario. Hablé muy seriamente con ella para explicarle que pronto la haría llamar y para decirle que la echaría de menos más que a mi propia vida, pero que era indispensable que me fuera. Ya sabes cómo es tu prima: no dijo nada, cerró la boca y me miró fijo, fijo para aguantarse las lágrimas. Desde entonces, cada vez que nos hemos peleado no ha dejado de recordarme que me fui sin ella y que la dejé interna en un colegio de monjas como si hubiera sido una huérfana. Le dolió muchísimo mi marcha, pero en el fondo me parece que hasta le vino bien para forjarse ese carácter tan fuerte y tan independiente que tiene. Igual son excusas mías para quitarme la culpa que aún siento. ¿Y cómo podría decirle que, para mí, irme era una forma de recuperar la vida y que me importaba más marcharme que dejarla abandonada?
Nos fuimos para Méjico en un Superconstellation que entonces eran los aviones más modernos que había. Como eran de hélice, sin embargo, antes de llegar había que hacer varias escalas, en Lisboa, en las islas Azores, en Puerto Rico, en La Habana. El viaje era interminable, casi de veinticuatro horas, pero a mí se me hizo cortísimo. Iba como una niña con zapatos nuevos, me iba a Jauja, a la libertad que nunca había tenido. ¡Qué ideas no tendría yo de la libertad! Pero; chamaquito, en 1949, cualquier cosa me parecía preferible a aquel Madrid triste y gris y a la cárcel en la que vivía encerrada con mis padres. De casa a la iglesia y de la iglesia a casa y, algunas tardes de domingo, al cine. ¡Qué vida!
Mientras volábamos (por cierto, yo con un billete pagado por la tía Ramona), no dejaba de mirar al mar inmenso allá abajo y luego escudriñaba hacia adelante para ser la primera en divisar la tierra. «Pareces Cristóbal Colón -dijo la tía-, siempre mirando al frente para descubrir tierra.» La tía hablaba y hablaba sin parar, contándome cosas y cosas y saltando de una historia a otra sin ponerle punto final a la anterior. Lo único que hacía de vez en cuando era añadir como un sonsonete «bueno, chamaquita, ya verás cómo es tu tío Armando» o tu tío Adolfo o tu tía María o Carlos o las pirámides de Teotihuacán o Acapulco. Todo me lo dejaba para luego, así, en suspenso. Yo no podía más de impaciencia.
En el aeropuerto de Méjico nos esperaba el tío Armando. Allí estaba, escondido detrás de las gentes que habían acudido a recibir el vuelo de Madrid (aunque los mejicanos se llevaban muy mal con los españoles, el vuelo de Madrid siempre era el más esperado). Yo no lo conocía, cómo lo iba a conocer si era el tercer marido de la tía Ramona que había enterrado a los dos anteriores y llevaban casados apenas ocho años. Pero era un hombre pequeño, delgado, con los ojos muy claros, como de color miel, el pelo rubio y una perilla a lo Trotski. Se llamaban perillas Trotski, qué quieres que te diga. Las perillas a lo Trotski estaban de moda en Méjico desde que Ramón Mercader lo había asesinado a martillazos unos años antes. En Méjico, los símbolos son muy importantes y a ellos les parecía que todos eran más revolucionarios por hablar bravo del proletariado y dejarse perilla. Todos, menos el tío Armando que había llevado la perilla durante toda su vida y que había tenido que salir corriendo de San Petersburgo en la revolución de 1917.
Y allí estaba en el aeropuerto, con sus modales corteses y su voz suave que aprendí a querer tanto. Siempre hacía las bromas en voz baja y si te pillaba al lado, te reías, y si no, sospechabas que había dicho algo gracioso pero nunca lo repetía aunque se lo pidieras.
– Ay, la pequeña África -me dijo con su sonrisa tan dulce-, Ramona me había hablado mucho de ti, pero no me había dicho suficientemente lo guapa que eres.
Me debí de poner coloradísima de vergüenza, pero me encantó que alguien me considerara guapa con mis ojos y mis rasgos tan achinados como los tenía entonces. Me miraba en el espejo y siempre me parecía que tenía los rasgos demasiado estirados sobre la nariz, pero sabía que el color de mis ojos era muy bonito. De pequeña hubiera querido ser rubia y tener los ojos verdes, ya ves. Luego, con los años, se me pasó el capricho. Y como estoy de confesiones, te diré que sé que he sido guapa y que como soy vanidosa, me encantaba arreglarme, igual que me encanta ahora y, ya en Méjico sin que nadie pudiera verme o me conociera, coquetear con los hombres y que me dijeran piropos.
Ciudad de Méjico me pareció maravillosa. Las calles tan anchas y tan interminables, el cielo tan azul. Cuando llegué no era lo que es ahora que está llena de gente y hay una polución insoportable. Entonces vivirían en ellas dos o tres millones de habitantes solamente. Era un lugar delicioso, lleno de barrios arbolados y de cosas típicas. Las cosas típicas, la pobreza, los indios pelones, el polvo de los barrios extremos, los sombreros y los ponchos, eran, eso, típicas y no molestaban, no eran agresivas como se dice ahora. Te sonará horrible, pero cada cual guardaba su sitio y lo más importante no era el dinero, la hacienda como le dicen ellos, sino que por encima de todo estaba el sentimiento de la honra personal. Era lo único que contaba hasta para el más pobre. Todo iba bien en Méjico hasta que a alguien le parecía que le habían faltado a su honra. Capaz era de sacar su pistola y soltarle dos tiros al otro.
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