Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Han ascendido la cuesta muy deprisa, impulsados los dos, Juan el primero, por la vehemencia de su elocuencia desatada. Doscientos metros más y estarán dentro del jardín.

Lo único que Angélica acierta a decir ahora, a título de resumen, es:

– ¡Qué maravilla hablar contigo, Juan, todo lo sabes, todo, por terrible que sea tú me lo explicas, tú lo ajustas, tú me lo haces ver con la claridad del mediodía. Cuánto te admiro yo por eso. Te he admirado siempre!

Bonifacio, que andaba trasteando junto a la puerta de entrada, les abre la puerta, entran los dos. Juan sonríe, sin dejar ver la sonrisa embozada detrás del paso largo que ha tomado para alcanzar por fin la entrada de la casa. Pero ha mentido y sabe que ha mentido, ha confundido a Angélica y sabe que lo ha hecho, sonríe por eso: porque ha atinado y acertado y su alma está llena de mentira, como el mar ágil y fuerte bajo la vocación de la elocuencia.

XXVII

Esta vez están todos sentados alrededor de la mesa ovalada del comedor almorzando. Incluso Emeterio se ha quedado a almorzar este mediodía y se ha sentado entre Antonio y Fernandito. Juan tiene a su derecha a Angélica y a su izquierda a Emilia. Antes de sentarse a la mesa Angélica tuvo una llamada de Jacobo diciendo que se viene a pasar unos días con ellos por la Inmaculada. Angélica ha fingido estar encantada pero, en realidad, el regreso de su marido es un incordio. Angélica no sabe lo que quiere. Sólo sabe que no quiere de momento, interferencias entre Juan y ella. Y Jacobo será una interferencia aunque sólo sea porque es probable que insista en que Angélica regrese con él a Madrid al término de sus vacaciones. La llamada de Jacobo coincidió con la entrada de Angélica Y Juan en la casa, y Angélica se retrasó a propósito en el jardín para tener esa conversación. Al colgar el teléfono se sintió desilusionada, como si este trivial acontecimiento que tendrá lugar en breve, el regreso del marido, significara la ruptura con Juan. Angélica ya ha contado a Juan en ocasiones anteriores lo que, como ella dice, nos está pasando a Jacobo y a mí. Y lo que les está pasando es que se aburren juntos. Unido al hecho de que una Angélica desocupada todo el santo día en el piso de Madrid no está en condiciones de recibir a última hora de la tarde a un marido hiperocupado y cansado. No tienen de qué hablar. A Angélica no le interesa el banco y a Jacobo cada día le interesa menos lo que Angélica piensa, siente o lee. Y Angélica en el piso de Madrid ha acabado por sentirse, una vez más, preterida, dejada a un lado, como lo fue cuando la enfermedad de Matilda, sólo que entonces Jacobo y Angélica hablaban más, hablaban mucho. Mientras almuerzan -hoy están tomando filetes de ternera empanados- Angélica se ha apagado y reiniciado varias veces. Su conciencia es como un interruptor con dos únicas posiciones: Jacobo para apagarse, Juan para encenderse. ¡Irse ahora con Jacobo a Madrid sería como volver a las tinieblas exteriores: el piso de Madrid carece a sus ojos de luz propia y su vida en Madrid -la mera idea de esa vida- le ataca los nervios. Aquí, en cambio, en este comedor del Asubio hay un aire vital, discreto, desde luego, pero tenso y cabrilleante como una lámina de agua al sol. Hace tiempo que Angélica abandonó la idea que inicialmente la condujo a quedarse en el Asubio tras volverse Andrea a Madrid: esa idea era la de vigilar y estar al quite porque algo terrible iba a ocurrir en casa de su suegro. Ahora Angélica no cree semejante cosa, al contrario. Ahora cree que Juan la necesita porque, sin ella, no tiene ya con quién hablar. Otra vez luz animosa en la conciencia de Angélica: está claro que su papel está junto a Juan, aunque el contenido de ese papel esté aún confuso. Observa a los otros cinco comensales, que no hablan mucho unos con otros, aunque se comuniquen monosilábicamente entre sí por parejas. Antonio con Emeterio o, alternativamente, Emeterio con Fernandito o, también, hablando un poco más, Juan y la propia Angélica. Sólo Emilia permanece callada frente a Antonio ayudando a sacar los platos o a traer las bandejas. No hay una conversación generalizada en torno a un tema común. Y sin embargo, Angélica se siente ahora en muda pero intensa comunicación con todos ellos. La idea de tener que emparejarse de nuevo con Jacobo en los almuerzos le hace sentirse desgraciada.

