Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin
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- Название:La Fortuna de Matilda Turpin
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Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.
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– ¿No vivimos por encima de nuestras posibilidades, Matilda? -preguntaba Juan en ocasiones con ese aire lánguido de quien no parece estar muy interesado en la respuesta.
– No, querido. Tenemos inmensas posibilidades. De hecho, ahorramos dinero, cada mes un poco.
Y ahí quedaba la cosa. Hubiera debido quedar la cosa ahí, quizá, y no fluctuar mentalmente y no sobrevolar inesperadamente como una polilla sobre las conversaciones en el momento más inesperado. Matilda estaba acostumbrada a una vida cómoda pero austera. Gastaba poco en sí misma y se apañaba con la ropa que tenía y una costurera particular que iba adaptando, alargando o acortando, su ropa a compás de la moda. La verdad es que todo pareció, en muy pocos años, haberse vuelto rutina, haberse consolidado. Matilda era un ama de casa eficiente Y Juan era un marido casero, aficionado a invitar a almorzar a algún colega de la facultad los domingos, pero poco aficionado a acompañar a su mujer a sus contadas visitas sociales. La casa tenía un aspecto severo, muy académico, atestado de libros, no sólo el despacho de Juan, sino la sala de estar y una parte del pasillo. Era una bonita casa en lo que era por entonces una zona aún sin edificar del todo al final de la calle Orense. Juan se embarcó por esas fechas en sus estudios del idealismo alemán: era el cuento de nunca acabar. El idealismo, tal y como lo veía Matilda desde fuera, era una voluminosa serie de libros bellamente impresos y encuadernados que, cuando Juan le leía fragmentos seleccionados, daban la impresión de estar llenos de energía: la vida del concepto, el acto del entendimiento como vida, la experiencia filosófica como experiencia total. Esto hacía vibrar a Matilda. Pero era más bien la imagen, la idea de que todo esto pudiera funcionar algún día en su vida como una inspiración, que el que funcionara día a día en la vida de la familia Campos. Lo cotidiano era la rutina de un matrimonio bienavenido e instalado con todas las comodidades de la alta burguesía y también con todo su buen gusto: no se trataba de figurar, de lucirse, sino de, sencillamente, ser. Y Juan Campos se convirtió en un filósofo cuya única urgencia inmediata era preparar las clases de la facultad. Era un buen expositor, pero la preparación de las clases le exigía, dado el escaso nivel, según Juan, del alumnado, una tarea de simplificación y divulgación que, en conjunto, le irritaba. Es imposible simplificar a Hegel sin desnaturalizarle, exclamaba con frecuencia. ¡Hegel es inseparable de la lengua alemana y de toda la elocuencia académica y alemana en que su filosofía aparece expresada! No hay un Hegel para niños o para adolescentes o, incluso, para universitarios políticamente inquietos. Hegel está au desús de la melè. Y los Campos también estaban a salvo del batiburrillo de los años finales del franquismo y de la instalación de la democracia en Madrid. Llegó un punto en que los viajes a Londres empezaron a parecerle a Matilda escapatorias. Se divertía más en Londres que en Madrid, veía más gente, veía, sobre todo, la actividad de enjambre de la City londinense donde sir Kenneth se movía como pez en el agua: le gustaba a Matilda ir a almorzar a la City con su padre. Había un aire de vitalidad. Había una presencia vibrante, confusa, energizante, del mundo entero en aquellas oficinas. Leer el Financial Times o las secciones económicas de los periódicos era revivir otra vez las inquietudes universitarias que precedieron a su matrimonio. Releyó por entonces algunas de las biografías de John Mayriard Keynes con su insistencia en que el estudio de la economía no fuese una simple gimnasia intelectual, sino que sirviese, directa o indirectamente, para mejorar la vida humana.
Al regresar a Madrid tenía invariablemente Matilda una sensación de aparcamiento. El magnífico piso de la calle Orense le hacía sentirse a ella misma aparcada, dotada de un aire entre sublime y gracioso, como un instrumento musical, un violonchelo o un piano de media cola en desuso que adorna, sin embargo, cualquier elegante sala de estar.
Y esta sensación de hallarse aparcada se recrudecía al no poderla comunicar con claridad a Juan, que se mostraba feliz de verla de vuelta pero que no daba la impresión de haber sufrido soledad ninguna en su ausencia. Las buenas ausencias que Juan guardaba a su esposa transpiraban un subrepticio aire de desafíos, como si dijera: he, en tu ausencia, Matilda, continuado empeñado en la contemplación y el conocimiento de todas las cosas. No las he realizado, eso queda al cuidado de los gestores amigos de tu padre, simplemente las he valorado en lo que valen por sí mismas. Y era verdad que Juan valoraba la sabiduría por encima de todas las cosas, con una especie de voluntad freudiana de construir la cultura e incluso la felicidad matrimonial a base de posponer el gozo. Sólo al final podía lograrse la exaltada inteligencia que se contempla a sí misma inteligiendo, como Dios.
