– Ah, mademoiselle Weisman, ¿y qué modos son ésos?
– Hay quien cree que sólo el mariscal y los suyos están en posesión de la verdad… y hay quienes creen… creemos, que la defensa de la patria pasa también por otros caminos…
– Le puedo hacer la misma pregunta que he dirigido a monsieur de Sá. ¿Se considera usted más francesa que él? -dio un ligero golpe sobre la fotografía que aún estaba sobre el mantel.
– No. Me considero tan francesa como él, capitán Brissot, y creo que hay más de una manera de mostrarlo -quedó callada un momento. Luego, con cierta fogosidad que me pareció táctica no demasiado prudente, añadió-: ¿Ha oído usted hablar de Etienne Achavanne?
Brissot palideció y todos los del entorno inmediato guardamos un sobrecogido silencio. El 20 de junio, Achavanne, un tipo normal y heroico, había saboteado en Rouen las líneas telefónicas del aeródromo utilizado por la Luftwaffe; privados de comunicación, los alemanes no habían podido evitar un bombardeo de la RAF con grave daño para los aviones inmóviles en el suelo. Achavanne fue detenido y fusilado por los nazis. Fue el primer sabotaje de la resistencia.
– He oído hablar de Achavanne, claro, pero no veo…
Marie se miró las manos e hizo una mueca de indiferencia.
– Son dos maneras de entender la guerra con Alemania, ¿no?
– Peut-être, pero olvida usted dos cosas. Una, que fue una acción individual que lamentablemente acabó con su fusilamiento, mientras que la acción colectiva del ejército de Francia contra Alemania produjo incontables muertos y no poca ruina; es decir, que el acto desesperado de un Etienne Achavanne puede ser aceptable puesto que al fin y al cabo sólo causa la muerte de uno, pero cuando se multiplica por millones, millones de muertes inútiles, es necesario pararlo. Y dos, no lo fusilamos nosotros, sino el enemigo.
– ¿El enemigo, capitán? -preguntó Armand. Brissot sonrió.
– Bueno, ningún enemigo puede ser peor que el que lo fusila a uno.
Del otro lado del pabellón resonó una risotada. Cifuentes el panameño o tal vez Domingo, uno de los dos había contado un chascarrillo. Solo en el centro de la mesa, Arístides parecía indeciso sobre hacia qué lado inclinarse, si hacia los juerguistas de una esquina o hacia los intensos polemistas de la otra. Miraba a un lado y a otro hasta que Jean le hizo un gesto con la mano para que nos atendiera a nosotros.
– El enemigo… -insistió Armand-. Pero veamos, capitán, después del armisticio firmado con Alemania… firmado porque Francia era más débil que Alemania, ¿no?, no por vecindad y alianza sino por debilidad, ¿nos convierte eso en íntimos amigos de quienes son nuestros enemigos seculares? -me pareció que estábamos llegando a una encrucijada dialéctica particularmente peligrosa y pensé en intervenir también, pero Marie me apretó la mano con fuerza y me obligó a callar. Además, Armand de la Buissonière era miembro del gabinete del mariscal; no me parece que arriesgara demasiado al manifestar sus opiniones. En cualquier caso, yo no hubiera sabido qué decir-. ¿Precisamente usted? Brissot titubeó.
– No…, no, por supuesto que no. No nos hemos convertido en hermanos de la noche a la mañana. Claro que no. Pero usted, de la Buissonière, se equivoca de enfoque… y de enemigo. -¿Ah?
– Naturalmente. Alemania está ahí; siempre estará ahí. Y por las trazas, será el dominador del mundo en unos pocos meses. Debemos preguntarnos, más bien, qué hizo que fuéramos derrotados tan deprisa. Nos hemos dado la respuesta mil veces, de la Buissonière, mil veces. Usted lo sabe tan bien como yo… mejor que yo. La culpa la ha tenido Francia, nada más que Francia, un país corrompido, con una clase política venal, con unos valores podridos. No sé si ha sido afortunado o no que la gangrena fuera destapada por una guerra que no podíamos ganar, pero ahí está. -¿Y entonces?
