Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Juan Campos cerró la intención. Dio una extraña orden de parada a la vida conyugal que implicaba la aceptación del hecho consumado del despegue de Matilda, más su implícita retracción (quizá ilusoria y debida sólo a un remusgo de culpabilidad en Matilda) y una vuelta de tuerca más en su dedicación exclusiva al idealismo alemán y a Bradley. Esto de Bradley había empezado siendo casi sólo un hobby: en parte iniciado para practicar el inglés -que leía ya con relativa facilidad, pero cuya pronunciación le levantaba dolor de cabeza y que, por lo tanto, se negaba obstinadamente a hablar- y en parte como una, en apariencia inocente manera de separarse de sus rudimentarios colegas de la facultad que, uncidos aún en los ochenta a la tradición aristotélico-tomista del franquismo, habían saltado (porque habían aprendido a leer en alemán) al caudaloso Hegel para no volver jamás a ver la luz del sol (en opinión de Juan Campos). A la pálida luz oxoniense del sol neohegeliano, se sentía seguro Juan Campos. Y también distinto, en su torre de marfil, cada vez más marfileña. Hasta ahí había llegado Juan con, a su vez, el beneplácito -también redundante de Matilda y una correspondiente retracción analógica de Matilda, relativa a la importancia de la Historia de la Filosofía y su investigación erudita. ¿Estaba cerrado el caso? ¿Qué más había en este asunto que no habían los dos agentes conyugales considerado en detalle? Cualquiera lo sabe: había los niños. Y quien primero descubrió que en la estructura familiar tradicional, además de los cónyuges, hay los críos fue Juan. De pronto Juan descubrió el gran error de Matilda, su talón de Aquiles, the tragicflaw, el error trágico: los niños. Desde un punto de vista especulativo los hijos, la prole, son -qué duda cabe- la esencia del matrimonio. ¿Qué es el matrimonio heterosexual sin hijos? Un estéril campo subjetivo sembrado de sal. Cualquier moralista católico hubiera podido decírselo a Matilda. Lástima que Matilda fuera agnóstica. Su agnóstico marido Juan Campos (quién que es no es agnóstico en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid?) descubrió a los niños, los vio por vez primera cuando Matilda dejó de verlos a diario y se limitó a verlos una vez por semana o una vez cada quince días, arrebatada por el ángel de la prisa, el ángel de los negocios, las permutas, los apalancamientos, los dividendos, la actualidad bursátil más rabiosa. ¿Y los niños qué?

