Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Por otra parte hubo en la decisión de Matilda una circunstancia exterior, única en su género: la presencia tutelar de los banqueros-scholars amigos de sir Kenneth, que se carteaban en latín. Estas demoníacas personas no tuvieron jamás la menor duda: la joven, la maravillosamente guasona y ágil Matilda, que jugaba al póker con su padre y con todos ellos, iba -casada y todo- a irrumpir en bolsa como un asteroide inesperado. No hablaban de otra cosa. Eran los altos directores de la Banca inglesa, que habían hecho Clásicas (Greats) o Historia en Cambridge y en Oxford, y que consideraban que nada preparaba tanto para una eficaz gestión financiera como haber descifrado a Esquilo en la juventud o recitar a Virgilio de memoria. Eran personajes brillantes y velados, como mandarines de las complejas dinastías imperiales chinas, que no aparecían en los periódicos o sólo raras veces y que formaban parte de las asesorías financieras de la Corona británica. Matilda los trató a todos desde muy joven y cuando, de pronto anunció que se casaba con el hijo de un médico español se sintieron todos humorísticamente descorazonados. Así que cuando, tras la muerte de sir Kenneth, anunció Matilda que iba a montar una gestoría financiera para inversores en bolsa y que iba a utilizar su propio primer apellido Turpin reminiscente del célebre Dick Turpin para designar su compañía les pareció a todos que por fin Matilda había llegado a ser la que era desde siempre. Matilda tuvo que reconocer, hablándolo con Juan, que la calurosa acogida que su proyecto tuvo entre los banqueros fue determinante, si no de la decisión misma, sí de ciertos aspectos estilísticos de la decisión: sería una financiera de nueva planta. A finales de los ochenta, muy pocas mujeres españolas o anglosajonas estaban en condiciones de emprender un proyecto tan ambicioso como el de Matilda y casi ninguna de obtener el asesoramiento y el apoyo efectivo que un proyecto así necesitaba. Matilda sería la primera, o una de las primeras, innovadoras: una mujer casada, con tres hijos, con energía y gracia suficiente para, sin descuidar su vida matrimonial y su familia, sacar adelante un complejo proyecto financiero. La perspectiva de discutir con sus viejos amigos los nuevos y vigorosos asuntos de la Bolsa Internacional comunicó un suplemento de energía al corazón de Matilda. Por absurdo que parezca, fue por este lado -el más externo a la decisión misma- donde aparecieron las primeras quiebras de la confianza de Juan Campos. Sintió que su mujer se enamoraba -metafóricamente, sin duda- de un nuevo estilo de intelectual: el intelectual-hombre de acción. Porque lo interesante para Matilda era que los banqueros escoceses e ingleses que la apoyaban eran de verdad intelectuales humanistas en una línea muy del XVIII, con un cierto aire de déspotas ilustrados, de benevolencia distante y aristocrática, que resultaba cautivadora, pero también, al menos para Juan Campos, en parte difícil de asimilar, en parte hiriente. Y aunque Matilda aseguraba que él mismo, Juan Campos, era su único scholar verdadero, otra se le quedaba dentro a Juan, un endurecimiento mínimo y, al parecer, inextirpable. De la misma manera que Matilda no tuvo nunca remordimiento de conciencia por ser rica y disfrutar austeramente de la fortuna de su padre, no tuvo remordimiento tampoco a la hora de dejar a los hijos en casa con Juan y con Antonio y llevarse a Emilia de asistente personal. En la calcificación del endurecimiento minúsculo, pero inextirpable, de Juan, este factor de la falta de sentimiento de culpa por parte de Matilda tuvo una importancia considerable. Si Matilda hubiera, de algún modo, sido vergonzante, exigido con violencia su derecho a realizar su propio proyecto profesional, a costa incluso de abandonar la educación de sus hijos, si Matilda hubiera sido una mujer más vulgar, la calcificación tal vez no se hubiera producido. Una mujer más vulgar hubiera tratado de persuadir a su marido de que tenía razón, de que tenía derecho, de que era legítimo tratar de compaginar sus intereses profesionales con su vida familiar. Y en la posible virulencia de este debate, hubiera sido posible detectar -Juan lo hubiera detectado de inmediato- un sentimiento de culpabilidad. Y ese sentimiento hubiera servido para lubricar el severo desapego de Matilda a los cuarenta y tantos -porque desapego fue, sin duda, y repentino sin dejar de ser por ello a la vez paradójicamente una reafirmación de su amor por Juan y su familia-. En lugar de justificarse Matilda organizó las cosas, la vida de los hijos y la vida de la familia, con gran exactitud. Al irse Matilda, llevándose consigo a Emilia, no fue con Juan con quien deliberó durante largas horas acerca del programa de actividades escolares y extraescolares de los niños, sino con Antonio Vega. Juan asistió a este compacto curso de pedagogía doméstica con un sentimiento de perplejidad y una punta de guasa, sólo para descubrir que ni perplejidad ni sentido del ridículo embargaban en modo alguno a su mujer o a su amigo. Desde un principio Antonio Vega tomó completamente en serio su encomienda -que en lo esencial sólo era una prolongación de las tareas de tutoría y supervisión que llevaba ya realizando muchos años-. Le parecía a Juan, con todo, sorprendente que Antonio no reprochase a Matilda o a Juan o a la propia Emilia el que, con motivo del proyecto profesional de Matilda, fuese a quedar él mismo separado de Emilia durante largos períodos de tiempo. Juan llegó a plantear este asunto a Antonio en una ocasión, aunque evitó referirse directamente a la situación de Emilia y Antonio. Lo planteó como cosa más bien suya:

