Fernando Schwartz - Vichy, 1940

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Esta obra ha obtenido el Premio Primavera 2006, convocado por Espasa Calpe y Ámbito Cultural, y concedido por el siguiente Jurado: Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas y Pilar Cortés.
En el ambiente enrarecido y falsamente triunfante de Vichy, la ciudad-balneario donde se instauró un gobierno colaboracionista tras el armisticio franco-alemán de 1940, reina el mariscal Pétain. Un grupo de valientes inexpertos próximos a él crea en la capital la primera célula de la Resistencia. En su seno nacerá una intensa historia de amor entre Manuel de Sá, ex diplomático español maduro y desencantado, y Marie, joven parisina de raíces judías apasionada y profundamente vital. Cuando la cruda realidad y la oscura situación política venzan al optimismo y al arrojo de sus ideales de justicia, se verán obligados a tomar una difícil decisión: elegir entre éxito o fracaso, vida o libertad, amor o compromiso.
Fernando Schwartz recrea, con su prosa directa, brillante, el mundillo del entorno de Pétain, hecho de arribistas, oportunistas y felones, la vida del cuerpo diplomático, la brillantez de las recepciones y la suciedad de los habitáculos ocupados por cuantos han acudido a Vichy en busca de prebendas o de simple aprovechamiento, a medio camino entre el disimulo y la sordidez. Una historia donde el amor se sobrepone a la hipocresía, que nos habla del sacrificio de héroes anónimos, de la generosidad de su lucha y de que ésta, finalmente, pese a todo, contra todo, nunca fue en balde.

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Las semanas posteriores a la toma de poder por Hitler el 30 de enero de 1933, fueron en verdad peligrosas para quienes habían estimulado su afán de revancha. Los jóvenes de las SS y de las SA se desplegaron por Munich deteniendo y vejando a centenares de personas, llevándolas por la fuerza a la Casa Parda y aprovechando para torturarlas y humillarlas. En junio fueron quemados veinte mil libros en una espantosa pira levantada en la plaza de la Opera de Berlín. «Consiguieron acabar con el enemigo público número uno», dijo Philippa, «imagínense, el libro, supremo asesino de todo lo que hay de noble y recto en la vida… de esta gentuza. Una camisa parda; ¿puede pensarse en algo más parecido al pelo de una rata?»

Luego, al principio del verano de 1934 tuvo lugar la siniestra «Noche de los cuchillos largos», durante la cual fueron asesinados decenas de enemigos reales o supuestos de los nazis, entre ellos, Ernst Rohm, uno de los compinches de la primera hora de Hitler. Y entre ellos, Elisabeth y Karl von Schleicher, el canciller anterior al propio Hitler.

Philippa y Cari von Hallen eran grandes amigos de los von Schleicher. Casi siempre que visitaban Berlín se alojaban en el palacete de éstos en Potsdam, pero en esta ocasión, aunque se encontraban en la capital, quiso la suerte que no estuvieran alojados en Neubabelsberg: habrían sido asesinados igualmente.

La prensa informó de que el fallecimiento del general von Schleicher y su esposa se había producido en el transcurso de su detención (motivada por sus «contactos nocivos» con elementos interiores y potencias exteriores) por agentes de la brigada de investigación criminal. El general había hecho uso de su arma para resistirse y en el «tiroteo subsiguiente habían resultado mortalmente heridos tanto él como su esposa». La excusa era patética.

Cari von Hallen, indignado y entristecido, no se mordió la lengua. Se puso en contacto con Dorothy Thompson, la periodista norteamericana que un par de años antes había entrevistado y ridiculizado a Hitler en la prensa americana. Cari desmintió la información oficial sobre la muerte de sus amigos; se trataba de una vil mentira, dijo, puesto que le constaba que los esposos von Schleicher habían sido abatidos sin contemplaciones por los nazis que supuestamente iban a detenerlos. Antes de que saliera publicada la noticia, Philippa y Cari viajaron a París, poniendo tierra de por medio y evitando así una muerte segura a manos de los esbirros nazis. Afortunadamente para ellos, los dos hijos de los von Hallen se encontraban estudiando en la universidad de Yale en Estados Unidos.

El Führer no se lo perdonó nunca. Como todo sanguinario mediocre y soberbio, su memoria para lo que consideraba ofensas personales o desprecios era larga y su capacidad de venganza, interminable.

Los von Hallen se convirtieron en implacables activistas antinazis. En los años siguientes se los pudo ver por todo el mundo, interviniendo en actos contrarios a Hitler, encabezando manifestaciones, escribiendo manifiestos, recaudando fondos (y gastando los suyos propios a manos llenas) y ayudando a miles de judíos y de opositores al régimen a escapar de la Alemania nazi. (Es interesante que una de las vías más utilizadas por ellos para sacar a judíos de Alemania fuera la del ferrocarril Transiberiano en el que viajaron miles de perseguidos de Alemania, Austria, Polonia y Rusia, que acabaron encontrando en Shanghai el refugio que les salvó la vida.)

