Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Se le ocurrió GesTurpin cuando conoció a Soros, el bandido generoso, en la diminuta oficina de Columbus Circie en Manhattan. Empezaba ya Soros a intervenir en empresas filantrópicas, a regañadientes casi. Era despegado, y empleaba a sus trabajadores por cortos períodos de tiempo. Era frío y distante y sus amistades estaban montadas más sobre los negocios que sobre la intimidad. Matilda no recordaba si algunas de las ideas que asociaba con Soros procedían de conversaciones con su padre o de lecturas sobre Soros, o cosas que el propio Soros había dicho. La impresionó un texto en el cual Soros describía una tendencia de la inteligencia humana a eliminar el cambio en el mundo. Y ponía esto Matilda en relación con su marido, sentado allá en Madrid o en el Asubio, y con los filósofos que, en la práctica, excluían el tiempo en aras de teorías que consideraban eternas. Al reflexionar Soros sobre aquel sentido dinámico de las fluctuaciones, que tanto le habían servido en su arbitraje profesional, declaró que no se debía ignorar el cambio, sino afrontarlo y convertirlo en un punto central de los análisis. Frente a las sociedades tradicionales, donde lo inmutable es un valor importante, Matilda pensaba en las condiciones de variabilidad extrema y de cambio que ella misma auscultaba, en el mundo financiero, y en su propio corazón. Había que pensar críticamente para que los seres humanos escogieran entre múltiples alternativas. Había que pensar económicamente para que los seres humanos saborearan y eligieran su libertad real.

Acerca de la otra denominación, Narcisa Investments: Narcisa era un término afectuoso que su padre empleaba para designar a Matilda. En compañía de su padre, rodeada de sus amigos mayores, la acusaba sir Kenneth de exhibirse demasiado. Volvían a reaparecer sus lecturas de Keynes y Hayeck. Y sentía Matilda, en ese ser apreciada, que su memoria se esponjaba y crecía y ponía en conexión más cosas entre sí. De ahí que formara su sociedad Narcisa Investments para su primera gran operación apalancada.

Pero antes tuvo lugar la muerte de sir Kenneth. Tuvo una muerte tal vez propia, en el sentido de que sufrió un fulminante ataque al corazón tras una cena copiosa. Matilda Y Juan viajaron a la casa de los amigos de Sussex donde su padre pasaba el fin de semana. Su padre había dejado todo perfectamente organizado. Matilda tuvo que decidir si dejaba que sus negocios los gestionara un administrador, o si se ponía ella misma al frente de todo. Sir Kenneth había dispuesto una cremación y así se hizo. Ése fue el segundo viaje a Londres en dieciocho años de Juan Campos: desde el viaje de novios hasta la muerte de sir Kenneth, Juan Campos no había vuelto, ni siquiera por placer, a Inglaterra. No hablaba inglés, y se sintió ahora, una vez más, ninguneado por los amigos de sir Kenneth en el crematorio y en los días siguientes. Se hospedaron en el Connaught Hotel, en Mayfair, una zona, por cierto, que había encantado a Juan Campos en el viaje de novios por sus tiendas de antigüedades. Ya por aquel entonces se le había despertado a Juan el gusto por el mobiliario de época. Le encantaba el aire británico, eduardiano, del hotel, el fin de siglo victoriano. De recién casados hizo Juan esfuerzos al regresar a Madrid por aprender a hablar inglés. Logró leer con soltura libros de filosofía en inglés, pero le costaba descifrar los periódicos y nunca consiguió hablarlo fluidamente. El inglés, como antes el alemán, se había convertido para él en una lengua muerta. Allí mismo, en el Connaught, de nuevo, la semana de los funerales, ya expresó Matilda su decisión de llevar personalmente los negocios paternos.

– Allá tú, pero yo no me metería en líos -dijo Juan Campos.

