María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– Llamaré a un taxi.

Es evidente que no están en condiciones de conducir. Se miran en silencio, y las dos se sienten muy solas.

– Si por lo menos estuviera Marcos -murmura Dana.

Se acuerda entonces de Matilde; es la amiga que necesita. La acompañará al tanatorio. Irá con la mirada firme. Exclama:

– Primero tenemos que llamar a Matilde. Tiene que prepararse para acompañarnos. Pasaremos a recogerla por la pensión.

La otra hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Tiene la impresión de que la presencia de alguien más es imprescindible. Servirá para aligerarle la carga de estar a solas con Dana. Es la mejor solución. Antonia hace un esfuerzo por mantener la compostura. Querría guardar las formas, ahogar las ganas de decir palabras malsonantes, de esconderse en el último rincón del planeta. Le dice:

– ¿No quieres avisar a nadie más?

Dana se encoge de hombros, con indiferencia.

– ¿A quién podría pedirle que me acompañara a identificar un cadáver? Mis padres están en Mallorca. La gente del trabajo son compañeros y nada más. Marcos ha desaparecido en combate. Nunca se lo perdonaré.

– Yo tampoco -dice con resentimiento.

– Sé sincera. Tienes que saberlo. La policía te lo tiene que haber comentado. ¿Cuál de los dos está muerto?

– Te he dicho que no lo sé.

– Permitirás que vaya al tanatorio ignorándolo, que lo tenga que comprobar con mis propios ojos.

– La policía te lo habría dicho. Has perdido la conciencia, antes de que pudieran decirte quién había muerto. Seguramente, la familia del muerto está avisada. En el tanatorio no estaremos solas. Hazte a la idea. ¿Lo habías pensado?

– ¿Tú qué crees?

– Diría que no. Juraría, además, que no te importa.

– Tienes razón. No me importa quién sea la comparsa. Lo único que me obsesiona es qué muerte tendré que llorar. ¿Te extrañas? ¿Te parezco un monstruo?

– No. Eres una mujer que sufre.

– Llama a Matilde: me fallan las piernas, casi no puedo dar dos pasos seguidos. Necesito que esté allí.

Antonia no hace más preguntas. Querría saber cómo ha podido suceder. ¿Qué caminos les han llevado a ese destino absurdo? Puede sentir muy próximo el dolor de Dana, aunque el propio padecimiento adquiera un protagonismo desmesurado. ¿Dónde está Marcos? Contempla el rostro triste, la cabeza gacha, el cuerpo rendido. La tristeza une más que la alegría. Al fin y al cabo, han sufrido pérdidas semejantes. Una llora la muerte; la otra, la ausencia. Dos formas distintas de ver a alguien irse, sin remedio. Coge el teléfono y marca el número de la pensión.

El timbre resuena por las paredes. Tiene un sonido intenso, largo, que llega a todos los rincones de la casa. La propietaria de la pensión está entretenida dando instrucciones en la cocina. Hace un gesto con la mano que es una mezcla de impaciencia y de ahora voy, el mundo puede esperar. Los años de regentar el negocio le han dado una capacidad extraordinaria de relativizarlo casi todo. Es un hostal familiar, donde a menudo los clientes son las mismas caras que vuelven de forma cíclica. Hay quienes viven allí permanentemente, pero otros pasan largas temporadas. El ambiente es plácido. Matilde está viviendo una mañana tranquila, sentada en una butaca, con una novela en las manos. Ha hecho el ademán de coger la taza de café que tiene humeante en la mesita. El timbre de la puerta reclama ahora la atención de alguien. Sale de la habitación, mientras se pregunta quién debe de ser. En esa casa, las sorpresas forman parte de la vida.

Abre la puerta. Se encuentra con una mujer que le resulta familiar. La entrada no ha sido nunca demasiado luminosa; la luz entra sesgada por una claraboya empañada por la suciedad de las hojas y de los insectos. Además, no lleva las gafas. Están junto a la taza de café que, dentro de unos pocos minutos, podrá saborear. Ve a una figura alta, gorda. Los músculos, que debieron de ser fuertes, recuerdan a un globo cuando se deshincha. La piel de los brazos le cuelga, vencida por la gravedad. Lo mismo ocurre con el rostro, lleno de flacideces. Las facciones aparecen difuminadas, ocultas tras los párpados caídos. Tiene que forzar la vista para mirar los rasgos de la cara. El silencio de la otra le resulta raro. Pese a las proporciones del cuerpo, intuye a una criatura desvalida. Vive un momento de duda. De pronto, la reconoce. Es un instante que le hace daño. Exclama:

– ¡María!

