Fernando Schwartz - El príncipe de los oasis

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Un joven mitad árabe, mitad occidental, criado y educado en Europa, regresa a Alejandría para reencontrarse con sus raíces islámicas. Junto a su padre, un aristócrata de la corte egipcia, emprenderá un peligroso viaje a los oasis de Libia. Diplomático, escritor y excelente comunicador, Fernando Schwartz (Madrid, 1937) decidió dedicarse por completo a la literatura desde 2004. Autor de más de una docena de novelas y ensayos, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Planeta 1996 por El desencuentro y el Premio Primavera 2006 por Vichy, 1940. Su última novela, El cuenco de laca, alcanzó un notable éxito. Reside la mayor parte del año en Mallorca.

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En aquel momento Ya'kub salió también de la tienda, tropezó y cayó cuan largo era. Al cabo de unos instantes, se puso de rodillas y anduvo a cuatro patas para acercarse a su padre. Lo miraba con los ojos oscurecidos por el reflejo de la luz amarilla de la arena en suspensión y con la adoración sin reservas y la fe total que sólo un hijo puede entregar a un padre cuando no queda más que desesperanza.

El Bey comprendió entonces que darse por vencido de este modo era una derrota que tenía poco de santa resignación beduina y mucho de traición hacia quien depositaba en él una confianza tan absoluta.

No podía abandonarse a la muerte, sencillamente no podía. Si hubiera sido él solo…

Se despojó del jerd y se puso trabajosamente en pie. Miró a Ya'kub y dijo:

– Ven conmigo.

El chico no se movió. Había cerrado los ojos.

– ¡Ven! -repitió el Bey.

La orden sonó como un latigazo y, como si lo hubiera recibido en su espalda, Ya'kub se enderezó y se levantó. El Bey se volvió hacia él y con las dos manos tiró de la kufiya

del chico hacia abajo. Anudó una esquina del pañuelo alrededor del cuello y pasó la otra por delante del rostro para que apenas quedara una rendija a través de la que ver sin resultar cegado por la arena.

– Vamos.

– ¿A dónde, padre?

– Si la voluntad de Alá es que el sahara acabe con nuestras vidas, la muerte nos encontrará caminando, peleando contra ella… No te separes de mí.

– ¿Pero a dónde vamos?

– El agua no viene a nosotros, pues nosotros iremos a buscarla.

Echaron a andar despacio hacia el oeste, un lento paso tras otro.

Habrían recorrido un centenar de metros cuando Alá decidió acudir en su ayuda. Tan repentinamente como había venido, la tormenta de arena se calmó. Padre e hijo se detuvieron sorprendidos por la instantánea ausencia de ruido. Tuvieron que transcurrir muchos segundos para que sus oídos, acostumbrados al tronar incesante de los pasados días, llegaran a registrar el silencio. Quedaron inmóviles mirando al horizonte.

Por fin, el Bey se dio la vuelta para contemplar el campamento que habían dejado atrás. Puso una mano en el hombro de Ya'kub. El muchacho temblaba.

De la linde de la acampada se separó una figura. Venía hacia ellos; la luz y la neblina la hacían ondular como si se tratara de un espejismo, pero era Abdullahi, reconocible por su gran estatura y el voluminoso corpachón. Cuando estuvo ya cerca, pudieron ver que sobre un hombro traía uno de los rifles del Bey y en bandolera una correa de la que colgaba un pequeño odre de piel.

– Voy con vosotros -dijo con la voz quebrada-. Mi suerte es tu suerte, Ahmed Hassanein Bey. -Miró a Ya'kub e hizo un gesto de asentimiento, conformándose a sí mismo con la presencia del joven-. De tal palo, tal astilla -murmuró.

El chico no se inmutó. Su estado de abatimiento era tal que no acababa de comprender cuanto se le decía. Pero no sería su padre, orgulloso de la gesta del hijo, quien deshiciera el malentendido.

– Si me quedo -señaló algún punto lejano en la dirección en la que iban-, encárgate de Ya'kub, protégelo y llévalo de vuelta. El mayor Desmond sabrá qué hacer.

Abdullahi se llevó el puño derecho al corazón.

– Con mi vida, Ahmed Hassanein -contestó-, así me lo tenga en cuenta Alá el vengador, el todopoderoso. Allahu akbar.

El Bey asintió. Estuvieron andando en silencio durante un buen rato y, por fin, preguntó:

– ¿Por qué crees que nos hemos perdido? ¿Sólo por la tormenta de arena?

Abdullahi titubeó. Estuvo callado unos segundos y luego dijo:

– No sólo por la tormenta, Bey… Perdimos el camino de las caravanas… -Hizo un gesto rápido con la cabeza, inclinándola a un lado.

