Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– Aquí, Antonio, se contienen los novísimos, las postrimerías, de nuestros catecismos. Constituyen una parte importante del depósito revelado, de la catequesis y de la teología. Naturalmente, ni tú, ni yo, ni Matilda, ni Emilia, creemos que lo que aquí se dice sea verdadero. No aceptamos su valor intrínseco. Negamos que lo tenga. Pero todos aceptamos su valor social: su valor consolador. Se me ocurre que, tú y yo, Antonio, podríamos usar todo esto como un lenitivo, una especie de morfina verbal para tranquilizar a Emilia…

– ¡Pero, Juan…! -Antonio se ha revuelto en su butaca. Ha dejado de mirar a Juan. Ha contemplado el fuego. Ha vuelto a mirar fijamente a Juan, como al principio. Antonio tiene una expresión contraída, un rictus que parecería asombro si no fuera porque el ceño fruncido delata irritación.

– ¿Te sorprende? -Juan sujeta ahora su volumen gris con ambas manos. Parece un celebrante que sostiene el misal cerrado contra al pecho, una figura rara en esta confortable habitación, iluminada por una sola lámpara de pie y el fuego de leños, crepitante en el hermoso hogar de mármol como una escena de un salón de otro tiempo. Un intenso sentimiento de irrealidad estética tranquiliza a Juan ahora. Piensa que Antonio Vega -el más fiable de todos los amigos- no ha entendido su propuesta que ni siquiera llegaba a ser una propuesta que se limitaba a ser, en el fondo, una secuela casi farmacéutica del diagnóstico de la depresión de Emilia.

– No sé si me sorprende porque no sé si te entiendo. Si lo que me propones es contarle a Emilia lo que dice ese libro, esa Suma Teológica acerca de la muerte, vas de culo. Vamos todos de culo si es eso lo que te propones.

– ¡Hombre, Antonio, no lo tomes así! No me propongo hacer nada, se me ha ocurrido sólo hojeando este último tomo de la Suma, que las partes más poéticas más consoladoras y poéticas acerca de la Resurrección y el lugar reservado a las almas después de la muerte, podría dar a Emilia un punto de apoyo dar pie a la esperanza. A sabiendas, claro está, que todo lo que aquí se dice es poético es ficticio, pero también hermoso, milenario…, poético.

– De verdad crees tú que todo eso, sea lo que sea, serviría para consolar a Emilia? ¿Cómo iba a consolarla si tú mismo no crees ni una palabra?

– Lo que yo crea no hace al caso. Lo que digo es que es consolador pensar en los difuntos como aún vivientes, incluso después de la muerte física. Matilda no ha muerto, podríamos decirle a Emilia: ha ascendido a otra esfera de la existencia. Se encuentra en esa misteriosa situación que es la condición del alma separada en la tradición cristiana. En este libro se examinan detalladamente todas las tradiciones mitopoéticas acerca de la vida después de la muerte. Ya sé que para Emilia hasta la fecha esas tradiciones no han significado nada. Pero quizá pudieran servirle de algo ahora…

– Y suponiendo, Juan, que así fuera, ¿quién se encargaría de contárselo? ¿Te encargarías tú de explicarle a Emilia que la muerte de Matilda sólo es una puerta abierta a la vida eterna? Yo no me siento capaz de nada semejante.

– Claro que no, porque tú no lo crees!

– Ni tú tampoco.

– No, yo tampoco lo creo. Pero, sin embargo, puedo hacer como si lo creyera. Practicar una suspension of disbelief. No lo creo, pero pongo entre paréntesis mi increencia al objeto de entender y hacer entender lo que creían quienes lo creyeron. No se trata de que nosotros lo creamos, sino de servirnos de quienes en su día lo creyeron para hacérselo creer a Emilia ahora.

– Lo que tú tratas es sencillamente de engañarla.

– Con buena intención, por supuesto -se apresura a añadir Juan.