Y Matilda, entretanto, a la vuelta de sus viajes a Londres, al sentirse aparcada, se liberaba de la cautivadora rutina de la vida de Juan y de ella misma como esposa, inventando nombres para unas imaginarias agencias de inversión. Por supuesto, había la gran agencia de bolsa paterna. Se le ocurrieron dos nombres que le hacían particular gracia: GesTurpin, S. A. y Narcisa Investments. En ambas denominaciones había sentido del humor, ironía -la gran reflexividad, imitada de George Soros, a quien había conocido en compañía de su padre en las oficinas de Central Park-. Sí, el sentido del humor, la autocrítica: esto era la vida del concepto: Hegel mismo, el acto del entendimiento que era vida. Y Juan no lo entendía. Y que no lo entendiera era la melancolía insoluble, el fracaso. Esta palabra, fracaso, menudeaba ahora -al cabo de los años-, como un moscardón. Y Juan, que -según creía Matilda- se sabía Hegel palabra por palabra y toda la tradición del clasicismo romántico alemán, no lograba hacerse cargo de esta gran hazaña vigorosa y alegre de los leverage buyouts de Matilda, por poner un ejemplo. Por entonces aún no se daba cuenta Matilda de que Juan en realidad sí lo entendía: y lo odiaba: y la odiaba: odiaba aquella eterna juventud emprendedora, lo mujer de Matilda. Una parte de la complicación procedía de que, a la vez que sus obligaciones maternales iban disminuyendo a medida que los niños crecían, no decrecía su devoción por Juan. Juan seguía resultándole atractivo, guapo, y, por qué no reconocerlo, tan misterioso ahora tras tantos años de matrimonio como cuando le conoció en el bar de la facultad. Juan se dejaba querer. Juan no se hacía querer: se dejaba querer. Era fascinante por eso, por su natural propensión a dejarse cuidar, atender, rodear de afecto. Así, no sólo Matilda, sino el propio Antonio, formaban parte de esa absurda corte -en sus momentos de mal humor denominaba Matilda así a los amigos, alumnos, etc., que rodeaban a Juan:
– Eres, Juan -bromeaba Matilda a veces-, un becario natural de la vida: has nacido para enganchar una beca tras otra, una canonjía tras otra: eres un prebendado nato.
Y Juan se reía:
– Mi canonjía óptima máxima eres tú, mi vida -decía Juan riendo-: tú eres la beca de todas las becas que me ha caído a mí por guapo.
Y Matilda le abrazaba y era verdad que le parecía guapo. Quizá Matilda nunca unificó del todo sus dos devociones, sus dos deberes: era devota de Juan, le amaba todo lo que debía y mucho más. Y era también devota de sus hijos, pero sus deberes con ellos cobraron en seguida un perfil kantiano: ocuparse de ellos fue un imperativo categórico cuando eran pequeños y no del todo una devoción. No le parecía a Matilda del todo comprensible la posición de quienes mantienen que tiene que haber en cada casa una madre que espere a los niños cuando, crecidos éstos, regresan a las tantas de los guateques o de las juergas con los amigos o de acostarse con la novia o el novio. No veía Matilda que su función materna pudiera prolongarse en una especie de benevolencia acrítica y no tenía la seguridad de que los niños, por el mero hecho de quedarse ella en casa acompañando a Juan, fueran a apreciar más su hogar familiar. No tenía además, habiendo quedado huérfana de madre muy joven, una cultura casera adecuada: sir Kenneth fue un estupendo padre que siempre llevó a Matilda consigo: a medias confidente, a medias cómplice, a medias hija adorada. Y sir Kenneth tenía, además, un carácter anticuado, de vividor, de explorador o de viajero: en el XIX hubiera acompañado a los viajeros que buscaban las fuentes del Nilo o que se quedaban presos entre los hielos en busca del Polo Norte. Sus negocios tenían este componente también, de arte más que de técnica: tenía vista para los negocios, le encantaba reunirse con financieros amigos de la City o de Wall Street e internarse con ellos en las nuevas selvas de la comprensión del mundo contemporáneo. Estaba pendiente de la situación de Rusia bajo la férula soviética o de la situación en Ibero América. Necesitaba muy poco estímulo para irse de viaje o cerrar un trato o buscarse nuevos asociados para un negocio. Todo esto lo traspasó, con la educación, a Matilda. Y Matilda aprendió a vivir ligera de equipaje. El hecho de quedar embarazada de Juan y darle tres hijos no modificó un fondo de mujer activa, interesada apasionadamente por el mundo exterior. Capaz de organizar muy bien su casa, acabó sintiéndose un poco atrapada dentro de su perfecta organización casera. Con relación al dinero, sir Kenneth anticipó actitudes que luego se verían de modo evidente en George Soros, por ejemplo: hacer dinero se me da bien, tener dinero me da igual. Esto no era del todo así en el caso del padre de Matilda, pero la frase reflejaba una actitud activa y no conservadora respecto al dinero: el dinero era un sistema de posibilidades. Sir Kenneth nunca llegó a plantearse las exigencias éticas del filántropo. Le gustaba demasiado vivir bien, un poco a salto de mata, vida de clubs londinenses y de grandes hoteles. Nunca quiso tener residencias fijas: tuvo muchas casas espléndidas que compraba, disfrutaba una temporada y luego vendía en condiciones inmejorables. Era sir Kenneth desprendido, pero también despegado. Recordaba personajes de Henry Fielding. Fue por consiguiente natural que cuando Matilda decidió casarse con Juan (a ojos de sir Kenneth, un muermo de buena planta) instalara a su hija en gran plan. Gran plan era una nutrida cuenta corriente, un excelente piso, la casa de Lobreña: el Asubio… Sitios espléndidos que recordaban casas y fincas que sir Kenneth había tenido y vendido. Hermosos lugares destartalados que a sir Kenneth le divertía adquirir y le aburría cuidar: todos los parques y jardines de sir Kenneth, todas sus casas, presentaban un aspecto lamentable al cabo de dos años. Matilda acabó siendo más seria que su padre: el matrimonio y los hijos fueron el gran experimento de su vida a los veinticinco. ¿Qué pasó al final con el experimento?
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