– Antonio, las monjas decían que el alma es inmortal. ¿Crees tú eso, que el alma es inmortal? -La voz de Emilia es tan leve como era su peso al regresar los dos a su lado de la casa hace un rato. Antonio ha trasteado un poco en la cocina del apartamento, más por no agobiar a Emilia que porque tenga nada que hacer. Es temprano aún para cenar. Demasiado temprano aún para encender la televisión. Son sólo pasadas las cinco de la tarde, aunque ya ha oscurecido afuera y Antonio ha corrido las cortinas y encendido el fuego. Este cuarto de estar ha cambiado muy poco desde los primeros tiempos del Asubio cuando llegaron Emilia y Antonio aquel primer verano y los niños eran aún pequeños. Es, sin embargo, aún confortable. Y Antonio se ha acostumbrado a sentarse junto a Emilia en el sofá a entrever el fuego de la chimenea, a entreoírlo, a la vez que el sofocado oleaje del pinar que rodea ese lado de la casa. Nunca hasta hoy ha tenido Antonio sensación de soledad en el Asubio o en el piso de Madrid. Le alegraba la presencia de Emilia cuando Matilda y Emilia volvían de sus viajes y pasaban los días descansando con toda la familia. Pero no le entristecía quedarse solo. Antonio estaba acostumbrado a estar solo, con una soledad aliviada por las conversaciones con Juan y por su trabajo en la casa. Esta tarde, sin embargo, el sentimiento de soledad le parece opresivo, como si se hallara en un lugar extraño, en el extranjero, en una habitación de hotel en una ciudad desconocida. ¡Qué insensato ha sido al decirle a Juan el otro día que Emilia y él van a dejar el Asubio! Desde que lo dijo, el sentimiento de soledad se ha desplomado sobre Antonio como un sentimiento de culpabilidad. Y esta tarde, observando de reojo a Emilia, que permanece inmóvil y pálida frente al televisor apagado, casi en la misma posición que adoptó al entrar y sentarse, se siente solo y culpable. Y se siente a la vez absurdo, puesto que no está solo -está con Emilia- y no acierta a reconocerse culpable de nada en concreto. Se sintió, es cierto, irritado con Juan cuando Juan propuso lo de la Suma Teológica, pero fue una irritación pasajera, fruto de su preocupación por Emilia. Y nada nuevo ha sucedido desde que llegamos aquí hace dos meses, se dice Antonio a sí mismo, con más vehemencia de la necesaria, como si tratase de persuadirse a sí mismo o a un interlocutor imaginario que negase que nada ha cambiado. Nada ha cambiado -repite Antonio mentalmente-. Al repetirlo se da cuenta de que lo repite porque teme que no sea verdad. Ha empeorado Emilia, ha adelgazado, parece consumida, habla muy poco y en ocasiones anteriores, no sólo este mediodía, se ha referido a Matilda en presente. Este cambio es como una jaqueca, reaparece en cualquier momento a lo largo del día o de la noche, algunas noches desvela a Antonio durante horas, inmóvil boca arriba en la cama. Pero aquello que Antonio niega con vehemencia que ha cambiado y que en el fondo teme que haya cambiado y por eso lo niega, no es el empeoramiento de Emilia sino el emborronamiento de Juan Campos.
– No me has contestado, Antonio. ¿No me has oído? ¿No sabes contestar? Decían que el alma era inmortal, las monjitas…
Antonio no sabe qué contestar. Se da cuenta de que una parte de esta dificultad de contestar a su mujer procede de que se le ha contagiado la perpetua problematicidad con que Juan Campos impregna todas sus afirmaciones filosóficas y en especial su filosofía casera. Así que no se decide a contestar a Emilia por un prurito de decir la verdad, pero a la vez se siente ridículo porque no sabe qué es la verdad en este caso. ¡Igual es verdad que el alma es inmortal! Lo que Antonio hace es sentarse junto a su mujer y decirle:
– Ya sabes que te escucho siempre y que te quiero. Si las monjitas decían lo del alma será verdad. Lo más verdad de todo es que te quiero, Emilia…
La ternura tiene este consabido efecto pacificador que ahora hace sonreír a Emilia. Viene a ser como si, mediante la dulzura de las palabras de su marido, acercara al fuego las manos congeladas. Se quedan sentados los dos, el uno junto al otro.
