– Ah, no sé… dentro de un rato, no se preocupe. ¿Qué tenemos?
– Una gallina al vino y unos quesos que Maurice ha encontrado.
– ¿Pan fresco?
– Oh, oui.
– ¡Qué bien! Nos lo puede dejar preparado en la mesa de la cocina y ya nos ocupamos nosotros…
– ¡Pero se va a enfriar!
– Lo volveremos a calentar, no se preocupe.
– Très bien, m’sieu de Sá. Si me necesitan, llámeme. Bon soir, monsieur, mademoiselle.
– Bon soir, Albertine.
– Buenas noches -dijo Marie.
Esta escena tan hogareña y apacible, tan cotidiana, contribuyó como ninguna otra cosa a situarnos por fin en un mundo normal alejado de la guerra. Como si nos instaláramos de nuevo en la tranquilidad (por breve que fuera a resultar el reencuentro) tras un largo camino sembrado de peligros e incertidumbre. Satisfecho, me arrellané en el butacón y me dediqué a contemplar lánguidamente este mi paisaje hecho de montaña blanca y olivares.
– J’ai peur, Geppetto, tengo miedo.
– Mais non! ¿Qué miedo vas a tener…? Estamos todos juntos en esto.
– Sí, pero yo soy la judía.
Casi añadí que ni siquiera tenía aspecto de tal pero por fortuna me lo callé y así evité otro horrendo faux-pas, otra espantosa metedura de pata, como cuando le había dicho que yo, al menos, nada tenía que temer de las consecuencias de mi raza puesto que no era judío.
Así estuvimos, contemplando la tarde en silencio, cada uno con sus melancolías y nostalgias, mientras se ponía el sol.
Noté que Marie se estremecía y la miré. -Tengo frío -murmuró. Me puse de pie.
– ¿Quieres que te traiga una manta?
– No, espera, no te vayas. Quiero que me abraces como antes -se levantó y se acercó a mí-. Como antes, ¿sabes? Abrí los brazos de nuevo y se refugió en ellos, sólo que esta vez, no sé si por efecto del calor o del vino que se me había subido a la cabeza o por la irresponsabilidad a la que uno se abandona en las situaciones límite, me ascendió por la entraña una irreprimible oleada de sensualidad sin que yo hiciera nada por controlarla. Algo debió de notar Marie porque echó su cabeza hacia atrás y me miró seria seria frunciendo el ceño. Después, satisfecha al parecer por lo que había observado, como si se tratara de un ejercicio físico indispensable, se acercó de nuevo a mi cara y me rozó la boca con la suya, pero se apartó como si le quemara y me sopló con suavidad en los labios y enseguida volvió al ataque y me mordió con ligereza como quien muerde una cereza o una uva. Y me pasó la lengua por las comisuras de la boca y luego la empujó hacia mis dientes y se apoderó de mí.
Y en este punto perdí la noción del tiempo y me desvanecí en su piel, en sus olores, en los grandes ojos que me seguían mirando casi con curiosidad, hasta que de pronto se cerraban voluptuosamente. En algún momento le deshice el turbante de toalla que se había puesto en la cabeza después de lavarse y le agarré la mata de pelo rojizo para tirar de ella y besarle el cuello y las clavículas y el hoyuelo que se abría en la base de la garganta. Oí (no,.no oí), noté que se le escapaba un sollozo ligero y luego, un suspiro. ¿Quién empujó las solapas del albornoz hacia atrás y puso al descubierto sus pechos y, suelto el cinturón, permitió que se abriera de golpe, hasta el ombligo, deslizándose luego, como si fuera cosa de brujería, hasta el pubis, matorral encendido de todo lo que me enloquecía?
Hicimos el amor despacio, dedicando una infinidad de tiempo a cada detalle, a cada momento físico, dejando escapar gritos sorprendidos o risas, suspirando con la sabiduría instintiva de cada uno. De Marie recuerdo el cuello bombeado hasta que justo antes del orgasmo se le tensaban los tendones como si estuvieran a punto de desgarrarse recuerdo los pechos que me parecían saltar de gozo, como si hubieran tenido vida propia en un Cantar de los Cantares, recuerdo los muslos interminables sujetándome con fuerza la cabeza y, después, la cintura, o la espalda brillante de sudor, mojada como aquella noche en que Mane se deslizaba como un pez en el agua dé la alberca mientras yo la espiaba a traición.