En aquel momento Matilda deseó fulminarlo. Pero se calló. Y pensó: ¿y por qué no meterse en líos, por qué confiar en un administrador, por qué no tomar el mando en un mundo que, además, ella misma conocía muy bien? Había, a mayores, en aquellos años una inverosimilitud agresiva en el hecho de que una mujer casada, guapa y rica, se metiera en negocios. Meterse en negocios era cosa de hombres. Pero, por supuesto, Juan no se opuso frontalmente al proyecto de Matilda: adoptó una actitud complaciente, la apoyó. Y Matilda sintió una punzada de compunción cuando Juan la apoyó en un proyecto que a todas luces no le satisfacía, Juan, de hecho, sin referirse al fondo del asunto, sí lo hizo mediante referencias a los niños y a él mismo: te voy a echar de menos si estás siempre de viaje. Matilda no podía negar eso. A los seis meses de iniciarse en la sociedad de su padre, Matilda empezó a preparar una operación apalancada en una zona de almacenes del sur de Londres: el negocio consistía en comprar todo y pagarlo con una parte de lo que compraba, para luego venderlo con un beneficio. En esa zona se prefiguraba ya el intenso desarrollo inmobiliario que tendría lugar en la década final del siglo XX.

Sí. Juan Campos apoyó definitivamente a su mujer, y a la vez se retrajo. Y ocurrió -y Matilda vivió esta ocurrencia conyugal como un secreto fracaso de su sincero amor por Juan- que mientras que el apoyo le parecía redundante (puesto que su decisión era firme y una oposición violenta por parte de Juan no hubiera quebrantado su voluntad de ocuparse de los negocios paternos), la retracción le dolió mucho. Comparada con el apoyo, la retracción era casi insignificante. Pero no era del todo invisible: venía a ser como un repentino alfilerazo, una piedrita en el zapato. El apoyo era continuo, la retracción discontinua, pero el apoyo era redundante y la retracción era, en cambio, cruel. Aceptar lo inevitable, al fin y al cabo -pensaba Matilda-, formaba parte del esquematismo espiritual de Juan, la resignación. Amar lo inevitable era otro asunto. Matilda descubrió que a la hora de dar el salto proyectante que iba a cambiar su vida conyugal, los negocios (por muy difíciles y arriesgados que le parecieran y que, en efecto, eran) le asustaban menos que esta su propia dolida reacción a la retracción de su marido. Es puro narcisismo, pensaba Matilda acusándose. Mi padre me reía las gracias, incluso las que no tenían gracia, y ahora quiero que Juan haga lo mismo. Siempre he necesitado un público que me admire, ser querida. ¿Y no es esto natural? -se defendía, argumentando todo ello consigo misma-. No podía, por otra parte, fijar del todo los términos de esa sutil retracción de Juan. Lo único que realmente podía hacer era compartimentar su conciencia y no pensar en Juan cuando pensaba en los negocios, cosa que hacía con éxito. Pero una vez en casa, los fines de semana, con las llamadas urgentes que filtraba Emilia, los negocios no se le iban de la cabeza y se entrecruzaban con la retracción de Juan. Y lo curioso es que la parte más hiriente de esa actitud no se manifestaba en las observaciones negativas que Juan hacía del mundo financiero. Juan había empezado muy pronto a recordarle a Matilda que la especulación financiera es una actividad amoral, cuyas acciones se valoran y cuyo acierto se demuestra sólo a través del balance final. Este argumento irritaba a Matilda, que no se sentía del todo aludida por esa crítica, sobre todo teniendo en cuenta que Juan disfrutaba a diario de las ventajas obtenidas por la especulación financiera. Ésos eran, al fin y a cabo, ataques frontales en los que Matilda podía contraatacar, ¿en qué consistía entonces la retracción? Era una merma de calidez, como si nada en la nueva actitud de Matilda pudiera satisfacerle por completo. Era una merma de la simpatía. Tenía a veces Matilda la impresión de que fatigaba a Juan sobremanera la vivacidad de la nueva actividad de su esposa. Como si se le obligara a leer algo en un momento en que ya leía otra cosa, como si se le obligara a cambiar de conversación o a interrumpir una cadena de razonamientos. Y ciertamente, las cosas que Matilda contaba, apenas guardaban relación con las elaboradas investigaciones de Juan en torno al idealismo alemán y, últimamente, también en torno a Bradley, el neohegeliano inglés. Y a la vez -dado que Matilda tenía la cabeza ocupada en sus negocios- iba leyendo con menor atención las separatas que Juan publicaba en la Revista de Filosofía del Consejo.

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