– Entonces, mes chers amis, no corresponde a Alemania arreglar la situación sino a nosotros. Una verdadera revolución, la revolución nacional que ha emprendido el mariscal Pétain para hacer que Francia renazca de sus cenizas. Sufrimiento, dolor, heroísmo. Eso es lo que nos hace falta.
– Entonces -preguntó Marie-, pase lo que pase en Francia, Alemania sigue siendo nuestro enemigo, el armisticio es una táctica, como decía el conde Hourny hace un rato…
Brissot se quedó callado mirándonos.
– Estoy de acuerdo con casi todo lo que ha dicho el capitán Brissot de Warville, con casi todo -dijo Hourny con su voz suave y fría-. Es cierto que Francia estaba podrida y que ésa es la razón principal de su derrota. Pero… pero no estoy de acuerdo con la idea de que hemos firmado un armisticio con el enemigo. El enemigo sigue estando frente a nosotros, al otro lado del canal de la Mancha. No hay que buscar hacia oriente para encontrarlo -nos miró a todos-. Me parece altamente peligroso hablar de estas cosas y opinar así de quienes, al fin y al cabo, son nuestros aliados. Frisa la traición. En fin, mesdames et messieurs, se hace tarde y mañana hemos de trabajar. Con el permiso de las señoras, me voy a retirar. ¡Señor ministro de Sousa! -y se dirigió hacia Arístides para despedirse de él.
– ¡Cuánta maldad puede haber en un hombre correcto! -murmuró Armand.
– ¿Qué quiere decir todo esto? -pregunté a Brissot.
– Quiere decir que el conde y yo estamos en desacuerdo en algunas cosas, pero no en lo fundamental…
– ¿Quiere decir que nosotros no podemos considerar que los boches son el enemigo? -preguntó Marie con tono agresivo-. ¿Quiere decir que no podemos insultarlos, desear que sean derrotados y decírselo a quien quiera oírlo?
Brissot suspiró.
– Marie, Marie, no me cause dificultades… Quiero decir que la cuestión principal es la recuperación de Francia, es la revolución nacional de la mano de Pétain. La democracia parlamentaria está muerta, los enemigos tradicionales, empezando por los marxistas, han sido derrotados, somos un estado católico y corporativo. Patria, familia, trabajo, mi querida amiga.
– No ha contestado a mi pregunta.
– Ni falta que hace, Marie -dije.
– ¿De Gaulle es un patriota o no?
– De Gaulle est un traître, es un traidor -apostilló Brissot secamente.
– No ha contestado a mi pregunta.
– Sí que lo he hecho -se metió la mano en el bolsillo, sacó un nuevo papel también doblado y lo lanzó sobre la mesa. No hizo falta abrirlo. Todos lo reconocimos. Era el último pasquín de GVC-. Buenas noches a todos.
Domingo, que se nos había acercado por detrás a escuchar la última parte de la discusión, siguió con la mirada a Brissot.
– Bueno, mira, en una cosa sí que estoy de acuerdo con aquél, los franceses sois una pandilla de podridos incapaces de defenderos. Sí, hombre, la revolución nacional. Os iba yo a dar revolución nacional, camaradas. ¿Qué, vais notando cómo los de la revolución os aprietan el gaznate? Pasquines, papillons, ¡mariconadas! ¿Vais a combatir contra las divisiones panzer con papelitos? Mira, yo llevo un lápiz de carpintero en el bolsillo y cada vez que veo un cartel de propaganda de estos hijos de puta, le pinto encima la cruz de Lorena. No es mi cruz pero es la del generalito ese de Londres. La cruz de Lorena, que se jodan. Y no me hacen falta ciclostiles. Bah. Una guerra se pelea con guerra y hasta que no se os meta en la mollera no habrá esperanza.
– ¿Estás hablando de sabotaje? -preguntó Jean.
– Claro que estoy hablando de sabotaje. Estoy hablando de descarrilar trenes, de reventar puentes, de matar alemanes, camaradas.
Espantado, miré a nuestro alrededor, pero el grueso de los comensales seguía contando chismes y chistes al otro lado del pabellón. Nadie nos oía.
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