Para acabar de embarrar las cosas, el boletín del obispado de Chartres decía que «para una Francia sana, el estatuto de los judíos».
En fin, las cosas estaban claras y las intenciones del gobierno de Vichy, meridianas: a los definidos como judíos les quedaba prohibido el acceso o la pertenencia a la administración pública, al ejército (¡del que eran expulsados todos salvo los que tuvieran la medalla militar!), a la prensa, al cine… todo lo que estos miserables querían controlar sin oposición. Porque aquí no era cuestión de cuotas profesionales: ningún gentil que trabajara en esos sectores estaba amenazado. No, no; esto se hacía con toda frialdad para marginar a los judíos.
Y el día antes, el 2 de octubre, las autoridades alemanas en la zona ocupada hicieron obligatoria la inscripción de los judíos en un censo. Unos días después instituyeron el carné de identidad para así poder aponer debajo de la foto del titular un tampón con su condición infamante, JUIF, «JUDÍO».
Nada más leer la noticia en el periódico, corrí a casa de Olga Letellier. Me abrió una de las doncellas y, sin pronunciar palabra, me dejó pasar hasta el saloncito.
Olga ocupaba uno de los incómodos sillones Luis XVI que había en la sala; no estaba arrellanada en él, sino sentada en el borde como si se dispusiera a incorporarse de un salto para huir de un peligro. Tenía las manos cruzadas sobre el estómago y una expresión de angustia en la cara.
– ¿Quiere usted una taza de té, Manuel? -me propuso enseguida.
Levanté una mano para hacer un gesto negativo.
Me volví hacia la ventana.
– ¿Marie?
Estaba de pie, rígida, con la mirada perdida en algún horizonte horrible. Me acerqué a ella por detrás y le toqué el hombro derecho casi sin tocarla.
– ¿Marie? -murmuré.
Giró un poco la cabeza y me miró como si me viera por primera vez. Tenía los ojos enrojecidos, brillantes de lágrimas. Entonces abrí los brazos y con un suspiro, tal que si se rindiera, se refugió en ellos y se apretó contra mí. Estaba helada y temblaba violentamente de la cabeza a los pies. Con gran vergüenza me di cuenta entonces de que cualquier tristeza, cualquier tragedia por enorme que fuera se me antojaba un precio pequeño que pagar por este instante de intimidad.
– Oh, Geppetto, Geppetto, qué espanto -murmuró en voz muy queda y se le escapó un sollozo. Luego-: papá y mamá…, dios mío, solos en París…
– No les va a pasar nada, Marie -le acaricié la cara y el pelo revuelto-. Ni a ti tampoco. Éstas son tonterías sin significado ni razón de ser… Además, sabíamos que iban a pasar, ¿verdad? -le di un beso furtivo en la sien y tuve que apartarme un poco de ella para que no pudiera notar los latidos desbocados de mi corazón.
– Ce sont des assassins… -dijo, recuperando la rabia-. Vaya, siempre he asumido el antisemitismo de este país nuestro. Es fruto de la ignorancia, la envidia, la codicia. ¡ Aj! Me produce repugnancia, pero… no he tenido más remedio que acostumbrarme a él puesto que… bueno, ha sido parte de mi entorno. Muchos franceses son antisemitas igual que son antimarxistas o anti cualquier otra cosa -se encogió de hombros-. Hasta ahora eran opciones políticas, ¿no?, más o menos desagradables, pero simples opciones políticas. Ahora ya no. No quiero estar más en este sitio espantoso -murmuró con decisión.
– Pues vamonos de aquí, Marie. ¿Quieres que nos vayamos? Vamonos.
– ¿Pero adonde? Quisiera ir a París a estar con mis padres y nuestra gente y no puedo. No tengo salvoconducto ni modo de conseguirlo.
– No será complicado obtenerlo, ya verás. Será cuestión de unos días.
– ¿Adonde vamos a ir entonces? ¿Ahora mismo, lejos de Vichy?
– A Les Baux por unos días… hasta que se calme esto y podamos viajar a la zona ocupada. Ya encontraremos la manera de llegar hasta allá.
