Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– Esto viene a ser como la muerte. In media vita in morte summus. Y la muerte no esclarece la vida, simplemente la interrumpe, la vuelve absurda.

Matilda protestó. Negó que su dedicación explícita a los negocios fuera equivalente a esa interrupción de la vida que es la muerte. Y Juan fingió reconocer su exageración y retiró la expresión. Los primeros viajes de Matilda e, incluso, sus primeras jornadas laborales en Madrid para montar la oficina hicieron sentirse a Juan muy solo.

– No sé qué hacer sin ti en casa -declaró Juan.

– Es sólo al principio es un cambio de rutinas, nada esencial cambia entre nosotros.

Y era verdad. Hubo escenas cómicas: Juan reprochó en broma a Matilda que le abandonara en plena abundancia:

– Me dejas en la abundancia, en una vida de lujo y bienestar.

– Bueno, mejor, eso es bueno, ¿no?

– No, no es bueno. Es lo peor de todo. No tengo derecho a quejarme. Me dejas perfectamente instalado. Hasta un buen servicio doméstico en la casa, cosa que nadie tiene ya hoy en día. Pero nosotros sí. Vivo como un rey.

– Pues eso es bueno -repitió Matilda.

– Pues no, no es bueno. Es lo peor de todo.

– Preferirías que te dejara arruinado? -llegó a preguntar Matilda, riéndose.

– Francamente, casi sí. Me has convertido en un rentista. Si me jubilara esta misma tarde con cuarenta y tantos, no pasaría nada en absoluto.

– Pero hombre, Juan, una persona como tú no se jubila ahora, ni con cuarenta ni con cien: mientras tengas energía intelectual, mientras estés activo, intelectualmente despierto, no hay ninguna diferencia entre tú y yo. ¿Querrías que me quedara aquí? Di la verdad. Si tú me dices ahora mismo que pare todo, que lo deje todo y que sigamos como estamos, yo…

– Nadie está hablando de que pares nada. Lo único que digo es que no me dejas decir nada. No tengo nada que añadir. Has dejado todo tan bien organizado que mi obligación es estar contento con la presente situación. No tengo ni derecho al pataleo.

– Bueno, pues no. No lo tienes.

Esta versión cómica de la situación alternaba con una no formulada inquietud por parte de Juan y también, quizá, por parte de Matilda. No obstante su entusiasmo por su nuevo proyecto, Matilda sintió, a su manera franca de tratar las cosas, un remordimiento no expresado, una sensación de que faltaba una cierta perfección, la perfección del proyecto común de los dos. ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a los negocios? ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a la práctica y a la teoría filosófica? ¿Hubiera sido preferible que Matilda hiciera un cursillo acelerado acerca de lo bello y lo sublime en Kant, en Schiller y en Schelling? Era una situación cómica y, a ratos, los dos conseguían realmente reírse con ella. Pero la risa no acababa de iluminarlo todo por completo. Fue desesperantemente simple. La opción de Matilda era razonable. Implicaba sin embargo, algunos elementos no convencionales que podían ser declarados objetivamente discutibles: era verdad que los tres chicos estaban ya criados -Fernandito, el más pequeño, tenía trece por aquel entonces-. Era verdad que Juan se quedaba solo: incluso dando por supuesta la buena voluntad de Juan, era imposible combinar las dos actividades profesionales. Y este problema no lo tenía sólo una rica heredera como Matilda, lo tenían ya muchas chicas de la edad de Matilda que a finales de los ochenta dejaban su casa para ir a trabajar. Juan era muy consciente de la situación: que Matilda fuese una rica heredera no añadía nada esencial al problema: lo esencial era que Matilda tenía una ocupación a la que dedicarse con seriedad y que implicaba abandonar su casa. Todas las humildes secretarias tenían el mismo problema. Los aún exiguos sueldos de una auxiliar administrativa de la época (unas setenta mil pesetas de entonces) tenían que dar para pagar a una asistenta que se quedara con los niños desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y salía del sueldo de la chica. Pero salir de casa, irse de casa no era diferente: el problema era el mismo, la única diferencia es que en la clase social de Matilda, y sobre todo en el mundo británico, la educación de la prole la llevaron siempre a cabo los preceptores y los criados. Y así seguía siendo en casa de los Campos, incluso antes del despegue de Matilda. El peso de la educación recaía ya entero o casi entero en Antonio Vega. Así que no tenía Juan Campos argumento ninguno práctico, sino sólo un remusgo que oponer a Matilda. Y dada la relación franca y abierta entre ellos, los remusgos estaban de sobra.

