Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Tanto en las reuniones del claustro, como en las cenas o cócteles del lado de Matilda, había las otras parejas coetáneas de Juan y de Matilda, que vacilaban o que fracasaban. Y éste era un punto de vanidad para el joven matrimonio Campos, que hacía que se miraran de reojo o comentaran después: eso a nosotros no nos va a pasar. No iba a pasarles porque ambos estaban decididos -o quizá sólo Matilda, ¿quién es capaz de saberlo a estas alturas?- a aplicar el ingenio al matrimonio. ¡Claro que había divergencias de opinión, y más que eso! ¡Había divergencias de actitud vital entre los dos! Pero todo podía ser hablado, debatido, examinado en el retiro común de los descansos, las siestas, las pausas de los críos: hablarían sin cesar, se expondrían el uno ante el otro con una desnudez más limpia aún que la desnudez preternatural de Adán y Eva: más limpia porque no era ideal, sino real: causada deliberadamente por cada uno de los dos y no incausada o causada por Dios a imagen y semejanza Suya. Y en esa discusión autoconsciente y continua en que a juicio de ambos se cimentaba la estabilidad del matrimonio, hubo un curioso asunto que fue la actitud ante el error. Matilda había aprendido de los anecdotarios de la formación de los hombres de empresa que había toda una psicología del criterio equivocado: Matilda decía -evocando las conversaciones con sus banqueros humanistas- que en el mundo de las inversiones el comportamiento de las gentes era con frecuencia errático o contradictorio o estúpido. Y que las malas decisiones inversoras tenían con frecuencia lugar a espaldas del propio inversor, inconscientemente. De aquí que era imprescindible para entender a fondo las inversiones y los mercados, entender muy seriamente nuestras irracionalidades: tan valioso para el inversor como la capacidad de analizar balances y cuentas de pérdidas y ganancias era examinar la emoción que recarga, positiva y negativamente, nuestra relación con el dinero: un análisis del miedo y la avaricia a la hora de adquirir o de vender acciones era esencial. Ahora bien, proseguía Matilda: ¿qué pasa con los errores intelectuales? ¿No tendríamos que hacer, nosotros los filósofos (Matilda se incluía aquellos años en esta categoría), un pormenorizado análisis práctico de nuestros criterios equivocados? A esto respondía Juan diciendo que el examen del error era, por supuesto, parte integrante de la investigación filosófica desde Platón a nuestros días: la posibilidad del error es parte esencial de la búsqueda de la verdad. Ésta era una respuesta contundente que, sin embargo, no satisfacía a Matilda porque era obvio que los errores filosóficos llenaban páginas y páginas que, una vez cometidos, eran repasados y repensados y vueltos a cometer por sus sucesores. Y es que -pensaba Matilda- los errores filosóficos, a diferencia de los errores de los inversionistas, no parecían tener consecuencias prácticas. Desde ese punto de vista admirablemente absoluto, logomáquico, en que la gran filosofía se ha situado siempre, verdad y error resultan ser perennes datos de una investigación antinómica. En última instancia nada grave sucede si un filósofo yerra. Si un inversionista yerra, se arruina. Había aquí una cierta injusticia que la inteligencia práctica de Matilda hacía a la inteligencia contemplativa y verbal de Juan. Pero había también un punto de buen sentido, de sentido común anglosajón, que impulsaba a Matilda a no contentarse con las verdades y errores de una cadena argumental, sino a desechar lo no productivo. Una tesis doctoral, o todo un libro, sin embargo, podían escribirse y premiarse, tanto si incluían las evidencias confirmadas como las evidencias no confirmadas o incluso absurdas.

