Y un día, cuando celebrábamos una de nuestras comidas en familia, en una de mis raras y huidizas visitas a Madrid, la muerte se coló de rondón en casa. Y nos pareció hasta gracioso que África trabucara y se cortara patosamente en un dedo al pelar una patata para hacer la tortilla.
Y así, hasta que la miré, muerta.
Tres días después de la muerte de África, fue depositado en casa de mi madre un voluminoso sobre dirigido a mí. Llevaba el membrete de un conocido despacho de abogados y lo acompañaba una breve carta que decía así:
Muy Señor mío:
El día 30 de junio de 1975, Doña África Anglés me visitó y me entregó el sobre que adjunto. En su presencia, procedí a lacrarlo y sellarlo. A continuación lo deposité en la caja fuerte de este Despacho. Mis instrucciones eran de hacérselo llegar a Usted en caso de fallecimiento de Doña África. En el supuesto de que el fallecimiento de Usted hubiera precedido al de la Señora Anglés, mis instrucciones eran de destruir el sobre y su contenido.
Cumplo de este modo el encargo que se me dio hace ahora 17 años. Lamento el motivo que me obliga a hacerlo y con mi más sentido pésame, se despide de Usted muy atentamente, etc., etc., etc.
UN LARGO RECUERDO
25 de junio de 1975
Chamaquito queridísimo:
Me vas a tener que perdonar porque tú que eres escritor sabes manejar las palabras y las ideas mejor que nadie y yo, que apenas tengo el bachillerato, escribo mal con esta letra picuda de colegio de mojas. De modo que, de antemano, te pido perdón por suponer que una carta mía puedes ser leída, sobre todo por una persona como tú, sin que te dé la risa. Lo único que nadie me podrá negar es que te lo que te voy a poner lleva toda la sinceridad del mundo. Y después de tantos años de vida, he aprendido que los sentimientos, bien o mal expresados, más o menos poéticos, con mejor o peor letra, con mucha o poca cultura, no dejan de ser eso, sentimientos que salen del fondo del alma. Y si mi alma es tan limpia y tan sincera como creo que lo es, mis sentimientos valen lo mismo que los de una reina.
Hace ahora un año ya, más de un año, que tuvimos nuestra última charla en el jardín. La recuerdo como si fuera ahora y son tantas las emociones que todavía me provoca que me asusto. Me asusto de mí misma y de las cosas que he podido llegar a pensar y sentir. Después de aquel día, te volviste a Nueva York y en seguida me dijeron que estaba enferma y que había que operarme de urgencia. Tuve miedo porque, aunque tu madre y el resto de la familia me quisieron esconder lo que de verdad me pasaba, hablé con el médico y me acabó contando que tenía un cáncer en un ovario y que más valía que nos diéramos prisa en quitarlo. Y luego, así, de la noche a la mañana, se murió papá. Yo creo que el corazón nunca se le había acabado de recuperar desde el arrechucho que había tenido en Cádiz y el disgusto de saber lo que me pasaba a mí, le costó la vida a él.
Y luego se murió mamá y yo estaba apenas recuperándome de la operación y del tratamiento de después. Me escondía, no quería que nadie me viera sin pelo, con la cara pálida y desencajada de la quimioterapia, hecha una piltrafa. Bueno, tenía cara de entierro que es lo único que me parece que hemos estado haciendo durante todo este invierno pasado: de luto en luto. Mem iraba en el espejo y me encontraba fea y vieja. Me escondí en Las Rozas y si no tenía más remedio que salir a la calle, me ponía unas famas negras enormes y un pañuelo de Hermés en la cabeza, todo antes que una peluca horrorosa que tu madre me había comprado.