¿Qué puedo decir sino que me hizo desaparecer en ella, que hubo largos momentos en que no supe distinguir quién era quién, qué miembro era mío y cuál suyo, cuál latido de cuál corazón?
Nos encontramos encima de mi cama con todas las sabanas revueltas. Cargada de mil aromas y del canto de las cigarras, una suave brisa del Mediterráneo entraba por las ventanas abiertas para mezclarse con los olores a sexo y a saüva; mecía en una ola perezosa los largos visillos de algodón tostado- alguna esquila lejana casi inaudible punteaba la paz de aquel momento al borde de la consciencia. Me dejé ir al amor total, a la pasión consumida, a la felicidad absoluta.
No pronunciamos palabra alguna durante bastante tiempo, hasta que Marie dejó escapar una risa como cristales de roca y se incorporó. Cruzó las piernas y se giró para mirarme.
– Geppetto -dijo con ternura-. Ah, mon Geppetto, tu vais?
– Veo, Marie, pero no me atrevía ni a soñar.
– Vaya… te dije que no dar nada por sentado era una de tus principales virtudes…
– Je t’aime tellement! Pero soy muy viejo para todo esto… para ti.
Se inclinó para darme un pellizco en el ombligo.
– No eres viejo… ¿Sabes? Me enamoré de ti, así -chasqueó los dedos-, el día en que te conocí en casa de Olga… Me pareciste terriblemente atractivo…
– Pues yo tenía unos celos horribles de Jean y de Domingo.
Marie, presa de un ataque de risa, se dejó caer hacia atrás.
– No sabía a cuál de los dos aborrecer más, de veras… -insistí.
Me pareció el máximo de la felicidad esta conversación insulsa, más propia de adolescentes que de gente hecha y derecha.
– Mi abuela la beduina siempre me decía que el calor de la tierra palestina y el azúcar de los dátiles y la miel calentaban el cuerpo y que las mujeres llevaban los trajes largos y amplios para poder ir desnudas por debajo y llevar pintados arabescos de henna para sus amantes -inclinó la cabeza para mirarme, alargó la mano y me acarició. Fue el gesto más íntimo y lascivo de toda mi vida, como si yo le perteneciera de forma absoluta-. No le gustaba París…, ni Francia… no le gustaba Francia. Decía que hacía tanto frío que llegaba a calarse en los huesos y que parecía que siempre estábamos en invierno. Sólo le gustaba el desierto y el mar de allí -mientras hablaba, empezó a masturbarme, pero no como un acto consciente sino como un reflejo sensual del que ni siquiera parecía darse cuenta-. Luego, estalló el escándalo Dreyfus y fue la gota que colmó el vaso. ¿Para qué quiero vivir en un país que me odia?, decía. Se volvieron a Palestina…
Se me escapaban frases enteras de cuanto estaba diciendo, tal era la ola de sensualidad que me engullía. Pero Marie seguía hablando en tono monocorde:
– Cuando yo era todavía muy niña, tendría once o doce años, fui a visitarla por primera vez. Hicimos un viaje precioso desde Marsella hasta Haifa, mis padres y yo. Me encantaba el barco, me encantaba correr por las cubiertas y hablar con el capitán y cenar en su mesa… Me parecía que estaba en un cuento de las mil y una noches, que era una princesa árabe y que me habían raptado para llevarme hasta el príncipe -se quedó callada con la mirada perdida, recordando. Empecé a creer que me moriría allí mismo-. Palestina me pareció maravillosa… Mi abuelo era un hombre muy solemne, muy preciso, muy serio… Mi abuela, en cambio, no. Era una mujer de la tierra, cálida y muy… muy… tocona, eso. Le gustaba tenerme en su regazo y contarme historias mientras me acariciaba la espalda y la tripa, muy despacio -se quedó callada y luego se le escapó una risita y yo, perdido todo control, no pude retener el orgasmo por más tiempo. Entonces, Marie se tumbó sobre mí cuan larga era y me susurró al oído-: soy como mi abuela. Me encanta acariciarte y dejarte rendido…
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