¡Madre, no hay más que una! Esto resultó desternillante tanto para el propio Fernandito como para Matilda, que no se sintió en absoluto aludida por la maldad zumbona del chiste de Jaimito.
Todos se rieron con la jaimitada. También Juan se rió pero, inexplicablemente, añadió que, según santo Tomás de Aquino, ironizar es a veces mentir. Y lo explicó, ejerciendo, al hacerlo, un efecto secante en la familia: ironizar -explicó Juan Campos- es el gran recurso socrático para alcanzar la verdad: Sócrates finge irónicamente que lo único que sabe es que no sabe nada, para así hacer perder pie a los sofistas que decían saberlo todo. Una vez que ha logrado hacerles ver que no saben que no saben, empieza la minuciosa indagación de Sócrates acerca de la verdad. Este recurso irónico, sin embargo -añadió Juan-, se aproxima a la mentira o al engaño como en el caso del chiste de Jaimito que acaba de contar Fernando: al sustituir el sincero, aunque ingenuo, texto evaluativo y emotivo del dichoso madre no hay más que una por un contexto descriptivo átono, Jaimito nos hace reír, pero, de paso, devalúa la verdad que contiene la sencilla propuesta de la redacción del profesor de literatura, encaminada a celebrar la maravillosa figura de las madres en nuestras familias. La jaimitada engaña ingeniosamente al oyente, enfriándole mediante la comicidad e impidiéndole percibir la verdad excelsa de la maternidad. Hubo un silencio perplejo en la mesa: estaban todos, Juan, Matilda, Emilia, Antonio Vega, Jacobo, Andrea y Fernandito. Pasó el ángel de la perplejidad sobre ellos dejando una como baba de caracol que saca los cuernos al sol. Pareció que se suspendía la existencia: tal fue el efecto astringente de la pedantería de Juan Campos. Matilda de pronto rompió a aplaudir secundada por Fernandito, que exclamó ¡bravo! un par de veces. Visto desde fuera, desde la perspectiva de Antonio Vega, fue una escena tensa, absurda y tensa a la vez. Pocos días después coincidieron Antonio Y Juan a la hora del té: estaban solos en casa. Matilda y Emilia volaban a Londres esa misma tarde. Y Antonio, con el tono de voz habitual en estas conversaciones del atardecer que llevaban tantos años ya teniendo, comentó:
– Curioso lo que dijiste de santo Tomás el otro día, que ironizar sea mentir…
– Curioso, pero cierto. Revela la gran perspicacia de santo Tomás en asuntos ético-psicológicos…
– Desde luego, pero casi más curioso todavía fue que tú sacaras eso a relucir con ocasión del chiste de Jaimito. No sé si daba para tanto…
– Te pareció pedante por mi parte, ¿es eso?
– Hombre, no. Sólo un poco traído por los pelos…
– No estoy yo tan seguro, Antonio. Si te fijas, el chiste, tal y como lo contó Fernando, tenía una retranca excesiva para un chaval de catorce.
– La gracia de los chistes de Jaimito es la retranca -comentó Antonio.
– Se supone que Jaimito es un mal bicho, sus chistes nos hacen gracia por eso, porque son malignos, y en este caso el contexto familiar, nuestra situación familiar, volvía la malignidad impertinente e incluso peligrosa, si me apuras mucho.
Antonio advirtió en aquel momento que la vehemencia de Juan Campos excedía, con mucho, el limitado comentario que él mismo había hecho. Era como si de pronto se hubiera agotado la paciencia de Juan, como si de pronto no hubiera podido reprimir una ocurrencia que llevaba tiempo guardada en la recámara y cuya intención trascendía la jaimitada para ir derecha a una calificación de conjunto de la vida de la familia Campos. Antonio se sintió Confuso en aquel momento: le había sorprendido la reacción de Juan, que le pareció excesiva, y esa sorpresa había desactivado la significación complementaria que el chiste de Jaimito pudiera haber adquirido al aplicarlo al caso de los Campos. Sólo ahora, al referirse Juan explícitamente a este caso, caía Antonio en ello. Así que preguntó -una pregunta ésta quizá más directa de lo que correspondía a las preguntas que cabía hacerle a Juan:
– ¿Tú crees entonces que Fernandito estaba tirando una puntada a su madre? Yo, al menos, no tuve esa impresión…
– Si te fijas bien -respondió Juan, tras dar un sorbo a su taza de té-, la puntada era contra todo el estilo familiar, no contra Matilda sólo. Fernandito es muy despierto así que su intención no fue inocente: ¡quería hacemos ver que, en un mundo cómico, la función de la madre en la familia es un chiste escolar! Quería reírse de las redacciones sentimentaloides de sus condiscípulos y del sentimentalismo ternurista del profesor y dar una versión seca y zumbona de la maternidad.