De los niños -designados así colectivamente, los niños- hizo Juan un argumento que se caracterizaba porque del mismo no se seguía conclusión ninguna. Era un argumento equivalente a una cadena sin fin, equivalente a un diagnóstico supuestamente preciso que no condujera a una curación. Un diagnóstico puesto entre paréntesis, dado que no implicaba que se tomaran medidas para curar la enfermedad diagnosticada que no podía, bien mirado, considerar se ni siquiera una enfermedad, sino más bien el enunciado de un estado de la cuestión, cuya descripción minuciosa parecía ya, por sí mismo, la curación de un inexistente enfermo: una argumentación circular cuya brillantez y agudeza hacían daño a la vista y subsistía en el mundo intencional común del matrimonio sin aplicación posible: los niños, al fin y al cabo, no se encontraban, gracias a Dios, enfermos sino sanos, vivos y coleando. Y diagnóstico era una mera metáfora del argumento, que era, a su vez, una mera metáfora de la discusión, que era a su vez una metáfora narrativa de la vida conyugal. ¿Necesitaban los niños una madre en casa? ¿A partir de qué edad es dispensable una madre? ¿Y un padre? Era evidente que Matilda había cumplido con su obligación maternal durante dieciocho años consecutivos, secundada desde una posición paternal, es decir, distante, por Juan: los niños hablaban bien inglés, chapurreaban bien francés, habían hecho cursos de vela y de equitación aquí y allá. Eran guapos los tres y, por añadidura, Fernandito era brillante. ¿Qué más podía pedirse? Era, asimismo, evidente que Andrea y Jacobo, con dieciséis y diecisiete años respectivamente, habían heredado de los Turpin una sensatez mundana que les blindaba contra toda crisis posible. En su momento, terminarían las carreras o, en su defecto, Andrea se pondría de largo, se echaría novio, Jacobo se echaría novia: ambos, desde cualquier punto de vista, serían buenos partidos. Se habían acostumbrado además a los internados europeos, a los veraneos ingleses. Eran niños bien nutridos y sensatos, ¿qué más podía pedirse? ¡Ah, argumentaba Juan, pero esta misma sensatez, esta matter-of-factness, ¿no daba, en criaturas tan jóvenes, algo de miedo, incluso mucho miedo? ¿No se estaban volviendo sólidas criaturas burguesas sin el menor encanto? ¿Cómo no iba a necesitar Andrea que una madre le contara tiernamente the facts of life? Por algún extraño motivo, Juan Campos tendía a sembrar este argumento suyo de términos extranjeros, generalmente anglosajones, como si el hecho de ser incapaz de hablar la lengua le arrastrara fatídicamente a trocearla en palabritas y giros como los personajes de buen tono de las novelas de alta sociedad del padre Coloma. En cuanto a Jacobo, Jacobo no presentaba el menor problema. Jacobo era liso y llano y carente de imaginación hasta tal punto que ¿no era de temer que transcurrida la dulce adolescencia se acartonara y engordara por incapacidad de imaginar un proyecto ilusionante? ¿Dónde mejor podía ejercerse la fértil imaginación vital, social, de Matilda Turpin que en esta tarea de desacartonar y adelgazar -psíquicamente hablando- a su primogénito? Y por otro lado estaba Fernandito -un caso aparte-. No tenía Juan el menor miedo de que se acartonara Fernandito, o no supiera a qué atenerse en todo lo relativo a los preliminares y las consecuencias de la vida sexual. En todo esto, Fernandito estuvo al cabo de la calle ya a los catorce. Hasta tal punto era despierto Fernandito, en opinión de Juan Campos, que pensar en él quitaba el sueño. A diferencia de sus hermanos, no corría Fernandito el menor peligro de incurrir en ninguna sensatez, ni circunstancial ni de por vida. La insensatez, la imaginación, la fantasía desbordante estaban garantizadas en su caso. ¿No hacía falta una madre, es más, una mujer, mujer y madre, que atemperara la fogosidad vital de Fernandito? Y sucedía además (puntualizaba Juan, no siempre en voz alta ni siempre ante su esposa, con frecuencia repasando el argumento a solas) que Fernandito adoraba a su madre y estaba, por lo tanto, en condiciones de llegar a odiarla (el amor y el odio brotan juntos, todo el mundo lo sabe) de no hallar a su madre una vez y otra vez y otra al ir en busca suya. Y los catorce años, los quince, los dieciséis, la adolescencia, Fernandito ¿no requeriría -en estos casos de sensibilidad extrema- el más refinado arte de birlibirloque para acabar con bien, para salir indemne, para convertirse en un hombre de provecho? ¿Cómo podría Fernandito acabar convirtiéndose en un hombre de provecho si su madre se pasaba el día entero en el parqué? ¿Y qué quedaba en todo esto para Juan? Se contemplaba a sí mismo Juan Campos en la elegante soledad de su despacho (e interrumpiendo la lectura de Bradley ‘s Metaphysics and the Self un libro publicado por la Yale University Press en 1970, escrito con admirable sentido de la actualidad filosófica por Garret L. Vander Veer) y decidía que su función era accidental comparada con la esencial o sustancial función pedagógica de Matilda en cuanto madre.

Por aquel entonces volvió Fernandito del colegio contando un chiste de Jaimito: es el Día de la Madre, el profesor encarga a todos los alumnos una redacción sobre el tema madre no hay más que una. Al día siguiente los niños regresan con sus redacciones que leen en voz alta. Todas las redacciones, casi por igual, consisten en un florido sirope acerca de las bondades y maravillas de la madre de cada niño que termina invariablemente con la frase porque madre no hay más que una. La redacción de Jaimito -contó Fernando- era como sigue: teníamos un invitado a cenar y mi madre me dijo: Jaimito, baja a la bodega y tráeme dos botellas de vino tinto. Jaimito baja a la bodega y vuelve diciendo:

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