– Mira cómo cuidan de sus animales, Jamie -había explicado Nicky días atrás-. Les hablan, les animan a mantener el paso…
De hecho, Bu Helega, un viejo beduino de barba blanca, el más entendido y cuidadoso, exhortaba a los más jóvenes y a su propio esclavo a que cantaran a sus camellos, a que cuidaran de la carga no fuera a ser que se hubiera movido, a que en la parada de la noche aligeraran el equipaje de los que iban más cansados. Hasta se preocupaba de que, al anochecer, fueran encendidas las linternas «porque les gusta y los tranquiliza».
– Son casi humanos, Jamie. Por eso en el desierto se dice que alguien es tan listo como un camello y -añadió con una sonrisa- igual de paciente: no olvidan un maltrato, un bastonazo a destiempo y siempre esperan a que les llegue la oportunidad de tomarse la revancha… Lo resisten todo menos la falta de agua cuando se les han agotado las reservas.
La muerte de un camello es una tragedia para su dueño, que se queda sin compañero de viaje, sin protector y sin medio de vida, sin medio de locomoción y sin transporte e incluso sin guía, puesto que se dice que un camello es capaz de olfatear un pozo cuando aún se encuentra a dos y tres días de marcha. Sin embargo, que se acueste para no levantarse más es aún peor para el resto de la caravana, que comprende la velocidad a la que se acerca el final para todos.
– No resistiremos un día más, Bey -dijo Abdullahi.
Tuvo que gritar para hacerse oír. Arreciaba el viento con inusitada fuerza, haciendo que la tempestad de los días anteriores pareciera nada más que una ligera brisa, y el ruido resultaba ensordecedor.
– Pues debemos aguantar… No podemos abandonar ahora. Estamos cerca.
– ¿Cerca de dónde? -murmuró Nicky.
Rosita se había sentado, doblada en dos, agotada por la sed y el cansancio, con la lengua seca y pegada al paladar. Ya'kub estaba de pie a su lado. Ambos se tapaban las orejas con las manos y la cara con los pañuelos, aunque ella se protegía los ojos con grandes gafas de sol. Hamid también se les había unido y los dos jóvenes no se despegaban del Mayor, que era quien habían decidido que sería su refugio protector (no sin discutirlo, porque, mientras Hamid insistía en que debían encomendarse a Abdullahi, Ya'kub había acabado imponiendo a Nicky: «Es un militar inglés experto en la guerra del desierto, Hamid, ¿no lo entiendes?»). Mientras tanto, el propio Nicky, con los brazos en jarras y unas gafas de sol similares a las que llevaba Rosita, parecía el más afectado de todos ellos; había perdido mucho peso, como todos, y sus mofletes tenían un aire decididamente menos saludable que apenas unos cuantos días antes. Lo único que no le había abandonado era su aire marcial.
El Bey, el Mayor y Abdullahi se apartaron unos pasos.
– Estamos perdidos, Bey. Nuestros guías han extraviado las huellas del camino de las caravanas y no sabemos en qué dirección está el pozo. -Hizo un vago gesto-: Detrás, delante, a un lado… ¿Qué podemos hacer?
El esfuerzo de hablar lo atragantó; tenía las comisuras de la boca, las cejas, el bigote y los costados de la nariz cubiertos de arena. Tosió y luego de aclararse ruidosamente la garganta, escupió un abundante gargajo.
– ¿Cuánta agua nos queda, amigo mío?
– Apenas una girba llena, Bey. No da ni siquiera para que cada uno de nosotros reciba un sorbo.
– Me pregunto cómo hemos podido perder el camino, Ahmed -dijo Nicky-. El camino a Kufra desde el norte es un paso de caravanas muy transitado, arriba y abajo… Y no hemos visto ninguna en días -añadió reflexivamente-, ninguna…
– Bueno, no podíamos ver nada en medio de la tormenta y es muy posible que nos pasaran al lado sin darnos cuenta.
– No, eso no puede ser… En fin, tienes que tomar una decisión. ¿Qué hacemos?
El Bey bajó la cabeza, pensativo.