Esta vez fue Antonio quien se echó a reír de buena gana. Le pareció que Juan exageraba y le sorprendió el rebote tan inesperado que suponía toda aquella interpretación. No logró en aquel momento avanzar más, Antonio Vega. Pero no olvidó esta conversación que, puestos a ser sinceros, sí subrayaba un cierto comentario irónico del chaval acerca del papel de la madre en la familia. Aquellos primeros años del despegue de Matilda tardaron mucho tiempo en clarificarse para Antonio. Se había adaptado a las ausencias de Emilia. Y su papel como tutor de los chicos era aproximadamente el mismo de siempre. La idea de juzgar negativamente las ausencias de Matilda por razón de los negocios le parecía un despropósito aunque reconocía que daba o podía dar lugar con facilidad a situaciones complicadas de entender para los propios chavales. Los Campos, madre y padre, no aparecían nunca por los colegios de los niños. Y la función paterna y la función materna, hasta tal punto quedaban embebidas en las obligaciones tutoriales de Antonio, que no era de extrañar que a un chaval despierto como Fernandito le pareciera que Antonio y su madre cumplían indistintamente la misma función. Se le pasó por la cabeza a Antonio que si a Juan Campos realmente le preocupaba lo de la desentimentalización del papel materno en el caso de Matilda, bien hubiera podido el propio Juan acercarse con más frecuencia a sus hijos, maternalizarse un poco. La verdad, al contrario, era que a medida que las ausencias de Matilda se ampliaron, Juan fue retirándose más y más a su despacho, como si la falta de una maternidad convencional ninguneara, de paso, las convenciones de la paternidad habituales.
Todo lo anterior tuvo una secuela mucho después. Casi un trimestre entero transcurrió entre el chiste de Jaimito, la conversación de Antonio Y Juan, y una conversación conyugal explícitamente referida a este asunto. Fue Matilda quien sacó la conversación. Era por la noche, estaban a punto de acostarse. Matilda iba a pasar en casa un largo fin de semana. Matilda estaba sentada a su tocador arreglándose la cara antes de acostarse. Tenían la costumbre de conversar, mientras Matilda se arreglaba, instalado Juan en una butaca baja situada al lado derecho del tocador, de tal manera que los dos estaban frente a frente pero, mientras que la imagen de Matilda aplicando cold-cream a su rostro se reflejaba en el espejo del tocador, Juan no se reflejaba en nada, sólo su voz baja y cadenciosa le reflejaba como un espejo acústico al hablar. Matilda dijo:
– ¡Qué borde te pusiste el otro día, hace meses, con el chiste de Jaimito, parecías un rancio profesor de la Complutense!
– Es que soy un rancio profesor de la Complutense, da esa casualidad!
– ¡Ese día desde luego SÍ!
Fernando tendría unos catorce años cuando contó su chiste. Matilda llevaría cosa de un año dedicada a los negocios. Durante ese tiempo Matilda y Juan apenas habían debatido el fondo del asunto: la peculiar dirección que la decisión de Matilda imprimía a la educación de los hijos. Y no lo habían discutido porque Matilda rehusaba hacerse responsable única de las consecuencias de su decisión de dedicarse a los negocios. Sospechaba, de hecho, que Juan tenía la impresión de que la responsabilidad le correspondía ante todo a ella, la madre. Y esta sospecha irritaba a Matilda incluso como mera sospecha. Y temía que si llegara a convertirse en una censura explícita por parte de Juan, reaccionaría con furia. Pero Matilda amaba a Juan: no le amaba menos ahora que le veía menos, sino que incluso le amaba más. Y también ahora, que pasaba menos tiempo con los niños, muchísimo menos, disfrutaba mucho más que nunca cuando pasaban tiempo juntos. La cuestión para Matilda era siempre la misma: la vida no es una suma lineal de instantes iguales -eso da lugar a la monotonía y por último al tedio- sino una multiplicación de instantes excepcionales que la discontinuidad puntual nunca interrumpe. Lo que cuenta -pensaba Matilda- es el total, la energía creadora total, y no la mecánica adicción de unas partes a otras. Sólo quizá en la más tierna infancia -pero ese período estaba felizmente superado en el caso de la familia Campos- la presencia física de la madre y del padre, instante tras instante, pudiera considerarse indispensable. ¿A qué venía entonces el rollo pseudopedagógíco de Juan con ocasión del chiste de Jaimito? Matilda suspendió momentáneamente el arreglo de su rostro y, sosteniendo en la mano derecha el algodón empapado en la solución astringente que se aplicaba a la cara, hizo un gesto con la mano izquierda que reflejó el espejo del tocador, y que resultaba equivalente en parte, al gesto leve y preciso con que un director de orquesta da entrada al primer violín o a un interesante oboe que anuncia una melodía que, a partir de ahora, permanecerá al fondo de toda la composición sinfónica:
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