– Tendremos que pedirle cuentas a Zerwali, pues.

– Si el Bey quiere…

– No quiero. Sólo quiero que me digas lo que piensas.

Nuevamente, Abdullahi guardó silencio.

– ¡Dime!

– No entiendo mucho de aparatos científicos, ni sé cómo se adivina con ellos en qué lugar estamos. Sé que se mide con los astros, igual que hacían mis antepasados, esperando a que apareciera la gran estrella de septentrión, El Jadi, para hacer los cálculos. Así han navegado siempre las caravanas por este desierto.

– ¿Y?

– Creo que la mujer se equivocó hace una semana. -Y si pensabas eso, ¿por qué no me lo dijiste? -No lo pensaba, Bey. Sólo sé que el guía y Zerwali no se equivocan…

– Según tú, entonces, ¿dónde está el pozo Zieghen?

Sacudió la cabeza.

– No muy lejos, Bey… Debemos volver a la ruta de las caravanas. Hacia allá -señaló en la dirección por la que iban avanzando con fatiga.

– También creo yo eso.

En ese preciso momento, Ya'kub se desvió del camino tambaleándose y enseguida se desplomó en la arena. El Bey se arrodilló haciéndole sombra con su cuerpo.

– Tranquilo, hijo. No es nada, alhamdulillah. -Pero Ya'kub no parecía oír-. ¿Llevas agua en ese odre?

– Sí.

– Pues cuida de que no le falte. Ponte aquí y hazle beber… Yo seguiré hacia delante.

– Déjame ir a mí, Ahmed Hassanein Bey.

– No, Abdullahi. Debes quedarte a proteger a Ya'kub y llevarlo al campamento cuando haya recuperado el sentido… ¿Hay agua suficiente para que yo tome un poco?

– Es la última que queda de la que ordenaste guardar. Hay para ti y para Ya'kub.

– Y para ti también -concluyó el Bey, bebiendo con cuidado un trago de maloliente líquido, sabiendo que si no lo hacía, no llegaría muy lejos.

– Llévate el rifle, Bey.

– No. Mejor lo tienes tú por si es preciso defender a mi hijo. -Sonrió-. ¿De qué me serviría si estoy tan falto de fuerzas que se me caería de las manos?

– No te preocupes por tu hijo… Yo lo cuidaré. Vete en paz y que Alá te acompañe. -Le cogió una mano entre las suyas y se la besó.

El Bey estuvo mirando a su hijo un largo rato y después se puso a andar. Sabía que sus probabilidades de volver eran escasas, tan escasas como la probabilidad de encontrar el pozo Zieghen. Pero estaba decidido a seguir luchando. Ahora sabía que la supervivencia de toda la caravana dependía de lo que pudiera hacer él. Sonrió para sus adentros: pues si era así, las esperanzas de la caravana eran más bien pocas. La humorada le dio ánimos. Siguió andando sin importarle saber que dentro de poco le entraría el mareo, que se desorientaría… Tal vez fuera más conveniente esperar a la noche para que al menos refrescara.

El desierto era ahora un pedregal reseco sin la belleza de las dunas del Gran Mar de Arena. Durante los días pasados andando a ciegas, el paisaje había cambiado, convirtiéndose en una extensión sin relieve, monótona y áspera. Una buena antesala del infierno en la que morir de sed y de sofoco.

Al cabo de un rato de marcha, el Bey decidió sentarse a esperar a que anocheciera. No estaba muy seguro de que fuera una buena solución, pero no recordaba muy bien por qué se había inclinado por ella. Se volvió para escudriñar el horizonte; Ya'kub y Abdullahi habían desaparecido ya.

Se sentó y cerró los ojos.

No habría podido precisar el tiempo que pasó así, en una placentera modorra; unos minutos, una hora, tal vez más; el sol seguía allá arriba luciendo sin piedad, pero no hacía demasiado calor y, en el fondo, no se estaba tan mal. Pensó en su vida, en los que dejaba atrás, ¡hasta se dio cuenta de pronto de que pensaba en Rose y su jardín en Woodstock!, pensó en El Cairo y le flotó la imagen de Groppi y de su palacio sobre el Nilo, se acordó de Kamal al-Din y de sus enormes automóviles… Citroën, ¿eran Citroën?, sí, que hacían un estruendo terrible por en medio del desierto. Hasta podía oírlos atronándolo todo, ahora que estaba al borde de la muerte; habría preferido morirse oyendo el silbido de la brisa antes que este ruido infernal que le penetraba en la cabeza como si se lo estuvieran metiendo a martillazos.

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