– No podemos seguir en estas condiciones -dijo después, sin alterarse. Estaba tranquilo-. Detengámonos aquí. Que descarguen los camellos y que los hombres descansen a turnos. Tenemos que esperar a que esto amaine y luego buscaremos el pozo.
Abdullahi miró al Bey con fijeza y luego asintió. Se dio la vuelta y, casi doblado en dos, se dirigió hacia el frente de la caravana para cumplimentar la orden de Hassanein Bey.
– Si nos paramos aquí, Ahmed, ya no seguiremos. Lo sabes tan bien como yo.
– Esperaremos a que amaine -repitió con convicción.
La tormenta no amainó en tres días.
Murieron otros cinco camellos, con toda probabilidad de cólico y no de sed, y no fue posible transferir su voluminosa carga a los demás, ya debilitados por las penalidades del viaje. La poca agua que quedaba fue consumida a sorbitos y a partes escrupulosamente iguales por todos los viajeros. Al segundo día, se acabó. No quedaba nada para beber, salvo unos cuatro o cinco litros que Abdullahi custodiaba con fiereza y que el Bey decretó que serían suministrados a los dos chicos y a Rosita y que, sin saber cuánto quedaba de viaje, mal apenas servían para mojarles los labios y humedecerles el paladar.
Dentro de la gran tienda montada no sin dificultad para que pudieran protegerse del viento, Rosita, el Bey, Nicky y Ya'kub, a los que se había unido un Hamid cada vez más asustado con los ojos a ratos muy abiertos de angustia, hablaban con desánimo intentando dilucidar la razón por la que se habían perdido. Ninguno estaba muy cuerdo y los dos muchachos, además, sufrían repentinos ataques de fiebre que les duraban horas y que los debilitaban aún más; a ratos, deliraban. Rosita les aplicaba entonces alcohol en las sienes para refrescarlos.
Al tercer día todos estaban en un estado de grave postración. Hablaban con dificultad; tenían los labios en carne viva, las lenguas hinchadas y los paladares resecos, se sentían temblar con violentas sacudidas y deliraban sin ton ni son. Las pocas gotas de agua que correspondían a cada uno ya ni servían para aliviar el sufrimiento aunque fuera por un instante; antes al contrario, multiplicaban la tortura con imágenes maravillosas de manantiales de agua cristalina que bajaban por arroyos transparentes para acabar rizándose en pequeñas cascadas hacia sus bocas abiertas; porque, enseguida, las riberas frescas y llenas de musgo y yerba que imaginaban se convertían en la arena que los volvía a atragantar.
Nicky se levantó y murmuró algo sin sentido. Rosita quiso saber qué y el Mayor soltó una larga retahíla de palabras inconexas hasta que al final añadió de forma perfectamente inteligible y con un dedo alzado e inmóvil:
– El destino de las grandes naciones no se juega en sus campos de batalla, sino en lugares perdidos en los que sus hijos se inmolan, sacrificándose con generosidad absoluta. Rule Britannia!
Rosita se recostó en su hombro y así quedaron ambos, apoyados la una contra el otro, como si fueran dos borrachos tambaleándose sin remedio.
El Bey se puso entonces en pie con un gran esfuerzo y salió de la tienda con paso inseguro. Miró a su alrededor,
a la tormenta desatada, a las vagas formas de los beduinos postrados, a los camellos más cercanos, mientras arreciaba el ruido y se abatía sobre ellos la arena de una duna que iba cambiando de forma a cada momento, como si se tratara de una ola embravecida. Puede que fuera sólo un efecto óptico, pero el Bey tenía la sensación de que la duna ondulaba de un lado a otro sin detenerse nunca.
Quiso mirar al cielo para implorar por última vez la misericordia de Alá, pero no pudo distinguir nada. Bajó la cabeza, se dejó caer de rodillas y luego se sentó pesadamente y se envolvió en su jerd. Le había llegado su hora, el momento de la resignación y de la fe en el Dios misericordioso en quien coinciden todos los caminos. Que se hiciera su voluntad, puesto que en su inmensa sabiduría no le había juzgado merecedor de su compasión.
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