– ¿A Les Baux? -dijo, separándose un poco para mirarme. Asentí con solemnidad. Frunció el ceño.
– Desde luego.
– ¿Cuándo podernos irnos?
– Hoy, esta tarde, ahora…
En el viaje, Marie estuvo callada durante muchas horas, con la mirada fija en la carretera, en tensión, las manos sujetándose nerviosamente las rodillas. Al principio intenté entablar una conversación que nos hiciera distraernos, que le hiciera comprender que la persecución de los judíos en Francia se acabaría disolviendo en la nada, pero no hubo modo. Ella estaba empeñada en no hablar, en no escuchar, en no salir de su ensimismamiento. A ratos, en los grandes tramos rectos de carretera que no hacían tan necesaria mi atención al volante, le ponía la mano en el brazo para darle calor y consuelo.
Sólo cuando nos acercábamos por fin a Les Baux-deProvence, apartó mi mano y saliendo de su mutismo de horas me espetó:
– Los hombres bien educados sois muy curiosos: ¿a que no harías un gesto así para demostrar amistad o preocupación a un hombre? No, no, tiene que ser a una mujer. En realidad, no tiene nada que ver con la ternura cálida que nace de la atracción o de la sensualidad, sino que es una cuestión de educación: has sido educado en la creencia de que la mujer necesita calor, cercanía, más que un hombre, desde luego… y que debe dársele sin que ello tenga connotación sentimental alguna. Me tocas el brazo porque crees que lo necesito, no porque tú busques el contacto físico -no respondí nada-. ¿Eh, Geppetto? -y me dio una palmadita cariñosa para que su alegato no me resultara tan desabrido.
En el mas de Les Baux, al que llegamos al atardecer, el aire era apacible y el silencio, tan completo que retumbaba en los oídos como si los hubiera taponado un desnivel de montaña. M’sieu Maurice y Albertine, aunque sorprendidos de vernos, enseguida se afanaron en preparar la casa: la habitación de huéspedes para Marie, con toallas bien mullidas dobladas sobre la cama, y la mía como de costumbre.
– ¿Cuántos trajes más se llevó monsieur Domingo, Albertine?
– Ah, monsieur de Sá, estoy de verdad confusa. Al principio le dije al señor Domingo que no podía llevarse el traje que se había probado, pero no hubo modo de disuadirle… Y además, me aseguró que le vería a usted aquella misma tarde y que usted lo perdonaría.
– Claro que lo hice -contesté riendo. -Pero sólo se llevó ése.
– Ya lo sé, Albertine… No le sentaba mal, ¿verdad?
– Ah, non. Estaba muy guapo.
– Bah, en cualquier caso no tiene importancia. Todo sea por ver a un joven apuesto bien vestido.
Hacía una de esas tardes del otoño meridional en las que los olores a pino y flores, a tierra recién mojada, a hierba y algarrobo se mezclan en un perfume mediterráneo fuerte y delicado a la vez. Me senté en la terraza con un vaso de vino de una buena botella de Coteaux d’Aix recién descorchada por m’sieu Maurice y un plato de aceitunas y otro de queso fresco de oveja.
Al poco apareció Marie. Iba descalza, pero el sol del atardecer había calentado las baldosas y no debió de notar frío alguno. Acababa de darse un baño y se había puesto un gran albornoz blanco mío que le llegaba casi hasta los pies. Tenía el pelo recién lavado y recogido en una toalla blanca. Sin pronunciar palabra, inclinándose hacia mí, me apretó el brazo con su mano y luego se sentó en el otro butacón de la terraza. Le serví un vaso de vino.
– Merci -dijo en voz baja, sólo que esta vez no me sonrió como solía ser su costumbre. Siempre sonreía con cualquier cosa, cualquiera. Hoy no.
– M’sieu de Sá, ¿les preparo la mesa en el comedor? -preguntó Albertine asomando la cabeza a la terraza desde el jardín.
– Gracias, Albertine.
– ¿A qué hora querrán cenar?
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