Siempre habían dicho los dos: lo que tengas que decir, dilo. Incluso lo que creas que sientes, aunque no estés seguro, dilo… Bien es cierto que era Matilda la que insistía siempre en la transparencia completa. Y Juan, a fuer de filósofo (la claridad es la cortesía del filósofo también en la vida privada) asentía. Pero en aquella ocasión, la claridad estricta le resultaba a Juan imposible de practicar: una voluntad de transparencia ahora le desnudaba de un modo extraño, le ponía en evidencia. No podía decir: siento unos celos que no son celos, pero que sí son celos, de tus banqueros ingleses, los amigachos de tu padre. Ya sé que son vejestorios la mayoría, mucho mayores que tú. Pero presiento que entre tú y ellos dibujáis un círculo en el suelo y os metéis dentro y yo quedo fuera. ¿Cómo no me voy a quedar fuera si apenas sé lo que es una sociedad anónima?… Esto no podía decirlo, porque Matilda hubiera contestado: pues si no lo sabes lo aprendes. ¿No he aprendido yo lo de Schiller y la educación estética del hombre? Pues tú lo mismo. Y era verdad que Matilda se había apasionado especialmente al leer los artículos de Juan y al discutir temas filosóficos. Juan tenía que reconocerlo: se había esforzado no sólo en las sobremesas y tertulias: su inteligencia rápida era muy hipercrítica y amiga del debate intelectual. No le interesaba mucho la literatura (apenas leía novelas o poesías) pero en cambio la apasionaba discutir ideas. Hubiese sido una competente tutora de filosofía de habérselo propuesto. En cambio, lo contrario no era verdad: la inteligencia de Juan Campos era verbosa, pero no rápida: era más bien minuciosa, con una considerable habilidad para poner en conexión entre sí datos aportados por la erudición histórica (tenía buena memoria), pero rara vez alcanzaba una conclusión o una intuición filosófica de un salto: era moroso y premioso. Era un académico anticuado, aficionado a la especulación metafísica, que abandonaba con gusto por el cotilleo con los colegas. Era aficionado a discutir vidas ajenas: los doctorandos, los miembros del claustro, los problemas de la facultad y el decanato… Todo eso lo aborrecía Matilda. Ese claustro vuestro es paleto -decía Matilda-. Y la verdad es que cuando se reunían a cenar los matrimonios del claustro, las bromas de Matilda al salir, imitando a las doctas esposas, rebotaban en las fachadas del Madrid nocturno. Decía: he ahí los catedráticos pot-au-feu, en compañía de sus señoras ex seminaristas (una malignidad muy de Matilda ésta). ¡Era tan divertida, tan mala! Tan capaz de tomar parte en aquellas cenas de matrimonios académicos, que detestaba, y dar el pego. Juan tenía la impresión, a veces, de que Matilda era casi inconsciente de sí. Como si en su caso único la santidad fuera verdaderamente inconsciencia. Podía ser maliciosa y a la vez santa. Y el efecto que causaba en las cenas de matrimonios era cómico y conmovedor a la vez. Desde el primer día la pareja causó un impacto notable. En aquel tiempo Juan era sólo un profesor auxiliar, que acompañaba al titular y poco menos que le llevaba la cartera. Las primeras cenas fueron increíbles. Iban a cenar gamo al Pardo. Era a finales de los setenta. Aún las esposas de los académicos del departamento de Filosofía tenían un aire retro, años cincuenta, un résped ingenuo, una mirada de reojillo que calibró instantáneamente la absoluta elegancia de Matilda (que no podía haber elegido para las primeras ocasiones trajes más lisos, más sin pretensiones).

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