Durante unos años, muy al principio, Matilda abrigó la idea de convertirse ella misma en estudiosa de la filosofía. Tenía la impresión, leyendo los escritos de Juan o traduciendo textos filosóficos del inglés -que Juan no dominaba-, que los asuntos de los filósofos, con toda su gravedad y relevancia, quedaban como atenazados por una problematicidad que a Matilda le parecía sorprendente: la gracia parecía consistir en filosofar, investigar, a sabiendas de la imposibilidad de reducir nunca el problema a una solución definitiva. Dada la gravedad de los asuntos tratados, la muerte, la existencia de Dios, la naturaleza limitada del conocimiento humano, el bien y el mal, cómo hacer lo uno y evitar lo otro, incluso el análisis del juicio de gusto, que nos permite decidir por qué una cosa es bella o es fea, todo esto permanecía irresoluto, produciendo sin embargo, una gran cantidad de movimiento intelectual: le interesó la definición de idea trascendental en Kant, según la cual una idea es un concepto que da mucho que pensar sin podérsele asignar nunca una intuición correspondiente. No daban, sin embargo, los filósofos la impresión de ser personas atareadas, empeñadas en buscar una solución a los problemas, más bien daban la impresión de estar confortablemente instalados en la problematicidad de sus asuntos, buceando apaciblemente en el sumidero de miles y miles de páginas y ofreciendo con frecuencia brillantes soluciones, históricamente aceptadas para ser más tarde históricamente rechazadas también. En conjunto, la actividad de Juan producía una impresión quiescente: confortable e incluso -y aquí es donde entraba el proyecto de Matilda- un poco exclusiva: con frecuencia Matilda se había sentido excluida en una conversación filosófica por no estar del todo al tanto de la terminología. Era un mundo petulante en una línea muy autárquica y autorreferente que alcanzaba en ocasiones gran belleza retórica. Las palabras de los filósofos eran muy poderosas, sonaban como grandes timbales de una gigantomaquia que, de buenas a primeras se acababa al acabarse la clase, al acabarse la tarde, para irse a cenar, para quedarse a chismorrear un poco. Y era un mundo presidido, al menos el mundo académico donde se movía Juan, por unas considerables dosis de rutina: la búsqueda de la verdad era tan ardua y duraba tanto, y la búsqueda y la recopilación de la información necesaria para cualquier trabajo era tan copiosa, que el ánimo individual se destensaba fácilmente al cabo de unas cuantas horas de lectura e investigación. De hecho, decidió Matilda, casi era preferible filosofar con desgana: de ese modo las secuelas del no dar con la verdad ni de un día para otro, ni de un mes para otro, ni de un año para otro, se difuminaban graciosamente. El ocio era el principio de la filosofía. Una cierta actitud espiritual que liberaba a las almas filosóficas del negocio, la negación del ocio, y las ponía en trance de ser iluminadas, beatíficamente, en un futuro bien distante. Una investigación filosófica podía durar veinte años. El estudio de un filósofo como Hegel podía durar catorce años. Una tesis doctoral acerca de, por ejemplo, la teoría de las categorías de Nicolai Hartmann podía durar toda una vida. A medida que los niños crecían y cada vez era menos indispensable que Matilda les organizara las meriendas, una cierta inquietud no localizada se apoderó de Matilda. Juan no parecía del todo satisfecho con la idea de que su mujer se pusiera a estudiar filosofía.

– Sería redundante un poco, ¿no te parece? Los dos al alimón pensando el mismo pensamiento. Profiriendo lo pensado a la vez, como a coro, un pensamiento conyugal y dual, como las canciones de las Hermanas Fleta.

Los niños crecían y el dinero llegaba con regularidad. Y con discreción. Tenían una cuenta conjunta en el Banco Santander y dos cuentas separadas, una para cada uno. Matilda organizó las cosas de manera que Juan se sintiese cómodamente instalado sin estridencias. Matilda llevaba las cuentas. De las finanzas se ocupa mi mujer -decía siempre Juan- y todo el mundo entendía que, siendo Matilda una brillante licenciada en económicas, lo suyo era llevar las cuentas y lo otro, la vida contemplativa, era cosa de Juan.

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