Durante aquellos años Philippa y Carl, pese a las preocupaciones constantes y a los peligros que los acechaban, fueron felices. Viajaban de un lado para otro sin parar, recalaban con cierta frecuencia en Estados Unidos en donde sus dos hijos ya se habían instalado de modo definitivo (en Nueva York ambos), tenían su cuartel general en París y, en invierno, alternaban las estaciones de montaña suizas con el balneario de Punta del Este en Uruguay. Nunca establecían contacto con el sector oficial de las colonias alemanas, aunque se sabe de algún embajador del Reich que pretendió invitarlos a la residencia sin conseguirlo. Nunca quisieron tener nada que ver con la Alemania del Tercer Reich. En tres ocasiones los nazis atentaron contra sus vidas, dos en Uruguay y una en París, y sólo la extraordinaria sangre fría de Cari y la suerte los libraron de una muerte segura.

Y en una única ocasión, en el otoño de 1938, viajaron a Munich. Fue típico de ellos que lo hicieran para resolver los problemas de la servidumbre de casa, llevarse a la cocinera y a dos doncellas al chalet que tenían en el pintoresco pueblo suizo de Klosters y disponer de lo necesario para que a los demás no les faltara de nada durante el tiempo que los von Hallen tardaran aún en regresar a Alemania. Philippa, además, quería recuperar unos cuadernos manuscritos que tenía escondidos en el saloncito contiguo a su dormitorio; no se trataba sólo de su diario personal sino también de las notas que había ido redactando con la intención de escribir un ensayo sobre el ascenso en Europa del nazismo y de los fascismos.

Philippa había querido hacer el viaje sola para no exponer a su marido a los evidentes peligros que encerraba su presencia en Alemania. A ella no la reconocerían después de tantos años, dijo, sería un periplo brevísimo, incluso podría esconderse en la casa de sus padres en Garmisch. Pero él no había querido oír hablar de ello y, tras repetidas promesas de sigilo y prudencia, Philippa había tenido que ceder y Carl la había acompañado.

La misma tarde de su llegada subrepticia, Carl fue visto en el jardín de la casa por uno de los vigilantes del barrio, un hombre de mediana edad al que los von Hallen habían procurado el trabajo años antes, rescatándolo de un tedioso empleo de ordenanza en el banco de la familia. Y aquella noche, cuando Carl paseaba en la oscuridad por entre los viejos castaños de su jardín, un disparo hecho desde la calle a través de la verja acabó con su vida.

Mientras Philippa, sabiendo bien lo que había ocurrido, corría hacia el jardín gritando como un animal herido, el mecánico se precipitó a la calle armado con una pistola. Pero los asesinos corrían ya lejos.

¿Cómo describir el dolor?, me preguntó Philippa. ¿Cómo podría explicarle lo que aquel disparo hizo con mi vida? ¿Cómo describir, por añadidura, el sentimiento que me produjo comprobar que los asesinos tenían la frialdad y el cinismo de proclamar que la muerte de Carl había sido un suicidio?

Claro que no me fui, añadió. ¿Cómo me iba a ir? ¿Huyendo? Hubiera preferido la muerte. Sonrió con tristeza, en realidad prefería la muerte, sin Carl quería morir.

Su dignidad y la fiereza de su valentía le salvaron la vida. ¿Quién iba a atreverse a atentar contra ella en presencia de una muchedumbre de duelo que fue a acompañarla hasta el panteón familiar? El extraordinario gentío, inexplicable para los terribles tiempos que corrían (pero amparado en que la propia prensa nazi se había lavado las manos de la muerte de Carl), se mantuvo en silencio frente a la tumba recién abierta. Philippa, vestida de negro y cubierta por un negro velo, se situó unos pasos por delante de los demás. Sus hijos no habían llegado, claro está; los había citado en París; bajo ningún concepto les permitiría llegar hasta Munich para poner sus vidas en peligro.

Cuando el féretro de Carl fue introducido en su nicho del panteón, terminado el responso, Philippa se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el ministro del interior bávaro y con el alcalde de Munich. Ambos se adelantaron para presentarle sus respetos, pero ella bajó los brazos y giró la cabeza. Se produjo entonces un momento verdaderamente embarazoso y tenso, hasta que los dos políticos, sonrojados de humillación hasta la raíz del pelo, hubieron de marcharse sin pronunciar palabra. «Me parece que obré mal: a mí no me iban a hacer nada, pero a los centenares de amigos y luchadores silenciosos y anónimos que habían subido al cementerio les harían pagar mi desprecio con toda seguridad; lo siento, no fui capaz de dar la mano a aquellos dos asesinos: les habría vomitado encima.»

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