María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– La carta se perdió.

– No es posible. ¿Cómo se pierden las cartas?

– No lo sé. Cuando por fin la recibí, intenté localizarte. Nunca había nadie en tu casa. Te llamé día y noche.

– Me fui a pasar una temporada a casa de mi primo. No soportaba la soledad. Antonio me dejó. Te lo refería en aquella carta. ¿Dices que se perdió?

– Sí. -La abraza.

– Me ha costado encontrarte. No sé moverme demasiado fuera de la isla.

– Me lo puedo imaginar. Me alegra mucho que estés aquí.

– ¿Lo dices de corazón? Necesitaba verte, pero temía molestarte.

– Estoy muy contenta de que estés en Roma. De Antonio no hablaremos nunca más. No te merecía.

– Durante muchos años me hizo feliz.

– No. Tú eras feliz porque sabías serlo, pese a él. Volveremos a conseguirlo juntas. Aquí también hay mercados. Me gustará que los conozcas.

– A mí también.

La propietaria de la pensión entra en el salón. Les dice que la habitación está lista. Cuando pasan por su lado, comenta en voz baja a Matilde que tiene que hablarle. Ella hace un gesto de complicidad, pidiéndole que espere un momento. Hace mucho tiempo que se conocen. Tienen una relación de confianza que facilita la convivencia. Cuando María se mete en la cama, se duerme profundamente. Es un sueño tranquilo, que durará muchas horas, y que le ahorrará vivir el calvario de Matilde.

– ¿Qué quieres? -pregunta a la patrona.

– Te ha llamado tres veces Antonia, la vecina de Dana. Le he dicho que no podías hablar, pero ha insistido mucho. Me ha dejado su número de móvil. Estaba angustiada.

Marca el teléfono. ¿Qué justifica tanta insistencia? La mayoría de las cosas pueden esperar, sobre todo cuando alguien acaba de reunirse con la amiga que creía perdida. Antonia le contesta en seguida:

– Llevo media hora buscándote.

– ¿Qué pasa?

– Estamos llegando a la pensión. Dana y yo vamos en un taxi. -Habla apresuradamente-. Prepárate. Dentro de cinco minutos estamos en tu portal.

– ¿Qué dices? ¿Adonde tenemos que ir?

La voz de Dana interrumpe a la otra:

– Baja la escalera. Ya llegamos.

– Dime adonde vamos.

– Al tanatorio. Ha habido un accidente…

– Ahora mismo bajo. No llores.

Tres mujeres entran en un edificio frío, mal iluminado. Son muy distintas. En medio, Dana con el pelo recogido. Es incapaz de levantar la mirada del suelo. Todo el cuerpo le tiembla. A su derecha, avanza Matilde, que quiere hacerle de sostén, mientras contrae los músculos del rostro. A la izquierda, camina Antonia, rígida, repitiéndose, una y otra vez, que no puede ser. En la puerta no encuentran a nadie. Hay un mostrador con una persona que escribe en un ordenador. Es una funcionaría que trabaja sin levantar los ojos de la pantalla. No las mira cuando se acercan. Tienen que preguntar por dos nombres; uno u otro aparecerá escrito. Titubean. Antes de que se decidan a preguntar, alguien sale de las cavernas remotas del tanatorio. Tiene el rostro desencajado, necesita aire fresco. Se tropieza con ellas. Se observan sin decir palabra. Hay presencias que son una respuesta. Cada una reacciona de una forma distinta, porque cada situación se vive con intensidades diferentes. Matilde, en apariencia, no se inmuta, aunque la crispación de su rostro crece. Antonia se cubre la frente con las manos. Dana siente dolor físico, certeza de imposibilidad, deseo de muerte, en ese lugar donde pasan los difuntos para ir al último refugio. El grito se le ahoga entre los labios. No hace nada. Los brazos de Matilde la sostienen, y se refugia en ellos.

XXXIII

La tarde anterior, Marcos caminaba por Roma. No era un paseo tranquilo, como los que se permitía cuando se cansaba de trabajar en casa, encerrado entre cuatro paredes. Aprovechaba los ratos de fatiga frente al ordenador para salir a la calle. Iba al quiosco a comprar la prensa, tomaba un café en el bar, o buscaba el calor del sol. Eran simples actividades sin importancia que le aligeraban el trabajo alegrándole la vida.