Esto de la buena intención ha sacudido a Antonio Vega más que casi todo lo demás. Es inverosímil esta buena intención. ¿Cómo puede Juan Campos, el respetado intelectual, el sabio, el maestro de Antonio, alegar buena intención en un flagrante ejemplo de mistificación y de engaño? Antonio empleaba años atrás, con los niños, y en especial con Fernandito, una técnica análoga a la propuesta ahora por Juan: los Reyes Magos existen y vienen en camellos desde Oriente cargados de regalos el Día de Reyes. Esto no llegaba a ser mentira, era sencillamente una ficción, un cuento de niños, una ilusión que no duraba más allá de los seis o siete años, como mucho. ¿Es esto lo mismo que lo que propone Juan? Sin atreverse, Antonio se atreve a negar toda validez a la propuesta de su amigo y lo dice:

– Eso que propones, Juan, es absurdo. No es ni siquiera buena intención, no digo que tú no la tengas. Digo que es demasiado visible la intención de engañar…

– Engañar para curar…

– No creo que nadie llegue a curarse así. Además, para que funcionara habría que preparar a Emilia concienzudamente, indoctrinarla, persuadirla de que en la muerte de cada uno de nosotros, en la muerte de Matilda, hay algo que no ha muerto, que no muere, que no morirá nunca. ¿Cómo vamos a hacerle creer eso a Emilia, si no lo creemos ninguno de los dos, ni tú ni yo?

– Quizá tengas razón -declara Juan Campos con un suspiro. La conversación le aburre ahora-. Era una simple sugerencia. Olvídalo.

– Voy a decirte yo, Juan, lo que creo que tendríamos que hacer con Emilia: sacarla de aquí. De esto quisiera hablarte ahora, ya ves. Irme con Emilia fuera de aquí, dejar esta casa y sus recuerdos y su tristeza y la tristeza de este invierno y de esta lluvia.

– Eso no lo dirás en serio, ¿verdad, Antonio?

– Lo he pensado en serio y cada día más en serio desde que llegamos aquí. Esta casa, vivir aquí, está dañando a Emilia. Irnos es lo que hay que hacer…

– Te entiendo correctamente, Antonio? ¿De verdad estás pensando en llevarte a Emilia, en marcharos de esta casa? No te creo, ¡es imposible después de tantos años…!

– Imposible no es. No es imposible, Juan.

No es del todo verdad que Antonio haya estado pensando en dejar la casa. Quizá por primera vez esta tarde ha accedido a su conciencia la comezón inconsciente de huir del Asubio. En esta casi repentina ocurrencia se entrecruza, una vez formulada con voz alta, una auto acusación Antonio comprende ahora que ha sido negligente con Emilia durante todo este último año. La agitación del traslado, la minuciosa instalación de todo el mobiliario, los quehaceres de los dos, disimularon en parte la decadencia física y mental de Emilia. Esta tarde, de pronto al escuchar la amable voz de Juan proponiendo esa insensatez pedante de la Suma Teológica, se ha sublevado el fiable Antonio, se ha vuelto agresivo. De aquí la brusquedad del despedirse. Como si la ocurrencia y su puesta en práctica fueran una misma cosa. ¡Ojalá quedaran las cosas ahí! Pero Juan, que ha tomado más en serio de lo que parece la ocurrencia de Antonio, disimula su malestar (que Antonio y Emilia se vayan ahora trastornaría el buen funcionamiento de la casa e incomodaría a Juan) y dice con su acento más tenue:

– Ea, ea, Antonio, vamos a no precipitarnos! No hace aún dos meses, cuando me recogiste en la estación y subimos aquí, hablabas de pasar todo un largo invierno. Entonces, hace nada, no se te había ocurrido semejante cosa. No puede ser, por lo tanto, que lleves pensándolo mucho tiempo. Acaba de ocurrírsete. Es una idea tonta, si me permites expresarlo así…

– ¿Una idea tonta? ¡Seguro que sí! Pero a lo mejor es la única buena idea que he tenido en todo este tiempo. Así que tengo que pensarlo, Juan, si me permites… Porque imposible no es. Es factible, Juan, por costoso que sea.

XXVI

– Una casa, Angélica pide, requiere un cuerpo de casa. Así se decía antiguamente y yo aún lo digo: un cuerpo de casa. Y eso son, en esta casa de campo, Emilia y Antonio. Son y han sido siempre muchísimo más, pero sin dejar nunca de también ser eso.

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