Emilia apoya la cabeza en el hombro de Antonio. Pasa menos bronco el tiempo, como si hicieran el amor. Y Antonio vuelve a lo de antes: lo que ha cambiado perturbadoramente en la casa es Juan Campos. Este reconocimiento se impone en la conciencia de Antonio como una detonación repentina. Juan ya no es el que era aunque parece que sigue siendo el mismo. Esta detonación queda en el aire asustando a Antonio y sin permitirle sacar ninguna conclusión. Antonio tiene la impresión de que estos últimos meses Juan se ha encogido. Habla menos con el propio Antonio, mucho menos que antes. Produce ese efecto que causan las personas aquejadas de una ligera sordera: que sólo prestan atención si descubren que su interlocutor les habla, mueve los labios, hace algún ademán, pero si dejan de verle o cambian de posición no le oyen, o le oyen muy imperfectamente. Así Juan da la impresión ahora de haberse quedado un poco sordo y presenta a ratos el aire ausente de los ligeramente sordos. Pero ocurre que, desde la aparición de Angélica, Juan empieza a presentar un aspecto desconcertantemente alerta. Al principio Antonio creyó que la compañía de una persona más joven que no pertenece directamente a la familia íntima relajaba su duelo. Pero el caso es que la relajación -que es muy visible cuando está en compañía de Angélica- no ha disminuido el grado de cerrazón o de ensimismamiento o de sordera. Sigue tan desatento como siempre, sólo que ahora es un desatento reanimado por la conversación, un tanto trivial, de Angélica, su nuera.
– Pero las monjitas tampoco eran tanto -dice de pronto Emilia, separando la cabeza del hombro de Antonio, separándose un poco de Antonio, con el gesto casi imperceptible de quienes en medio de una conversación amistosa y larga de pronto descubren una diferencia de opinión o de sensibilidad, que no llega a interrumpir la cordialidad profunda o a separarles, pero que les distancia sólo un poco, lo suficiente para que se advierta, como ahora entre Antonio y Emilia, una separación, una cesación de la ternura precedente-. Sí. Lo del alma lo decían, sí, que era inmortal, lo tenían a la fuerza que decir porque lo tenían a la fuerza que creer. Las personas religiosas, las católicas, eso lo creen, y les era fácil además. Sabes, Antonio. Eso también siempre al oírlas lo pensaba yo, una niña se murió una vez, y otra vez el padre de una niña de repente, y lo que decían es eso: no se ha muerto, se ha ido al cielo. Y viéndolas, quiero decir a las monjitas viéndolas, era eso fácil de tragar, muy fácil, pobrecillas, dónde iban a ir si no. Eran tan mortalmente aburridas e insignificantes todo el tiempo, tan sumisas y algo malas, a ratos bastante malas inclusive, aunque se arrepentían en seguida, que yo pensaba: menos mal que después se van al cielo. Con las monjitas yo no estuve mucho. Sólo el parvulario y la primaria. Allí nos enseñaban a ser buenas, a ser limpias, a no decir mentiras, a rezar, y a pensar, cuando alguien se moría, que el alma se iba al cielo. Bueno, o al infierno si habías sido mala mala, o al purgatorio si habías sido medio mala, o al limbo de los niños si por desgracia se morían sin bautizar. Antonio, yo tenía la impresión a veces que casi era el limbo lo mejor de todo aquello. En el limbo por lo menos miras y no sientes ni padeces, no sabes ni que estás. A todos los efectos, como no lo sabes, pues no estás. Estás de más: liquidación completa de existencias, como los comercios en las quiebras, igual el limbo. Yo pensaba: qué bonito: acabar en el limbo sin siquiera saberlo, ya sin pena ni gloria para siempre, en paz. Pero era un caso extremo lo del limbo, sólo para los sin bautizar. Lo suyo, según las monjitas, era el cielo. Bueno, o el infierno, si eras mala, mala mala. Y claro, lo mismo el cielo que el infierno, para ir a uno cualquiera de los dos, el alma tenía que al morirnos no morirse, el alma era inmortal. Todo eso, yo luego lo olvidé, Antonio. Era una ñoñería: pasó el tiempo, pasó el tiempo, pasó el tiempo y conocí a Matilda y te conocí a ti y se me olvidó el cielo y el infierno. Pensé que la gloria era de este mundo. Vosotros dos. Pero distintos cada cual: tú eras mi casa y el reposo y el retiro de la vejez, y llegaría, nos llegaría, a ti y a mí lo mismo que a Matilda y a Juan. Matilda era en cambio una perpetua novedad, un viaje. Y ya no pensé más. Y cuando Matilda se enfermó… Ahora no sé… Ahora pienso que es verdad lo que decían las monjas, a la fuerza tiene que ser todo verdad y Matilda está en el cielo. ¿Verdad, Antonio? ¿Verdad, Antonio, que Matilda ahora escucha esto que digo, sabe que hablamos de ella y está presente en esta habitación y en esta casa, porque ni tú ni yo la olvidaremos nunca y no la hemos olvidado? ¿Cómo voy a olvidarla yo, si todo el tiempo está conmigo, ahora mismo está conmigo y contigo, aquí los tres?
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