La situación ahora era distinta sin pretenderlo. En el cerrado mundo de sus inercias, siempre idénticas, lo suficientemente sencillas para no tener que hacerse preguntas, lo suficientemente gratas para vivir tranquilo, no había lugar para lo inesperado. A Marcos no le gustaban las sorpresas. Todo tenía que ser previsible: las discusiones con Antonia, que le divertían, la compañía de Dana y Gabriele, el trabajo hecho con rigor, las traducciones cada vez más apreciadas por la crítica. No se hacía preguntas absurdas. No se cuestionaba si era feliz. La convivencia con Antonia no podía considerarse un camino de rosas. Tenía la impresión de que eran dos desconocidos que compartían pocos sentimientos. Acaso, el miedo a la soledad. La tarea de traductor, pese al reconocimiento público de los últimos años, era un camino fácil para sobrevivir. ¿Dónde estaban los tiempos en que soñaba con convertirse en un buen escritor? La comodidad se había convertido en la premisa básica. Para vivir ligero de equipaje se necesitaban tener demasiadas expectativas. Bastaba con ir tirando, centrado en una época sin contratiempos.

La llamada telefónica de una mujer le transformó el panorama del mundo. Se identificó como psicóloga, le dijo que tenía que hablarle de un tema delicado. Ayudaba a una persona a reconstruir su vida: era Mónica. Se negó a creerla. Alguien enfermo aparecía para gastarle una broma estúpida. Sin pronunciar palabra, cortó la comunicación. Procuró no pensar en ello, pero las llamadas fueron sucediéndose. Una voz femenina le aportaba datos cada vez más perturbadores: le aseguraba que Mónica no había muerto, le daba detalles sobre una reincorporación lenta a la vida. Después de escuchar algunas frases contra su voluntad, colgaba el aparato. No decía nada. Se limitaba a recibir las explicaciones de la otra en silencio. Cuando Antonia descubrió lo que pasaba, iniciaron una batalla que duró muchos días. En cada discusión, le replicaba que no quería saber nada de aquella historia. Contarla en voz alta era una forma de aclarar la confusión de los pensamientos que le perseguían; una terapia que le hacía reforzar las posiciones, reafirmarse en la actitud de quien no busca problemas. Remover el pasado querría decir, a la fuerza, tener que sufrir. Hacía tiempo que no estaba dispuesto a ello. En una curiosa paradoja, la insistencia de ella propiciaba que los recuerdos tomaran forma. Iban avanzando de puntillas, casi a tientas, por los rincones de su mente.

Era una tarde de suave claridad. Había tenido dificultades con una frase del libro en el que trabajaba, circunstancia que le ponía nervioso. Habitualmente paciente con la aventura de buscar la palabra adecuada, de encontrar la expresión correcta, podía notar cómo ahora las palabras se le escapaban. Decidió recorrer unas calles que nunca le resultaban inhóspitas, porque se imponía la gracia de las plazas. Andaba sin rumbo fijo, perdiéndose por los lugares conocidos, con el deseo de que le retornaran la calma. A medida que avanzaba entre fachadas ocres, Mónica muerta iba persiguiéndole. Era la última imagen que tenía de ella. Un cuerpo inerte, la ausencia de respuesta a cualquier estímulo. Una mujer sin vida que todavía respiraba porque los aparatos la unían a un mundo que ya no era el suyo. Podía evocar la palidez del rostro amado, el esfuerzo con que intentaba hacerle despertar la antigua emoción por los versos, los monólogos sin respuesta en la cabecera de una cama del hospital. Eran secuencias dolorosas que había rechazado muchas veces. Conseguía librarse, pero volvían con precisión. ¿Quién podía asegurarle que Mónica vivía, si él había sido testigo de una muerte lentísima? Atravesaba calles con balcones llenos de flores, tiendas de sedas, de quesos, de libros. En un alud todopoderoso, surgían nuevas imágenes. Mónica le hablaba. Acercaba el cuerpo a su cuerpo, que nunca había sabido acoplarse mejor a otra piel. Volvía el eco de los paseos por Palma. La risa que no había olvidado, que nunca olvidaría. La cabeza de ella inclinada sobre su hombro; la invasión de un olor perdido. Si cerraba los ojos, todavía podía recuperarlo.

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