– Sabes, Juan? Acabo de hablar con Jacobo, dice que se viene a pasar unos días con nosotros. -Angélica ha hecho este comentario volviendo la cabeza ligeramente hacia Juan por no seguir más tiempo callada. Tiene la impresión de que un excesivamente prolongado silencio por su parte delataría ante todos los demás la intensa torrentera de sus presentes sentimientos. Angélica en efecto, ha traducido el bloque de información plegada en que su vida en el Asubio y con Juan consiste ahora, en una intensa situación emocional: se siente muy emocionada y no desea que nadie, excepto Juan, sepa que se siente así. Está segura de que Juan siente lo que ella misma siente y que ese sentimiento que sienten a la vez los dos sólo lo sienten ellos dos y es, por lo tanto, su particular secreto de ahora mismo. Nada mejor, pues, que referirse casualmente a la llamada telefónica de su marido para aliviar un poco su tensión.

– ¡Ah, espléndido! Unos días aquí le vendrán de perlas a Jacobo -ha comentado Juan.

– ¿Sí? ¿Tú crees? No sé si cuadrará del todo bien ahora… -Angélica no ha podido remediar mostrar a Juan una parte de las reservas con que espera la llegada de su marido.

– Cómo no va a cuadrar? Claro que sí. Seguro que traerá las escopetas. Ahora es temporada creo, de arceas. Jacobo conoce todos los cotos por aquí…

– Sí, es verdad, Jacobo tiene que estar entretenido, es un hombre de acción… -dice Angélica.

– Como su madre -añade Juan.

– Eso. Como su madre. ¿Te fijas que siempre volvemos a lo mismo?

– Volvemos a Matilda. Esta casa es Matilda, esta familia es Matilda. Volvemos a Matilda para bien y para mal. -Juan se lleva a la boca un poco de pan, bebe un sorbo de agua.

Fernando, que ha estado pendiente de la conversación de Angélica y su padre, pregunta desde el otro extremo de la mesa:

– He oído bien? ¡Viene Jacobo, Angélica, creo haberte oído…! ¡Qué contrariedad!

Juan detecta inmediatamente el tono zumbón de su hijo e incluso Angélica detecta agresividad en la exclamación final. Por eso dice:

– Contrariedad ninguna, Fernando, todo lo contrario! Como tú comprenderás es mi marido, me encantará tenerle aquí…

– No lo dudo, Angélica. Pero te encantará contrariándote un poquito, ¿a que sí? Jacobo es un poquito basto. Un noble armario. Un noble semental, aunque en vuestro caso dé lo mismo.

Es tan visible la incomodidad de Angélica, que Antonio Vega interviene sirviendo vino a todos. Para servirles, Antonio se levanta, toma la botella, que está en el centro de la mesa, y va llenando las copas todo alrededor, hasta llegar. de vuelta, a su sitio. Antonio tiene, mientras lleva a cabo esta tarea, la sensación de que camina sonámbulo alrededor de la mesa ovalada. Ha decidido servir el vino tan aparatosamente -lo normal suele ser que en los almuerzos vayan pasándose la botella de vino y la jarra de agua de unos a otros- porque se ha sentido violento al oír a Fernandito. Al levantarse e ir sirviendo alrededor a todos, le ha parecido que caminaba en sueños, como si la escena que tiene ante sus ojos tuviera lugar en otra dimensión: la ajena dimensión de las hostilidades, las puntadas, los enfrentamientos, que ocupa ahora, tras la muerte de Matilda, el lugar que antes ocupaba la alegría de vivir. Desde la última vez que Antonio habló con Juan, tiene Antonio constantemente la impresión de haber ofendido a su amigo de algún modo. La cuestión es que no acierta Antonio a saber cómo o en qué ha podido ofenderle sólo por sugerir lo que se le pasó por la cabeza, lo de llevarse a Emilia lejos del Asubio. Antonio es consciente, por supuesto de que si ese plan se lleva a cabo, aunque sólo sea por un período de tiempo limitado, tendría que buscarse una solución para la buena marcha del Asubio sin Emilia y sin él mismo. Antonio se da cuenta de que su plan alteraría profundamente la rutina de la casa. Pero Antonio a la vez está seguro de que Juan antepondrá, llegado el caso, el bien de Emilia a su comodidad personal. Antonio necesita, en este momento de su vida, creer con firmeza en que, no obstante algunas señales inquietantes nada ha variado en su relación con Juan. Antonio necesita creer que Juan sigue siendo ahora el Juan benevolente y comprensivo que durante tantos años mostró ser. La verdad es que casi ha desechado el proyecto de llevarse a Emilia, entre otros motivos porque no sabría con seguridad donde llevársela si se van de esta casa. ¿Qué harían los dos, solos por primera vez en tantos años, conscientes además, como serían, de que no se van de vacaciones ni han pedido una excedencia, sino de que huyen para aliviar el duelo por la muerte de Matilda? ¿Y si, por otra parte, incluso huyendo, la melancolía de Emilia no cesara? ¿Y si, como un cáncer del alma, el dolor por la muerte de Matilda matara a Emilia en poco tiempo?

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