– Yo me siento un poquito abandonado, Antonio. Echo de menos a Matilda como tú, supongo, echarás de menos a Emilia. ¿No te sientes tú como dejado atrás un poco, al otro lado de la puerta, desactivado?

– No me siento así, no -contestó Antonio Vega-, porque no estamos desactivados ni tú ni yo, ni tampoco estamos solos. Están los niños, estás tú, están Emilia y Matilda que nos llamarán por teléfono y que pasarán con nosotros varias veces al mes unos días. Mi padre trabajó en la mina en Asturias muchos años y no venía por Letona más que una vez al mes, o menos, y nunca nos sentimos abandonados. Era natural que nos dejara en casa y se fuera a ganarlo donde había de qué…

– Pero Matilda no tenía obligación de salir de casa para ganarlo, ya lo tenía aquí. Matilda, a diferencia de tu padre, que era pobre, es rica. Y el papel de Matilda en esta casa es el papel que desempeñó muy bien tu madre. Y no el que desempeñaré yo ahora haciendo las veces de Matilda, o tú, haciendo a la vez de padre y madre sin tener por qué.

Algo así vino a ser la conversación. Juan Campos recuerda esta conversación aún, aunque no recuerda en qué acabó aquello. Tiene esta noche la impresión Juan de que no consiguió comunicar su inquietud a Antonio, y que Antonio, con la misma naturalidad de Matilda o de Emilia, daba por sentado que todos estaban haciendo todo bien. Juan tiene idea de que Antonio añadió algo así:

– Ahora no es como antes ya, más vale así. Ahora todo está cambiando, pero todo seguirá igual, mejorará, si no nos empeñamos en ver tres pies al gato.

Una respuesta insatisfactoria ésta en opinión de Juan. Quizá no fue exactamente eso lo que dijo Antonio, sino sólo lo que Juan recuerda.

Hubo bien mirado, más años de vida conyugal -unos dieciocho- que de vida profesional para Matilda -unos trece-. En ambos casos, Matilda estuvo siempre claramente expuesta. No hubo nunca equívocos: Matilda nunca declaró que su ideal fuese la vida de mujer casada entregada a la maternidad y a las tareas caseras. A medida que los niños iban haciéndose mayores, Matilda fue pensando que lo suyo estaba en los negocios. Y nunca lo ocultó. De tal manera que Juan no pudo llamarse a engaño cuando, tras la repentina muerte de sir Kenneth, tras la testamentaría y los obligados viajes entre Londres y Madrid, fue obvio que Matilda se ocuparía de la fortuna familiar y que aprovecharía la oportunidad de activar una posibilidad de sí misma mil veces imaginada pero nunca puesta en práctica. Y fue fascinante que (aun habiendo declarado Matilda con frecuencia que ésa era su intención) Juan nunca la tomara en serio. Así que cuando Matilda alquiló un local en Madrid -unas oficinas- y rehabilitó la oficina de su padre en la City londinense, Juan se quedó asombrado. Pronunció una frase absurda:

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