La inmensa mujer se desmorona cuando cae en los brazos de la mujer pequeña, con quien compartió un barrio y un mercado. Matilde se hace la fuerte para sostenerla. La abraza para que no caiga al suelo, no lo puede creer. Está tan contenta que querría decírselo, aunque no puede hablar y sujetarla a la vez. Entran en la pensión. María, que tiene los cabellos grises, no es ni la sombra de la mujer gordita, pletórica de gracia en sus prietas carnes, ágil al moverse, vivaz en las palabras. Cuando la ve sentada en el salón, bebiéndose el café que ella había dejado allí, la observa con estupefacción. ¿Cómo puede alguien cambiar tanto? Quien ha llamado a la puerta de la pensión es otra mujer. Adivina que ha pasado un calvario, que es un náufrago engullido por las olas.

Pide que le hagan otro café, que le preparen una habitación con sábanas limpias. Ella misma llena la bañera de agua caliente. Le saca la ropa desgastada, sucia, y la mete desnuda en un oasis de jabón perfumado. Le pone unas gotas de su mejor champú, mientras le lava los cabellos de paja hasta hacerles recuperar la suavidad que tuvieron hace tiempo, cuando eran dos chicas desconcertadas, que se paseaban por el barrio, orgullosas de sentir las miradas de los jóvenes en sus cuerpos adolescentes. La envuelve en una toalla algo áspera, y seca su voluminoso cuerpo, que le recuerda una torre en ruinas. Pone toda su ternura en cada gesto. Sus manos son el filtro que consuela. Se convierte en el refugio que acoge al náufrago que está a punto de perder el sentido, en la roca donde puede aferrarse a la vida. Matilde, que nunca ha tenido hijos, se siente la madre de una persona mayor que regresa después de un largo viaje, convertida en la niña que conoció, cuando ella también era pequeña por las calles del pueblo. La otra no habla. El camino hasta la pensión la ha dejado rendida. Ha agotado las fuerzas que aún conservaba. No tiene ánimo para decir nada. La fatiga le impide manifestar la emoción. Con curiosidad, aunque no quiere agobiarla, le pregunta:

– ¿Desde cuándo viajas?

– Hace muchos días -responde.

Matilde recuerda su vida al amparo de un reducido espacio, el puesto de venta del mercado y su casa, la cama conyugal. Sólo la desesperación puede haber provocado que dejara el paisaje que formaba su existencia. La observa con dolor, cuando la otra le pregunta, sin apenas voz:

– ¿Por qué no contestaste a mi carta?

Ignora cómo puede contarle la verdad. Hay hechos que han sucedido, pero que parecen mentira. Cuando los contamos, se nos pierden en los labios. Son historias absurdas que nos han transformado el mundo; incidentes que no hemos sabido prever, que nunca habríamos imaginado. Confesarlos esconde siempre alguna trampa. Como a nosotros mismos nos resultan difíciles de creer, ponemos un énfasis especial en las frases, una voluntad innecesaria de convencer que falsea la percepción de los demás, haciéndoles sospechar que los engañamos. Hay mentiras, en cambio, fáciles de creer. Matilde lo piensa. María tenía una fe ciega en el amor de Antonio. Probablemente él nunca la quiso. Acaso, hubo una pasión inicial, que se fue debilitando con el tiempo. Hubo dosis de afecto, dependencia, comodidad. María vivió durante muchos años un amor inexistente, una historia que no tenía nada que ver con sus sueños. Si le dice que la carta se perdió, creerá que le cuenta una absurda mentira, aunque ella siempre sabrá que es la verdad. Érase una vez un cartero que repartía mensajes secretos. Recorría en bicicleta las calles de Roma. Se paraba en las casas para llenar los buzones de sobres. Conocía la ruta de la pensión. Había llevado cartas de pésame, alguna de amor, facturas del ayuntamiento. Una de ellas se perdió: era el mensaje de una mujer desesperada. Nunca una misiva había contenido frases tan amargas. Hizo un largo itinerario que duró demasiado tiempo hasta llegar a su destinataria. Matilde mira a María, y le dice:

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