Rogaba al cielo que no vinieras para que no pudieras verme como estaba. Pero, al mismo tiempo, quería que vinieras para poder seguir viéndote y hablando contigo y para que me consolaras. Debes de pensar que estoy loca. Luego, después de los funerales, estuvisteis en Madrid Martita y tú, pero eran visitas muy cortas y como habíamos vendido Las Rozas a toda velocidad y yo me había vuelto a bajar a Madrid, se acabaron nuestras charlas en el jardín, que es a donde quería llegar. Es lo que más me ha faltado en todo este tiempo y estoy segura de que las voy a seguir echando de menos siempre. ¿Por qué dejamos de hablar? Así, de pronto, un día dejamos de contarnos cosas y era como si me estuvieras rehuyendo. Pero, claro, no me atrevía a preguntarte por qué, alguna razón tendrías.
Me ha costado tomar la decisión de escribirla, pero esta carta es como un testamento. Tanto que, cuando la termine, se la entregaré a un notario para que la guarde y te la haga llegar cuando me haya muerto. Así no me podrá dar vergüenza nada de lo que te voy a poner.
¿Qué puede contarte una tía que ya es mayor y que ha tenido una vida más bien anodina y sobre todo triste? ¿Qué te puedo decir que tú no sepas ya de mí? Tú, que eres mi sobrino preferido, más que preferido. Había veces en que te miraba a los ojos y sabía que habías adivinado todo lo que pensaba en ese momento. Todavía se me suben los colores. Por eso será que te has dedicado a escribir, por tu capacidad para calar hondo en las personas.
Cuando empezamos a sentarnos en nuestro banco, chamaquito, yo no era capaz de hablar de nada. Todo me daba vergüenza. Pensaba que te reirías de mí, de mis secretos y de mis historias. Es verdad que, poco a poco, fui tomándote confianza y pude contarte mis cosas, bueno, no todas. Quiero decir, muchas de mis cosas. Me parecía mal no abrirme a ti porque veía que me comprendías, que me guardarías el secreto y que, seguramente, serías capaz de encontrar soluciones a mis problemas o consolarme en las cosas que no tenían remedio. Pero, por mucho que lo intenté, nunca llegué a atreverme del todo a contártelo todo. Yo era mujer y mucho mayor que tú y hacía años que no confiaba secretos a nadie y menos que a nadie, a un hombre. Ya sé que era ridículo, pero eras mi sobrino, eras mucho más joven. Ya ves. Entonces tomé la costumbre de terminar mis charlas contigo a solas. Escribía un diario, cada noche de la tarde en que habíamos hablado, pero un diario dirigido a ti, contándotelo todo. Te contaba lo que no me había atrevido a decirte de viva voz aquel día. No eran pensamientos para ti. Eran para el chamaquito que yo llevaba dentro y estaba seguro de que no los leería nunca nadie. Pero, después del año transcurrido y de todas las cosas que nos han pasado, no veo por qué no vas a saber qué es lo que verdaderamente pensaba. Así, si me muero ahora porque la operación no ha salido bien o porque el cáncer se me reproduce, Dios no lo quiera, tendrás un recuerdo vivo de mí y sabrás que tenía sentimientos y que no era una pavisosa sinsorga como solías llamarme. Ah, no, chamaquito, yo estaba bien viva por dentro.
Claro, sí, hay una parte «misteriosa» de mi vida a la que nunca aludo, de la que nunca he hablado, ni siquiera contigo, que es para todos un misterio bien escondido; mi tiempo de estancia en Méjico. Es un capítulo que nunca he revelado y que no tenía intención de revelar a nadie porque es lo único que tengo mío, absolutamente mío. Es mi trozo de vida personal y si hubiera hablado de él, me lo habrían robado. Lo habrían violado, como violaron todo lo demás, habrían hecho de aquellos años míos propiedad pública de la familia, una cosa de la que se discute, que se critica y se aprueba o rechaza. Y luego se decide lo que hay que hacer. Habrían acabado amargándome mi único bien. Me tiembla un poco el pulso y se me tuerce la letra, pero es de la rabia que me entra al pensarlo. No te preocupes.
No creas: jamás se me habría ocurrido la idea de escribirte esta carta y hacerte llegar mi diario si no hubiera sido por nuestra última conversación. Fue el 3 de junio del año pasado en el jardín. Sí, chamaco, el 3 de junio: me acuerdo como si acabara de pasar hoy. Supongo que tú no.
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